› Por Juan Forn
Leí que encontraron un Rembrandt pintado por Goya: un ejercicio de sus tiempos tempranos, pero de tan feliz ejecución que decidió firmarlo con su nombre. Los expertos anticipan que obtendrá una millonada cuando se subaste (¡un Goya que además es un Rembrandt!) y yo me acordé al instante de las palabras de Elmyr De Hory, el famoso falsificador, desparramado en un sillón de su casa de Ibiza en 1972, diciéndole a la cámara de Orson Welles, en el documental F for Fake: “En mis buenos días pinté Matisses que son sin duda mejores que los que pintó el propio Matisse en sus malos días”. Y procedía a levantarse de su despanzurrado sillón y dibujaba en menos de un minuto una perfecta figura femenina de Matisse y luego arrancaba la hoja del block, la arrojaba al fuego de la chimenea y mientras las llamas devoraban el dibujo se oía su voz en off: “Confío en que, con el tiempo, los museos se decidan a considerar falsas únicamente las obras de calidad discutible”.
Treinta años antes, una amiga rica, Lady Ina Campbell, pasó una tarde a visitarlo por su ínfimo atelier en la rue Jacob. Elmyr era una mariposa de la noche parisina que de día pintaba sin descanso, esperando el momento de su consagración. El atelier rebasaba de lienzos terminados y sin terminar, pero Lady Campbell sólo miró un boceto clavado en la pared. “Eso es un Picasso, ¿verdad?”. Elmyr no contestó. “¿Me lo puedo quedar?”, dijo la dama y dejó unos francos sobre la mesa. Dos semanas después, en una fiesta, le confesó con falso pesar: “Estaba en Londres necesitada de efectivo y vendí el Picasso que te compré. Perdona, querido, pero me ofrecieron una pequeña fortuna”. Así comenzó la carrera de Elmyr De Hory como falsificador, por un inocente ejercicio “a la manera de”. En los treinta años siguientes habría de pintar y vender mil cuadros falsos, viviendo a salto de mata entre Brasil, México, Miami, Texas, Los Angeles, Nueva York, Londres, Zurich y París hasta que recaló en Ibiza en 1959, con pasaporte falso y a merced de su socio y ex amante, el inefable Fernand Legros.
Para entonces ya no podía vender él mismo sus cuadros sin levantar sospechas (había quemado once alias diferentes presentándose a ofrecer sus piezas en galerías y museos de Europa y EE.UU.), así que cedió a Legros la venta y se instaló en Ibiza con su cobertura habitual: a sus nuevos amigos del jet-set en la isla les hizo creer con medias palabras que era un noble húngaro que había logrado huir con su colección cuando llegó el comunismo y, de tanto en tanto, se desprendía de una pieza para mantener su tren de vida. Así empezó su período pictórico más ambicioso: por fin tenía domicilio estable, una casa propia (en realidad a nombre de Legros, porque él no tenía papeles) donde, al amparo de curiosos, poder trabajar, dejar secar y luego “envejecer” como era debido sus cuadros antes de mandarlos a vender.
Legros llevó la operación a niveles insospechados, en lugar de imitar el perfil bajo de Elmyr. Vendió a museos, logró que el propio Picasso, el ya nonagenario Van Dongen y el hijo de Matisse reconocieran como auténticos cuadros pintados por Elmyr, pero sus presas favoritas, su perdición, fueron los millonarios texanos y los japoneses. Por tentar a un nipón hizo lo que nunca hay que hacer: una muestra entera de falsificaciones de Elmyr, en París. Fue demasiado: el peritaje dio que eran falsas; la noticia generó un efecto dominó de peritajes bajo cuerda entre los múltiples clientes de Legros (léase galerías, museos y coleccionistas), un museo de Dallas devolvió discretamente a un petrolero texano las 42 piezas que había donado por ser falsas, el petrolero se las había comprado todas a Legros y dijo que a él no iban a tomarlo por palurdo, y puso una millonada para hacerle juicio en Francia. Legros fue a parar a la cárcel y el gobierno francés pidió al gobierno de Franco la extradición de Elmyr, que figuraba con nombre falso en los registros españoles, así que lo tuvieron encarcelado en Ibiza mientras enderezaban los papeles, y justo entonces el petrolero texano murió, la causa se paralizó y el periodista yanqui Clifford Irving consiguió que el preso le diera una entrevista.
Elmyr lo recibió en una reposera al sol en el patio de la prisión. Sus amigos ricos le hacían llegar el almuerzo y la cena todos los días. Ninguno podía creer que hubiera falsificado todos esos cuadros: ¡si se la pasaba de juerga con ellos! Se resistían a entender que, cuando ellos se iban a dormir, él se ponía a pintar. Irving contó la historia al mundo en un largo reportaje en la revista Look, que tuvo tal éxito que lo alargó y lo hizo libro. Además se quedó a vivir en Ibiza y se casó con una beldad suiza que le presentó Elmyr. Ambos aparecen tupido en el documental de Orson Welles. Es el año 1972. Están todos en casa de Elmyr, que se ha convertido en una pequeña celebridad en la isla y también en el continente, aunque no pueda comprobarlo porque aún pende sobre su cabeza el pedido de extradición. Elmyr le explica a Orson que él no es un falsificador porque nunca copió un cuadro ajeno, lo único que hizo fue hacer cuadros “a la manera de”, y que jamás fraguó la firma de esos pintores al pie del cuadro (la otra seña del falsificador) porque él nunca firmaba sus cuadros: su firma era la falta de firma. “El nombre de un hombre no importa tanto”, dice Elmyr con sonrisa pícara. “Fíjense cuántos de los buenos cuadros en los museos no llevan firma”, agrega Orson mirando a cámara, con sonrisa aun más mefistofélica.
Orson hizo a su manera febril el documental, como todo lo que hacía en esa época: el estreno fue una catástrofe (de hecho, no lograría estrenar otra película más en su vida) y, cuando seis años más tarde intentó reestrenarla (y preparó un trailer delirante de nueve minutos, que le gustó tanto que se emperró en sumarlo a la película y terminó frustrando el reestreno), estaba tan obsesionado con su batalla de un solo hombre contra los caretas del cine que se olvidó de mencionar dos pequeños detalles ocurridos entretanto: el primero en 1976, cuando llegó finalmente a Ibiza el pedido de extradición de Elmyr y los guardias civiles que fueron a buscarlo a su casa lo encontraron muerto, con un frasco vacío de barbitúricos en la mano, y el segundo en los años posteriores, cuando las casas de subastas descubrieron con estupor que los Elmyr “a la manera de” (Picasso, Matisse, Modigliani, Vlaminck, Dufy, Van Dongen, Derain) levantaban año a año su cotización, silenciosamente: de quinientos dólares a cinco mil, y luego a diez mil, y luego a cincuenta mil, y cuando superaron los cien mil, a fines de los años ’80, las casas de subastas emitieron un comunicado anunciando que se abstendrían de vender más Elmyrs en el futuro porque habían empezado a aparecer en el mercado De Horys falsos que no les llegaban ni a las rodillas “a las falsificaciones auténticas del gran Elmyr De Hory”. Lamentablemente ni Orson ni Elmyr estaban ya en este mundo para disfrutarlo.
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