› Por Rodrigo Fresán
UNO Ya de pequeño se prometió a sí mismo que jamás volvería a entrar en uno. No hay sitios más siniestros y tristes que ésos, pensaba entonces. Pero días atrás, el no tener nada que hacer con su hijo (la rareza de un fin de semana sin un estreno de la Marvel), lo llevó a meterse, de nuevo, en uno. Y bastaron unos pocos minutos para darse cuenta de su error adulto y de su sabiduría de niño: los circos continuaban siendo lugares desesperados, sórdidos. Y, sí, hace ya un tiempo que Rodríguez siente que su vida y su país se han convertido en un circo. Y que a él, ahí, no le ha tocado el rol de domador ni de mago ni de hombre forzudo. No: en el Hispania Circus, Rodríguez es un payaso colgando sobre unos leones famélicos y al que le arrojan puñales a ciegas.
DOS Y el tipo de payaso que es Rodríguez, por supuesto, no es el Pennywise de It de Stephen King o el Twisty de la absurda y almodovariana American Horror Story: Freak Show o el Konrad Beezo de Life Expectancy de Dean Koontz o el verídico pero increíble animador de fiestitas y asesino de treinta chicos John Wayne “Pogo” Gacy. Tampoco es un Countdown Clown de Submarino amarillo o se parece al Krusty de Los Simpson o alguno de esos loquitos y callejeros payasos franceses que asustaron durante el último Halloween, cuando el formidable show de los drones espías planeaba sobre las centrales atómicas galas. No, para nada. Rodríguez es apenas un payaso triste. Un payaso que cuando era niño vio Freaks y El mago de Oz y más tarde se metió entre las lonas del Great Blue Nile y espió a Mr. Dark y a Dr. Lao y a Magnus Eisengrim y a Eisenheim y a los Binewski y a Madame Schreck. Un payaso que, está claro, tiene mucho pero muchísimo menos dinero que Ronald McDonald.
TRES A esta altura del espectáculo, Rodríguez es carne picada. Uno de esos payasos resignados a recibir pastelazos en serie y con ganas de gritar –como John “Hombre Elefante” Merrick– aquello de “¡Soy un ser humano! ¡Soy un hombre!”. Y todos se ríen de él y no con él mientras se arrastra por las despistadas pistas del circo ibérico y, ah, no olvidar que en Madagascar 3 esa caravana decadente de animales flacos era Made in Spain. Más helado que tibio consuelo: Rodríguez no es el único. Cada vez hay más payasos como él, muchos hipnotizados caligarianamente por ingenios tramposos (y protestando, luego de haberlo exhibido todo, por el manejo de su vida privada cada vez que se enteran de que los grandes hechiceros de Twi-tter y Facebook y Whatsapp y Google les van revelando, de a poquito pero sin pausa, que en realidad la entrada no era gratis), o por ilusionistas ilusionantes que invitan a los ilusos a subir al escenario, porque para el próximo truco necesitarán un voluntario. Millones de voluntarios. Y una vez ahí arriba, con los reflectores encima, los cortan por la mitad. Y los meten dentro de una caja. Y los hacen desaparecer.
CUATRO La procesión (de rodillas) va por dentro. Pero el circo (cada vez más grande) va por fuera. Así tenemos a Rajoy El Inmóvil, quien ha reconocido que “tendré que explicarme mejor que hasta ahora” sobre Cataluña y ha vuelto muy contento del G-20 porque allí todos lo felicitan por sus reformas mientras, quejoso, “en España hay mucha gente que tiene que cascarle al gobierno porque forma parte del mundo en el que vivimos”. Y, uy, el temor de que Rajoy se cruce en algún trasnoche con Mr. Smith Goes to Washington de Frank Capra y se juegue a comparecencia eterna leyendo de papeles de su puño y letra que ni él entiende. Al trapecista Pedro “PSOE” Sánchez que le diagnostica a Rajoy un “no le veo señales de vida inteligente políticamente”. Al formidable Artur Mas El Mayúsculo, experto en enigmas matemáticos donde la mayoría es la tercera parte. Al poderoso Pablo “Cirque du Soleil” Iglesias (y, de verdad, Rodríguez quiere que le guste; después de todo, su hija adolescente casi treintañera está enamorada de él y es mejor llevarte bien con tu yerno) del que ha aparecido un video de sus clases de Ciencia Política en la Complutense de Madrid donde instaba a sus alumnos a subirse a sus pupitres en plan La sociedad de los poetas muertos y, oh, ese ambiguo escalofrío que produce el sentir vergüenza ajena. Y, hey, los lanzallamas de la eterna Transición –González, Aznar y Zapatero– tan invisibles últimamente, ahora que desde Podemos se prometer terminarla por considerarla más transa que otra cosa. Y la súbita manifestación del mesmérico Pequeño Nicolás. Y esos números cómicos –los castings estilo Gran Hermano del Partido Popular para suplantar a sus alcaldes corruptos y dimitidos– donde los candidatos son sometidos a un interrogatorio compuesto por preguntas del tipo “¿Te dedicas a la política por dinero?” o “¿Tienes cuentas en el extranjero?” Y, finalmente, “¿Hay algo más que nos puedas decir para saber que has dicho la verdad?”, a lo que una postulante responde con un “Más que deciros, voy a mostraros lo que soy. No te voy a decir que soy un perro judío, que no lo soy”, para enseguida pedir disculpas por haber utilizado una expresión “muy madrileña” y, no importa, todo bien, el puesto es tuyo. Y –ya que estamos en tema– acaba de saberse que España no contribuyó al Fondo Internacional y Perpetuo para la conservación de Auschwitz como museo-recordatorio de lo sucedido cuando los freaks nazis tomaron el poder. ¿Por qué? ¿Porque no hay allí aeropuerto fantasma que mantener? ¿Por qué no es calatravesca Marca España? Porque parece que “la naturaleza de la fundación dificulta el encaje jurídico para otorgarle una ayuda económica”. Y, de acuerdo, tal vez le correspondería sólo a Alemania pagar por su culpa y su memoria pero... En cualquier caso, recuerden, “El trabajo os hará libres” y el abracadabrante prodigio del BBVA que propone que se descuente un porcentaje de los sueldos (ocho días por año trabajado) para ir llenando una “mochila” que financiará el eventual despido y disparo del trabajador desde un cañón y, presto, si no te despedimos te lo devolvemos cuando te jubiles, cada vez más viejo, como esos animales cansados y flacos que te miran desde dentro de una jaula pensando y sin poder decirte que, al menos, ellos sí pueden ver los barrotes.
CINCO Hay noches en las que, antes de cerrar los ojos, Rodríguez podría jurar que imagina la cabalgata de esas écuyères que son la Infanta Cristina en la cuerda floja y la tonadillera Pantoja en su jaula dorada y la Duquesa de Alba y Extra Grande de España ascendiendo a los cielos. Y que tiembla ante el numerito montado y montante de Los Romanones, troupe de sacerdotes pederastas de Granada. Y que escucha esa musiquita acelerada y enloquecida, como brotando de las tripas de un órgano, invitando a damas y caballeros al pasen y vean. ¿Brota esa música desde detrás de las paredes o surge por entre las lonas gastadas de su cerebro? No. Tal vez le llegue desde el principio de su función, en blanco y negro, cuando Gaby y Fofó y Miliki y Fofito le aullaban eso de “¿Cómo están ustedes?” y –obediente y convencido, como si se creyese las cifras de recuperación económica de esa carpa que es su país donde sobra circo y falta pan– el payasito Rodríguez respondía: “¡Bieeeeeeeeeeeeeeeen!”.
Donde había una vez un circo, un circo sigue habiendo.
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