› Por Enrique Medina
Horrorizado, sentado ante la computadora, Cortázar le grita a Carol que acuda de inmediato porque está decidido a tirarse por el balcón. También horrorizada por oír lo que oyó, Carol, desde el otro dormitorio, donde ha terminado de ordenar la ropa que cargarán en el Volkswagen para el alocado viaje de un mes desde París a Marsella dentro de dos horas, responde con otro grito, pero alentador: “¡¿Qué dantesco drama perturba la vida de mi amoroso Lobo?!”, y apresurada se cae al tropezar con una silla que había olvidado volver a su lugar. “Me caí”, bronquea ella, agregando los insultos correspondientes. “¿Te lastimaste, Osita?” “Me da bronca haberme caído como una...”. Ríe Cortázar, “¡cumpliste con el papel asignado a todas las actrices que corren en las películas! Siempre son las mujeres las que se caen...” La Osita llega a su lado y lo abraza por la espalda. Desolado, el Lobo le muestra que en la pantalla de la compu hay una serie de carteles con admirativos avisando que de inmediato debe bajar programas antivirus porque la máquina se ha detenido abrupta y sin gracia supuestamente ad eternum. El cree que cayó en la trampa con alguna actualización trucha a la que le dio el OK sin darse cuenta y se jodió. Ambos se lamentan a dúo: ¡Justo ahora!... Ella pregunta sabiendo la respuesta: “¿Llegaste a pasar los archivos a la notebook?” El Lobo mueve la cabeza: “No, claro que no, ésta es la fatalidad, justo cuando lo iba a hacer...” Ella reprocha con dulzura: “Eso te ocurre porque siempre dejás las cosas para último momento”. “No peleemos”, ruega él. Se toman la mano y hacen cálculos inteligentes: A) dejar la compu y partir sólo con las dos notebooks como era el plan original. B) No desesperar y acudir al servis y rogar y pagar lo que sea. C) Llevarla con ellos y hacerla arreglar en el viaje. “Esto es lo más sensato”, dice ella. El se rasca la barba y pregunta afirmando: “¿Podemos atrasarnos unas horas?, voy al servis y listo, mucho lío no es, tenemos tiempo”. Ella lo llama a la realidad: “Es tarde, los negocios ya están cerrando, es viernes, haceme caso, dejala acá...” El comienza a desenchufar los cables: “Si salimos dos o tres horas más tarde no pasa nada o podemos salir mañana”. La Osita le recuerda que por la noche llegan familiares del campo a ocupar el departamento por el tiempo que ellos estén de viaje... El Lobo no sabe qué hacer. Ella le da un beso en la mejilla: “Haceme caso, dejala, o si querés la cargamos, pero no compliquemos las cosas ahora, ya deberíamos estar saliendo...” “Es que los archivos me son necesarios, esos textos son la base de la novela que escribiremos en el viaje en vivo y en directo, confiá en mí”. Cortázar busca el carrito que usan para el supermercado y acomoda la compu como puede. Ella le dice que la tape con algún plástico porque además está por llover. El pone alrededor las correas elásticas y cuando le va a dar el beso a la Osita antes de irse, ella decide acompañarlo. Bajan por el ascensor y arrastran el carrito por las veredas desparejas produciendo saltos y gritos de la pobre compu enferma. Entran al negocio. Hay gente. Esperan que terminen de pagar. En estos casos lo que es normal se transforma en un via crucis. El servis, un cronopio petiso y arrogante los reconoce pero sin alegría y con cierto desdén porque la estatura de Cortázar le ha metido en la cabeza que ese lungo sólo puede ser un viejo basquetbolista fracasado. La Osita recuerda que el detestable cronopio se llama Claudio o algo así. Se juega: “Usted es Claudio, ¿no?... ¿Sí?”, parece que acertó porque el cronopio no niega. Entonces ella despliega la seducción que Dios le prestó y cuenta la novela de su vida junto al Lobo, el viaje, que vienen parientes y por eso mismo debemos partir ya y además hay chicos y no hay tantas camas y son personas mayores y eso agrava el amontonamiento de gente, y le plantea el drama y el cronopio con cara de yo no tengo la culpa le dice que es imposible porque parece que el virus se las ha tomado con el barrio entero porque me acaban de llegar montones de compus. Y para comprobar que dice la verdad los lleva al fondo y les muestra un cúmulo de matracas latosas, apiladas como montañas después del terremoto. A Cortázar se le vuelve a bajar la presión, ruega: “Aunque sea sáqueme unos archivitos que me son imprescindibles”. La jeta del cronopio petiso es un estadio vacío. Ella decide caretear sin la mínima vergüenza: “Vea señor cronopio-Claudio, es que mi marido es un escritor famoso, se llama Julio Cortázar y...” El cronopio se nefrega: vea, acaban de venir diputados y artistas de la televisión, de verdad y conocidos, con el mismo problema, y yo tengo que ser justo con todos; por ahora usted está en la cola y deduzco que recién para dentro de una semana se la voy a tener arreglada; dígame su verdadero nombre y un teléfono y le aviso. El Lobo respira amigablemente, le promete regalarle, además del pago que sea, un libro autografiado. ¿Dos libros?, ¿tres?, “puedo escribirle un eslogan gratis para que ponga en el cartel de entrada, nos sacamos una foto juntos y yo lo abrazo como si nos conociéramos de siglos y juro poner su nombre y mi agradecimiento en las portadillas de mi próxima novela, que seguro será filmada, o sea que también le prometo poner su nombre en los títulos finales de la película...” El cronopio lo mira sobrador al Lobo: Ja, ¿en esas letritas que ni se pueden leer y que encima suben a los pedos? ja... El Lobo, como no le encuentra la punta al ovillo, reitera su condición de escritor popular, de cuentista de excepción y, además, jura que está dispuesto, de todo corazón, a escribir un relato de sus cronopios con el nombre de Claudio, y su apellido si me lo brinda, haciéndolo quedar como un personaje de excepción, y casi que ya se me está ocurriendo el título, sería algo así como Cronopio Claudio contra los corruptos antivirus, eh... El cronopio, con cara de poker gastado, le dice: se me hace que no le fue bien con el básquet, ¿ahora de qué trabaja usted?, ¿se siente frío allá arriba? ja... Sin pensarlo, ofendidísimo hasta el caracú, el Lobo Cortázar en lugar de decirle que un escritor labura 30 horas al día, le estrella el puño en la petisa jeta y lo arroja sobre la pila de compus. “¡Vos de cronopio, ni un corno, apenas si sos un pendorcho mal parido, petiso mal hecho!”. Urgente, la Osita calma al Lobo agresivo que ha quedado turulato por su desdichado proceder y al presente, culposo, va del otro lado del mostrador para ayudarlo a ponerse en pie. Asustado, el servis-pendorcho cree que el Lobo lo viene a rematar y busca camaleonarse entre las compus. Ella, pacifista, remolca a su Lobo, pide perdón por él y señala el camino de la prudencia. Cortázar y el carrito verdulero salen detrás de la Osita que, como toda buena mujer, inteligente, ha indicado la decisión más práctica: ¡Rajemos!... ¡Los denunciaré!, grita el cronopio-pendorcho, te voy a mandar la Policía Federal y la de Macri, chantún, si vos sos escritor yo soy Messi, ¡¡¡vos apenas si sos un fracasado jugador de básquet, garrocha con barba!!!... El Lobo y la Osita llegan a la esquina y cruzan la calle haciéndole pito catalán al semáforo guiñador justo cuando los truenos empiezan su concierto atonal. Llegan. Suena el teléfono. ¡¿Quién es?!... Estamos haciendo una encuesta sobre... Chupame el izquierdo, Cortázar cuelga con bronca. La Osita lo abraza. Toman un whisky. Suena el portero eléctrico. ¡Llegan empapados por la lluvia los invitados que cuidarán la casa! Besos, abrazos, recomendaciones y unos cafecitos. La Osita y el Lobo se despiden transportando la compu enferma. Bajan, y en la combi ya sin espacio libre, tratan de encontrarle un rincón seguro. El Lobo Cortázar escarba y descubre el estuche de su vieja máquina de escribir Olivetti-Lettera. “¿Y esto?”. La Osita le sonríe, levanta los hombros: “Sólo cábala, como siempre me decís que tus mejores cuentos los escribiste en ella, pensé que..., bueno, puede ser una garantía para este libro que haremos juntos..., hasta el final”. El Lobo se contrae, traga mal, casi lagrimea porque sabe que ella se refiere al viaje eterno para el que no es necesario tener reservas de gasolina. La besa largo. Y le dice: “Este beso me inspiró, ya tengo el título. Se llamará Los Autonautas de la Cosmopista”. Otro beso, corto. Se acomodan en los asientos. El motor arranca. Pegan gritos destemplados de alegría festejando el inicio de la aventura, “¡allá vamos, vida!”, y parten. Muy felices.
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