› Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona
UNO Rodríguez no supo que era asmático hasta que tuvo su primer ataque de asma, la semana pasada, a los cincuenta años. Bienvenido a la Era de las Nuevas Enfermedades. De las enfermedades que no tuviste nunca y que ahora te tienen después de esperarte tanto tiempo, sin apuro, porque tarde o temprano ibas a caer, a tropezar, a derrumbarte. Entonces, en su estreno, Rodríguez respiró profundo y, de pronto, descubrió que ya no sabía cómo seguía el asunto. Se metía el aire dentro suyo, sí, y después... ¿cómo era? Y ahí se quedó Rodríguez: freeze-frame, duro pero reblandecido, y sus pulmones haciendo como un ruido raro. Y atención, lo supo enseguida: Rodríguez no era el único asfixiándose. Rodríguez no fue el único en debutar en el baile de ese vals porque, ey, Barcelona estaba de alerta ambiental. Contaminada. Cubierta más por una frazada que por un manto de niebla más sucia que negra: el aire superando por mucho los 200 microgramos por metro cúbico que se consideran “máximo aconsejable” de mierda a inspirar, sin por eso volverte poeta. Y Protección Civil pedía por favor a los ciudadanos que redujeran su tiempo al “aire libre”, que no condujesen sus autos, que no encendiesen sus cigarrillos, que no hiciesen mucho ejercicio físico, que –de ser posible– respirasen menos y poco y nada. Rodríguez lo supo después, cortesía del noticiero, cuando se había recuperado. Un poco. Pero la contaminación permanecía ahí dentro suyo, afuera, en todas partes. Y Rodríguez respiró intranquilo...
DOS ... mientras –contaminación alimentaria mediante– masticaba muy despacito las nuevas patatas fritas Lay’s con sabor a cheeseburger y, sensibilizado, tosiendo, jadeando, comprende que no sólo lo que se respira es tóxico. Todo es tóxico. Todo está contaminado. Rodríguez se informa de que el 40 por ciento de los nuevos contratos que certifican la bajada del paro, y la luz al final del todo y el principio de la recuperación y la llegada del glorioso 2014 son aún menos que temporales: son contratos por una semana o un mes. De ahí que haya que contabilizarlos y subirlos rápido a las estadísticas, porque ahora los ves, ahora no los ves. Mientras tanto y hasta entonces (ya se habla de toda una generación que jamás trabajará y que, por lo tanto, no podrá emanciparse ni tener hijos), el resto es sonido y furia y humo negro: Mariano Rajoy y Alfredo Pérez Rubalcaba han dado grandes entrevistas a periódicos; no por si la gente se ha olvidado de ellos, pero sí insistiendo en un mensaje que les parece cada vez más importante y urgente: españoles, los políticos somos necesarios, aunque contaminemos. Y a no quejarse porque (se ha informado que ya el 38 por ciento de los niños menores de dos años usa smartphones y el 40 por ciento, tablets) cualquier día de estos se harán públicas las consecuencias en el organismo de llevarse todo el tiempo esos telefonitos a los ojos y a las orejas, y de toda esa electricidad, flotando en el viento, y ahí van a ver lo que es bueno. Y los políticos no son los únicos preocupados por su degradación: se ha anunciado que la Casa del Rey lanza un apartado infantil en su web donde –mediante bonitos dibujitos en los que Juan Carlos I aparece gallardo y campechano, pero sin muletas– se instruirá a los pequeños (pero no infantes o infantas) aldeanos acerca de lo vital que es para ellos la vida en palacio. Mientras tanto, Rodríguez aguanta la respiración durante 161 minutos y lleva a su hijo a ver la segunda parte de El Hobbit. Zapatero es un Bilbo que continúa presentando sus memorias aquí, allá y en todas partes (Rodríguez –tal vez sea efecto del Ventolín– tiene terror a descubrirlo cualquier noche debajo de su cama, leyendo pasajes selectos de El dilema). El Gollum de Aznar parece que está metido con su yerno en quién sabe qué negocio más o menos turbio. Y Felipe González aparece y desaparece, como Gandalf, dando todas las respuestas y soluciones a todas las preguntas y problemas que no contestó o resolvió cuando era más pertinente y necesario. Más poluciones y fantasías: el plebiscito catalán por la consulta soberanista que ya tiene fecha, y el magnate Adelson que, luego de años de histeria y flirteo, dijo que “no va más” y se lleva su EuroVegas a otra parte porque, parece, el gobierno consideró que ya era un poquito demasiado la cláusula que obligaba a todos los españoles a hacerse cargo de sus pérdidas si la cosa no resultaba bien. Y después está el asunto de los funerales de Nelson Mandela. ¿Cuánto van a durar? ¿Terminarán alguna vez? ¿Por cuántos siglos más tendremos que ver a gente bailando y a mandatarios + Bono sacándose fotos entre ellos? (¿Cómo no aprovechó Zapatero para ir a presentar El dilema allá?) ¿O será todo esto una performance de Marina Abramovic cuyo concepto es que las pompas fúnebres se prolonguen durante el mismo número de años que Madiba pasó en prisión para que todos experimenten lo que él pasó? Rodríguez frente al televisor tiene un nuevo espasmo de asma y piensa que, visto desde afuera, él debe verse un poco raro. Rodríguez gime y mueve los brazos y nadie de su familia le hace demasiado caso; salvo su hijo, que se ríe de él, porque piensa que su padre está imitando al falso, inepto, esquizofrénico asesino y todo lo que se les ocurra falso intérprete de lenguaje de signos que hacía cosas raras allí, frente a las cámaras, en el interminable funeral de Nelson Mandela. Rodríguez, indignado, envía a su hijo a la cama y, con un hilo de voz, lo asusta con un “Tú no te rías que Kim Jong-un está suelto”...
TRES ... y en cualquier caso, lo del intérprete falso no hace otra cosa que terminar de convencer definitivamente a Rodríguez de que Lee Harvey Oswald actuó solo aquella mañana en Dallas, hace cincuenta años. ¿Por qué? Fácil: todo es más fácil de hacer (o de deshacer) de lo que se piensa. Cualquiera puede hacer lo que se le antoje y hacer historia. Las puertas están abiertas para todos y no hacen falta conjuras paranoides o misiones imposibles. Todos tenemos en nuestras manos la oportunidad de contaminar, de dejar marca y olor y sabor a podrido en las vías respiratorias de todos aquellos que (el noticiero cierra con esta noticia “de color”) como zombis llenan las calles y las casas de regalos y ofertas para poner bajo el arbolito que, se suponía, había germinado y crecido para renovar el oxígeno que respiramos. Rodríguez los mira y los imagina a todos con máscaras de oxígeno, regateando precios de iPhones y iPads. Algunos, incluso, comprando El dilema. Pronto, todos ellos –y todo esto– pasarán. Y muchos –como despertándose de una alucinación producida por algún compuesto químico y derramado– se preguntarán qué se suponía que era lo que tenían que festejar. Y la nube de smog se perderá no como lágrimas en la lluvia sino como el líquido que se escapa de ojos irritados por la contaminación. Y volverán a verse el cielo y el mar y la montaña. Y con ellos, también, se verán aun mejor a todas las personas que se ven cuando el smog que los ocultaba se levanta y se va: todos esos contaminadores que provocan el smog y a los que la contaminación escondía.
Y entonces, otra vez, piensa Rodríguez, el asma. El asma que se escribe más o menos parecido, que tal vez no sea otra cosa que una de las muchas formas del asco.
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