Lun 04.03.2002

CONTRATAPA

Corral

Por Antonio Dal Masetto
Ignoro su nombre. No me lo dijo, no se lo pregunté. Vamos a llamarlo Roberto. A lo largo de los últimos años nos cruzamos en algunas presentaciones de libros, en algunas exposiciones. En una oportunidad habíamos charlado unos minutos mientras mirábamos una pintura. A partir de ahí nos saludábamos e intercambiábamos un par de frases al volver a encontrarnos. La última vez, hace poco, el tema de nuestra charla no fue la pintura ni la literatura. Roberto resultó ser una de las tantas víctimas cuyos ahorros quedaron confiscados en los bancos con las recientes medidas económicas. De eso y de cierta pensión en la calle Estados Unidos fue de lo que me habló.
Me enteré de algunos datos de su historia. Roberto vino a la Capital a los 23 años, oriundo de un pueblo del sur de la provincia de Buenos Aires. No conocía a nadie y traía dinero como para sobrevivir unos días. Se metió en una pensión de la calle Estados Unidos e hizo lo que todo el mundo hace en esas circunstancias: compró el diario, recorrió los avisos clasificados y empezó a patear la calle. Al principio no le resultó fácil, desconocía los códigos, perdía tiempo en viajes en colectivos y esperas inútiles. Fue aprendiendo. Finalmente consiguió su primer trabajo, después pasó a otro y luego a otro, y así arrancó su historia de habitante de ciudad. Ahora tiene 57 años. La suya no había sido una existencia de grandes acontecimientos. Había convivido un tiempo bastante largo con una buena mujer. Se había ganado cuatro o cinco amigos fieles. Le interesaban los libros. Siempre había vivido en departamentos alquilados. Hasta que al cumplir los 40 años se propuso convertir en realidad el sueño de la casa propia. Había conseguido –centavo sobre centavo– juntar algunos ahorros. Se arriesgó y solicitó un préstamo hipotecario por el monto que le faltaba, y se lo otorgaron. Compró un departamento de tres ambientes, en una buena zona: Caballito, a 300 metros de la estación del subte. Fue pagando regularmente, sin tropiezos. Diez años después llegó el día en que saldó la última cuota y también llegó la noche en que se emborrachó un poco festejando con dos amigos.
Su último trabajo fue en un estudio de arquitectura. Estuvo ahí durante doce años. El año pasado el estudio bajó la cortina, aniquilado por la situación económica del país. Roberto quedó en la calle. Al principio salió a pelear la cosa con tenacidad. Pronto debió aceptar que encontrar trabajo era una posibilidad remota. Para colmo la edad le jugaba en contra. Insistió, ¿qué más podía hacer? Pasaron las semanas, los meses, y se le acabó la poca plata de que disponía. El futuro se perfilaba cada vez más negro, así que después de pensarlo y pensarlo optó por la única solución que le quedaba. Vendería su tres ambientes y se compraría algo mucho más modesto, en una zona más barata. Con un solo ambiente se podía arreglar. Calculaba que en el cambio lograría hacer una diferencia razonable. Puso el departamento en venta. No tuvo que esperar mucho, a las pocas semanas apareció un comprador. Mientras tanto había estado buscando el ambiente que sería su nueva casa. Tenía dos a la vista. Uno con mejor luz y mejor ubicación que el otro, pero costaba unos pesos más. Estuvo peleando el precio y esto lo demoró un poco. Para evitar correr riesgos depositó el dinero de la venta del departamento de Caballito en un plazo fijo a treinta días. Un amigo, cuya esposa estaba momentáneamente de viaje, le ofreció una cama hasta tanto Roberto concretara la compra. En esos trámites estaba cuando una mañana se levantó con la noticia de que ya no podría disponer del dinero que tenía depositado en el banco, que acababan de confiscárselo.
A partir de ahí se convirtió en uno más de los miles de humillados que penan en las interminables colas de los bancos. Tuvo que dejar el departamento del amigo porque la mujer ya regresaba. Ese día vagó al azar por la ciudad, se topó con la calle Estados Unidos y la recorrió buscando–vaya a saber por qué– la pensión donde había vivido de joven. La pensión todavía estaba, tenía el mismo nombre, probablemente siguiera perteneciendo a la misma familia. Tomó una habitación. Cuando estuvo solo, sentado en la cama, se dijo que después de tanto dar vueltas había terminado en el punto de partida y, en cierto sentido, prácticamente en las mismas condiciones del comienzo: sin trabajo, casi sin dinero en el bolsillo y con el mundo allá afuera que debía ser enfrentado. La gran diferencia era que ahora estaba por cumplir los 58 y –por lo menos en ese momento– no estaba seguro de que le quedaran suficientes restos de fuerza y esperanza.

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