› Por Rodrigo Fresán
UNO Rodríguez ya sabe qué libro va a leer en las vacaciones. Tiene 876 páginas, está firmado por Xavi Ayén y se titula Aquellos años del boom / García Márquez, Vargas Llosa y el grupo de amigos que lo cambiaron todo. Rodríguez se pregunta por qué boom sale escrito con minúsculas en la portada y ahí está, sí, la pareja dispareja pero complementaria de Gabo y Varguitas, cuando Barcelona era suya o ellos eran de Barcelona. Y Rodríguez ha escuchado y leído una y otra vez la historia. Uno de los mitos fundamentales de la ciudad mitómana. Aquí pasó todo, o al menos eso se desea y se cree y se crea y recrea: las alianzas y combates de los titánicos Balcells & Barral, la gesta en la sombra del prometeico Porrúa, las proezas de los dioses mayores llegados de tierras lejanas y las idas y vueltas de todo un Olimpo de deidades menores, semidioses, mortales y gente que andaba por allí. Pero nunca, como ahora, Rodríguez los tuvo a todos en un solo libro. La saga desmontada y vuelta a montar con talento y método por Ayén. La épica sin hagiografías, pero revisitada con dedicación sacra. Ahí, en la librería, Rodríguez lo abre por el final; por cómo el onomatopéyico Boom se acaba con otra onomatopeya, con un Punch. Por la brillante y precisa reconstrucción/autopsia que Ayén hace –con modales de C.S.I.– del puñetazo con el que el autor de Conversación en La Catedral derrumba al autor de Cien años de soledad, una noche en un cine del D. F. en el que se estrena la película que cuenta la true story de un puñado de rugbiers uruguayos cuyo avión hace no boom sino crash en los Andes. Y ya saben cómo sigue, cómo acaban devorándose a sí mismos para sobrevivir.
DOS Pero, en realidad, lo que cuenta el formidable libro de Ayén es otro mundo, otros tiempos. Un mundo que ya no es y en el que una novela aún era instrumento de cambio y revolución. O al menos eso y en eso se creía. Ya no. Ya no hay. Ya no se consigue. Y los sucesores y herederos y seguidores del fenómeno parecen más ocupados y preocupados por la imagen que por la letra; más entusiasmados por el envase de instantánea de puro grupo que por su contenido trabajado a solas; más interesados por ir a venderse al marketing que quedarse entregándose en casa.
Junto al libro de Ayén, Rodríguez vio otros dos ensayos narrando otras dos gestas literarias que, cada una a su manera, conectaban con el mismo aliento que impulsó al Boom. El primero, The Most Dangerous Book / The Battle for James Joyce’s Ulysses y es de Kevin Birmingham. El segundo, The Zhivago
Affair / The Kremlin, the CIA, and the Battle Over a Forbidden Book, está firmado por Peter Finn y Petra Couvée. Ambos coinciden en un Battle en sus respectivos títulos y, sí, en años en que los libros eran poderosas armas de construcción masiva, armas vitales y no mortales. Años en los que a nadie se le ocurría esa para Rodríguez estúpida y recurrente idea mundial –volvemos a “pensarla” en el 2018, ¿sí?– de formar las respectivas selecciones de los países con escritores nacionales en lugar de cada vez más internacionales jugadores de fútbol. Años en los que cada cosa iba por su lado y no se mezclaban los tantos y la literatura no era un deporte millonario de profesionales llorones, sino un hobby de sonrientes aficionados en el mejor sentido de la palabra. Años aún radiactivos y en los que, con todos sus dones, también puede rastrearse que es en ese Big Bang Boom (o en una mutación degradada de su cepa original) de donde brotan buena parte de los vicios y taras y compulsiones de la corporativa actualidad literaria de aquí y de allá, pensó en más de una ocasión Rodríguez, preguntándose cómo fue que lo convencieron de leer a ése o aquel supuesto heredero de todo aquello sin testamento ni voluntad que los legitime. Mucha alquimia y poca química para intentar reescribir y reeditar lo original con imitaciones fáciles mientras los descendientes en descenso se arrojan bombas para exterminarse. Del divino polvo venimos y al profano lodo volvemos. Ya en 1969, en la revista Los libros, el argentino Tomás Eloy Martínez vislumbra algo raro en la génesis respondiendo a la pregunta ¿Ustedes creen que hay un Boom?: “La palabrita me huele tanto a napalm de la sociedad de consumo que propongo formalmente donarla a un club de señoras para que la disputen como trofeo en un té canasta”. De ahí, ahora, una florida guerra marchita, un descorazonado entretenimiento de salón, un juego de rol entre tinieblas donde se gana o se pierde o, lo que es peor, ni siquiera se participa; porque nadie te abrió la puerta para ir a jugar al apocalipsis, ahora.
TRES De regreso en casa, Rodríguez sigue espiando en el libro de Ayén. El cuadernillo de fotos (barbas y bigotes que lucen mucho más antiguos de lo que en realidad son; como sucede con esas filmaciones de trinchera en la Primera Guerra Mundial o de saetas corriendo en estadios de césped sepia) y los dichos y hechos de sus boomers favoritos y más bien laterales. Así, el chileno José Donoso como el gran caballero perdedor más gris que oscuro (y autor de la hoy inhallable El jardín de al lado, la Gran Novela de la Derrota dentro el Boom). Julio Cortázar como el gigante juguetón que entra y sale de esa olimpíada porque a él le van más los deportes individuales. Y el antecesor Juan Carlos Onetti ya observando todo con una mezcla de sabiduría y asco. En el voluminoso volumen de Ayén (que a Rodríguez le gusta imaginar más que como Juego de tronos como a un film coral de Robert Altman donde todos hablan y escriben al mismo tiempo, ¿Boomville?; o como una película con escenografía de casa de muñecas y caza de muñecos de Wes Anderson, ¿Boomrise Kingdom?) Onetti aparece poco. Onetti es como una sombra profética que sabe, desde el principio, que toda Camelot que se alza está condenada a la caída (¿y quién es Arthur y quién es Lancelot y quién es Guinevere en ese final donde todo se viene abajo en un cine, en una escena de película?). Onetti –Merlín desde su lecho– dixit: “Los escritores se agrupan en generaciones para ayudarse ellos mismos. Después organizan las mafias” y “Los escritores se dividen en dos grandes categorías: los que quieren llegar a ser escritores y los que quieren escribir. A los primeros les aconsejaría que se apuren, porque un boom se caracteriza por su breve duración relativa. Los segundos no necesitan ningún consejo”.
Sabias palabras y, aquí y ahora, tantos intentos de clonación (de)generacional después, la onda expansiva del todopoderoso
Boom como lánguido eco que hace Pfff. No el sonido de una explosión, sino el ruidito de algo que se desinfla solo y a solas –en la más baldía de las tierras habitada por los hombres más huecos– para que alguien pregunte “¿Has oído eso?” y que alguien responda “¿Qué?” y enseguida agregue “No”.
Y “Ufff”, piensa Rodríguez –quien alguna vez saltó tanto con Rayuela, pero cada vez tiembla más con ese título perfecto que es La vida breve– y saca cuentas de cuántos días le quedan para poder acostarse a empezar ese libro que ya sabe cómo termina, cómo terminó, cómo no sigue, cómo sigue sin seguir.
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