Dom 21.09.2003

CONTRATAPA

La señorita y la pintura

› Por Juan Gelman

“Señorita, la amo profundamente, pero siempre amaré más a la pintura”, le dijo a Amélie Parayre poco después de conocerla. Henri Matisse se casó con ella y le cumplió. La fortaleza y la paciencia de esta mujer tienen que haber sido notables: soportó años al borde del hambre hasta que el gran pintor francés comenzó a vender sus telas y se tornó con el correr del tiempo en uno de los artistas más ricos del siglo XX. Abrió una tienda de venta de sombreros para mantener un hogar al que no tardaron en llegar los hijos. Pasaba noches difíciles leyendo libros, hasta que se durmiera, a un marido atormentado por sus búsquedas pictóricas. Siempre en segundo plano, en una ocasión tuvo que devolver un juego de sábanas recién comprado porque Matisse se había enamorado de una alfombra persa y no había dinero para todo. Es incierto, sin embargo, que fuera la gran mujer que –se supone– tiene detrás suyo un gran hombre.
El pintor necesitaba sentir y ver objetos bellos en su casa. Así lo describió Guillaume Apollinaire hacia 1906: “Barbado, amparando bajo los lentes de oro una mirada llena de astucia, Monsieur Henri Matisse vive tanto en París como en Collioure. Este ‘fauve’ es un hombre refinado. Le gusta rodearse de obras de arte antiguo y moderno, de tejidos espléndidos y de esas esculturas con que los negros de Guinea, Senegal y Gabón expresan sus pasiones pánicas con rara pureza”. Atrás había quedado el joven de melena “como la de Absalón” que empezó a pintar a los 20 años para no aburrirse durante un posoperatorio. Ahora usaba ropa de corte tradicional, algo insólito para las vanguardias parisinas del comienzos del XX, de las que Matisse formaba parte por derecho propio. Las recorrió casi todas –fauvismo, impresionismo, neoimpresionismo, puntillismo, otras–, siempre insatisfecho y siempre sorteando el desastre económico. Su sólida formación en el arte clásico le permitió rebasarlo y una obsesión inagotable lo convirtió en uno de los dos pintores europeos más importantes del siglo. El otro fue Picasso.
A diferencia del español, Matisse era hombre que reservaba su intimidad. Esto creó leyendas. Unas, sobre todo las francesas, lo pintan como un burgués arquetípico de costumbres y opiniones conservadoras y, por ende, menos renovador que Picasso. Otras lo presentan como un hedonista sin freno, gozador desbocado de mujeres. Es cierto que las primeras se sustentan en sus “Notas de un pintor”, publicadas en 1908, en las que declara el deseo de que su arte “sea tan sedante como un sillón”. También se pronuncia por “un arte equilibrado, de pureza y serenidad, carente de temas que perturben o depriman”, pero éste era más bien un consejo que se dirigía a sí mismo. Su biógrafa Hilary Spurling pasó años rebuscando en los archivos de todos los pueblos y ciudades que transitó o vivió Matisse, entrevistó prolijamente a familiares, amigos y conocidos del pintor, y lo describe como un ser depresivo, pesimista, sin confianza en sí mismo y en su obra. El descontento con lo hecho suele ser un gran motor de la creación. Matisse ganó fama pintando desnudos femeninos y su exposición en el Nueva York de 1913 motivó sacudones varios en una sociedad todavía puritana. Los críticos rebajaron a pornografía su denso erotismo, el público quemó reproducciones de sus cuadros en las calles y él mismo fue incinerado en efigie. “Por favor, digan a los estadounidenses que soy un hombre común”, rogaba a los periodistas. “Que soy un marido y un padre devoto, que tengo tres hijos preciosos, que voy al teatro, practico equitación, tengo una casa confortable, un lindo jardín, que amo las flores, etc., como cualquier hombre”. Cabe parafrasear lo que Raúl González Tuñón decía de los poetas: un artista es como cualquier hombre, pero no cualquier hombre es un artista. Un gran artista.
Matisse vivió su primer cuarto de siglo en la chatura lluviosa de Cateau-Cambrésis, donde nació en 1869, y de Bohain-en-Verdamois, cerca de la frontera belga, donde fue criado. Tal vez esto explique en parte su encandilamiento con las aguas y los cielos del Mediterráneo. A los 45 de edad se aisló en Niza y atravesó un período de pérdida de tensión en la obra. Pero siguió renovándose e insistió en el grabado, la litografía y la escultura. Su relación con Picasso estuvo signada en los años ‘30 por una rivalidad que movía al último a jactarse de que podía predecir cuál iba a ser el próximo cuadro del primero. Ambos roturaban un espacio propio y cada quien consideraba que el suyo marcaría el futuro del arte. Esa rivalidad dio paso a la amistad y la mutua admiración después de la Segunda Guerra Mundial. Por entonces, los dos cargaban búsquedas ardientes y no pocos años de vida en las espaldas. Les habrá pasado lo que Gabriel García Márquez asentó en la dedicatoria de uno de sus libros a un coetáneo incómodo: “A XX, ahora que estamos viejos y buenos”.

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