› Por Hugo Soriani
Carrizo, Ramos Delgado y Echegaray, Sainz, Cap y Varacka; Onega, Pando, Artime, Delem y Roberto. Es la primera formación de River que recuerdo, de mediados de los sesenta, cuando a los ocho años empecé a acompañar a mi padre a la cancha todos los domingos que jugábamos de locales.
Ibamos a la San Martín alta y en ese entonces no existían “los Borrachos del Tablón”, ni la “Banda del Oeste”, ni el porro, ni la merca. Existía sí la cerveza, que en ese entonces no era “la birra” y ni se notaba en esa tribuna roja y blanca, donde mi padre orgulloso me hacía agarrar la punta de la inmensa bandera que desplegaba la hinchada, ahí en medio de esa tribuna, en el corazón del gallinero. No tengo un sólo recuerdo de violencia, más bien lo contrario, varias veces fui alzado en brazos de algún grandote para ver la salida del equipo, en esa fila india que siempre encabezaba el inolvidable Amadeo Carrizo que, con su buzo violeta, gris o amarillo fuerte, de cuello con botones, fue vanguardia hasta en la manera de vestirse, aunque luego el Loco Gatti haya pretendido eclipsarlo.
A ese equipo se fueron sumando luego otros nombres: el Indio Solari, Daniel Onega, el hermano del gran Ermindo, Sarnari, Pinino Mas y hasta el uruguayo Matosas, el que fue comprado por la friolera de treinta y tres millones de pesos, record para la época y tapa de los diarios de aquellos años. El uruguayo, que era un crack de fina estampa, culto y concertista de piano, tardó en amoldarse a ser el “seis” de la banda roja. Empezó mal, lento, a destiempo, flojo en la marca, hasta el punto que desde la San Martín, siempre tan exigente, llegamos a cantarle “Matosas/Matosas/ andá a patear baldosas”. Con el tiempo tomó confianza y también llegó a ídolo, por su categoría y nunca por la famosa “garra charrúa”. Roberto era incapaz de pegarle una patada a nada que no fuera la pelota.
El rito de ir a la cancha con mi viejo comenzaba a la mañana temprano. Escuchábamos la previa en el patio de nuestra casa de Almagro con una radio Spica, ahora convertida en objeto de culto, y el almuerzo era temprano, para llegar a ver también el partido de Reserva. Este funcionaba como preliminar y nos servía para ubicarnos en algún sector bueno de las todavía despobladas tribunas. La multitud llegaba cuando promediaba ese partido y nosotros ya teníamos nuestros lugares en esas gradas de cemento que no tenían butacas, donde el culo se raspaba sin remedio y donde la esperanza era poder ver el partido sin pararse nada más que para gritar los goles. Muchas tardes de grandes clásicos me conformé con verlo por los resquicios que dejaban las piernas o las espaldas de los otros, porque mi viejo no podía tenerme alzado todo el tiempo y no siempre había vecinos solidarios.
Pero nunca me quedé sin mis “Chuengas”, esos masticables caseros que hacía un tipo de remera a rayas como la del capitán Piluso al que todos llamaban “Chuenga”, igual que sus caramelos. El tipo era una leyenda y se llegó a decir, cuando ya no se lo veía, que se había hecho millonario y vivía en un “palacete” de Belgrano R. La hinchada lo adoraba y manos generosas hacían cadena para hacerle llegar las monedas y entregar los caramelos, que eran un puñado a discreción que don Chuenga medía con el puño, según su humor y la cantidad de monedas recibidas. Jamás oí ninguna queja, la voluntad de Chuenga no se discutía.
“La voz del estadio” se escuchaba en profundo silencio, porque era la forma de confirmar las formaciones de los equipos, dato que a veces no tenían ni los relatores de radio, “la Voz...” era la única capaz de develar el misterio.
Cuando mejoramos nuestra posición en la cancha y sacamos dos abonos en la Platea Colonia, durante el entretiempo se miraba el río, mientras los parlantes del estadio pasaban el comercial que aún resuena en mis oídos: “Si su piloto no es Aguamar/No es impermeable le puedo asegurar...”. Y si no habíamos llevado la radio, averiguábamos los resultados de los otros partidos mirando el famoso tablero con letras y números que eran “la clave del Alumni”, revista que se compraba antes de entrar a la cancha, casi con ese único fin.
Cuando cambiamos la Spica por la Noblex Carina, toda de cuero, más grande y con mejor sonido (la FM no existía), fuimos los reyes de la tribuna, y todos acercaban sus orejas a la radio que mi viejo llevaba orgulloso cuando había que aclarar quién era el autor de un gol o cualquier alternativa dudosa. Ya existía el Gordo Muñoz, que todavía no justificaba el genocidio, porque era la Argentina de Illia y luego de Onganía, el general que había llegado “para quedarse veinte años”.
Mi padre, militar hasta la médula, criticaba que los jugadores saltaran a la cancha corriendo y haciendo piruetas. “Deberían salir en fila de a uno, casi marchando, con la frente bien alta y derechitos como estaca”, decía con voz marcial, y nuestros compañeros de tribuna no se atrevían a discutirle. “Son soldados”, remataba el Capitán, a quien habían pasado a retiro temprano, por gorila. El hubiera sido feliz viendo salir a los equipos en los actuales campeonatos mundiales: ambos equipos juntos, en fila india y “derechitos como estacas”.
El regreso era eufórico o callado, según hubiera sido el resultado del partido. Con la Carina a todo volumen si habíamos ganado o apagada si perdíamos.
Nunca escuché a mi viejo elogiar a ningún jugador “bostero”, ni siquiera a Marzolini o al inolvidable Rojitas. Para él vestir la camiseta de Boca era una vergüenza e imposible que ningún jugador de categoría se la pusiera. “Son todos matungos”, decía.
Tanto nos divorció la política que al final faltamos diez años a la cancha. No por nuestras diferencias, sino porque yo fui preso político de la dictadura. En sus visitas a la cárcel discutíamos hasta la pelea por nuestras convicciones tan distintas, pero siempre terminábamos abrazados en el amor común a la banda roja.
Terminada la dictadura, volvimos a festejar juntos la Libertadores del ’86, con ese famoso gol del Búfalo Funes. Mi papá murió tres años después.
Ayer hubiera elogiado a Ponzio, por su garra, hubiera creído de nuevo en Barovero, hubiera puteado a Rojas “porque es bueno pero amargo”, hubiera seguido con la duda de si Funes Mori sí o no, hubiera gritado a morir el gol de Pisculichi y hubiera tratado de convencerse de que Teo Gutiérrez es un fenómeno, aunque “debería haber hecho la colimba” para “corregirse”.
Ayer festejé el triunfo junto a mis dos hijos, como en otro momento lloré con ellos el descenso. Nunca somos tres, siempre, siempre, el Capitán está a nuestro lado.
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