Martes, 22 de julio de 2014 | Hoy
Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona
UNO La canción (esa forma pública y melodiosa en la que más de una vez se traducen nuestros recuerdos más íntimos y desafinados) vuelve a Rodríguez con la fuerza inesperada de un boomerang que se arrojó décadas atrás y, cansado de esperar, se olvidó en el aire, pero de pronto...
La canción brota de los altoparlantes de un supermercado y se llama “New Lines on Love” y formaba parte del repertorio breve de una de esas bandas efímeras que tienen uno o dos hits y enseguida se separan. La banda –que Rodríguez escuchó tanto a finales de su adolescencia– tenía un gran nombre: Sniff ‘n’ The Tears. Una de esas bandas de la New Wave cantándoles con voz dylanosa a besos robados y a callejones en llamas y a bares en llamas y a solos de guitarras bien acompañadas y afiladas como navajas con las que grabar un corazón roto en un banco de estación de tren con rumbo a la gran ciudad y, si hay suerte, al olvido que se recordará una y otra vez en un nombre y en el nombre de una canción inolvidable. Sniff ‘n’ The Tears (Rodríguez lo googlea, mientras hace la cola para pagar) surgió a finales de los ’70, tuvo sus minutos de single de fama, se rompió, volvió a juntarse y ahí está hoy, reformada pero, seguro, obligada a tocar una y otra vez esas dos canciones de Fickle Heart, su primer disco. Una de ellas era “Driver’s Seat”. La otra, la que escucha y golpea ahora a Rodríguez, es “New Lines on Love”. Una que sepamos todos, sí. Una que le canta al no saber lo que a todos nos pasó o nos está pasando o nos va a pasar.
DOS “New Lines on Love” es una de esas alegres canciones tristes. La psicosis de ritmo marchoso con versos melancólicos donde abundan nobles lugares comunes; porque hay que ser muy original para convertirse en lugar común. Ya saben: chico solitario con el cheque de su paga semanal en el bolsillo y el corazón roto en el pecho, ganas de fumarse un cigarrillo pero los fósforos están mojados, y el fácil pero pertinente símil del amor como una partida de poker en la que una buena mano no te garantiza el salvarte de la peor de las garras. Toda caricia, se sabe, esconde la posibilidad de una bofetada. “New Lines on Love” es ahora, para Rodríguez, algo añejo y que no le sirve de nada salvo para tararear de memoria a ese que alguna vez fue él. Ahora, en estos días, lo que más escucha Rodríguez es “You and Me”, en el sombrío y brillante Everyday Robots de Damon Albarn. Una canción mucho más a tono con su presente y con su idea del sentimiento amoroso aquí y ahora. Una canción en la que también se camina a solas, pero arrastrando los pies. Y se le canta a algo que irradia el otro quien, invariablemente, te va a echar la culpa de todo. Una canción que es como una mezcla de dos canciones de The Beatles. Una canción que te explica que todo lo que necesitas es amor pero, también, que ni todo el dinero del mundo puede comprarlo. O sí. Pero por un rato. Por lo que dura una canción.
TRES Porque no importa lo que juren Dante o Shakespeare o Stendhal o Proust o Joyce o Nabokov o Bioy Casares o cualquiera de los (ir)responsables de esos engendros del neorromanticismo juvenil con títulos del tipo Si me preguntas si te quiero te pido por favor que antes de responderte me dejes consultar con mi brújula y mis padres y mi analista porque ya sabes cómo soy con estas cosas del corazón y... Tampoco es verdad que en el verano la gente haga más el amor porque tiene más tiempo libre (en el verano apenas hay más tiempo libre para no hacer el amor, Rodríguez da fe de ello). Y ya es ciencia, ya lo ha probado otro de esos estudios: el amor dura entre 18 y 30 meses. Luego el amor se convierte en otra cosa que no es exactamente amor pero, si hay suerte, se parece bastante al amor. Si no hay suerte, bueno, no se admiten devoluciones o cambios y se corre el riesgo de acabar como esos hombres que gustan de vivir convertidos en muñecas inflables y más detalles aquí, si se atreven: http://www.channel4.com /programmes/secrets-of-the-living-dolls. Y la otra noche Rodríguez vio por televisión una nueva adaptación al cine de lo que él considera la obra maestra a la hora de mostrar el amor juvenil como metástasis que todo lo arrastra sin necesidad de invocar al cáncer: Endless Love, de Scott Spencer. Y –si Rodríguez fuese editor– rescataría ya mismo esta novela publicada en 1979 y se haría rico, piensa, proponiéndola como encarnación sublime e insuperable de la pasión romántico-sexual para que las chicas suspiren más y mejor que con esos dulzores de Federico Moccia o Albert Spinosa que leen en los ratos libres que les quedan mientras escriben y envían mensajes con sus pulgares cada vez más desarrollados y con vocales y consonantes cada vez más ausentes. Ignorantes del hecho –otra de esas investigaciones– de que el uso de WhatsApp entre amantes ya ha provocado la ruptura entre 28.000.000 de amores supuestamente eternos que acaban sucumbiendo a las perspicacias y sospechas y celos y odios del yo te escribí y tú no me contestaste en el acto. En el acto que no es aquel acto donde uno se tocaba sino éste donde, apenas, se presiona con un dedo.
La nueva película basada en Endless Love es tan mala como aquella de Franco Zefirelli con Brooke Shields y con una canción romántica en la que Diana Ross y Lionel Richie se arrojaban suspiros y se decían cosas que nunca se oyeron en una canción de Sniff ‘n’ The Tears o de Damon Albarn.
CUATRO O cosas que no son de las que se habla cuando se habla de amor con la voz de otras voces. Voces célebres que no hacen otra cosa que componer variaciones en torno de la idea de que amar significa pedir perdón cada cinco minutos en ese “desierto de soledad y recriminación que los hombres llaman amor” (Beckett) y donde “se aprende a combinar el temperamento de un vampiro con la discreción de una anémona” (Cioran) para terminar descubriendo que “todos acabamos besando a la persona equivocada” (Warhol). Lo que a Rodríguez lo lleva a un lugar al que seguramente nunca irá. Al Museo de las Relaciones Rotas. En Zagreb, Croacia, aquí: http://brokenships.com/. Un museo que podría salir en una novela de Auster o de Murakami o de Millhauser para que nosotros entremos y contemplemos todos esos restos y ruinas de amor que ya no aman. Cartas y fotos y grabaciones y hasta hachas y, por qué no, canciones como “New Lines on Love”. Y, sí, el destino y encarnación final de todo amor tal vez sea ése, éste, piensa Rodríguez: ser una pieza de museo para ser exhibida dentro de una vitrina y al otro lado de una raya de la que nunca hay que pasarse. Algo a lo que se prohíbe tocar, que alguna vez movió al sol y a las estrellas y que ahora, para cuando por fin te animas a robártelo y recuperarlo, una voz en los altoparlantes –y no una canción– te informa que el museo cerrará sus puertas en quince minutos. Y que, por lo tanto, tienes que volver a ese lugar, ahí afuera, de donde ya nunca podrás salir.
(CERO A propósito de súbita re/actividad en la red de mi nombre, por las dudas, vuelvo a decirlo y a aclararlo: nadie que utilice el nombre Rodrigo Fresán –con OK o sin OK; en Twitter y alrededores– soy yo o alguien que se me parezca. No estoy ni estuve ni estaré ahí. Saludos y gracias.)
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