› Por Rodrigo Fresán
UNO Entra Rodríguez y ahí, en el salón de su casa, todos lloran. Lloran su mujer y su hija y su hijo y, en la pantalla del televisor encendido, todos lloran a las puertas de un bar, bajo la nieve, frente a cámaras de noticieros. Lo primero que piensa Rodríguez, al ver a su familia, es en quién se murió. ¿Se habrá muerto él y –enter ghost– M. Night Shyamalan se olvidó de contárselo? Está claro que no; porque Rodríguez no parece ser invisible para los suyos (que lo ven y le señalan el televisor y emiten ruidos mocosos) o, al menos, sigue siento tan parcialmente invisible como de costumbre.
Lo que sucede es que se está emitiendo el nuevo aviso de la Lotería de Navidad.
Y todos lloran.
DOS Lo que no es raro y es coherente: las Navidades, siempre, han estado marcadas a fuego y a frío por las lágrimas y el dinero y la posibilidad de un milagro que lo cambie todo para bien. Sucede en Cuento de Navidad de Charles Dickens y pasa con Qué bello es vivir de Frank Capra. Los responsables de la publicidad del Gordo tardaron lo suyo en comprenderlo pero, por fin, lo tienen claro. De acuerdo, están todos los preliminares al orgasmo: las colas frente a la supuestamente afortunada agencia Doña Manolita; el entrenamiento vocal de los tradicionales niños del colegio San Idelfonso, responsables de cantar la cifra mágica; la puesta a punto de ese artilugio dorado donde ruedan todas las bolas numeradas con inequívoca estética de maquinaria diabólica y victoriana diseñada por un amigo del profesor Moriarty; y el encendido de las luces en calles cada año más apagadas. Pero la pieza clave es el anuncio televisivo. Junto a los famosos importados para promocionar las temporadas de El Corte Inglés y las burbujeantes chicas de Freixenet à la Esther Williams & Busby Berkeley, el anuncio de la lotería navideña es un clásico catódico del que todos hablan. Y ahora –por fin, después de tantos años, ya era hora, todo llega– del que todos lloran.
TRES Y conseguirlo no fue sencillo para una costumbre curtida, que viene desde los tiempos de Carlos III, y que fue una astuta maniobra para llenar las arcas del Estado sin necesidad de andar lanzando nuevos y antipáticos impuestos. Con igual espíritu navideño, el actual ministro de Hacienda decidió hace un par de años que el 20 por ciento de todo premio superior a los 2500 euros sería patriótica y obligatoriamente donado por el afortunado con el grito de “¡Viva España!”. Y todos felices y a esperar el nuevo spot que ya está aquí. Pasaron por ahí el llamado “Calvo de la Lotería”, quien entre 1998 y 2005 invocaba a la suerte con música de fondo cortesía del soundtrack compuesto por Maurice Jarre para Doctor Zhivago de David Lean que, a no olvidarlo, fue filmada casi en su totalidad entre Madrid, Soria y Salamanca. En el 2006, El Calvo fue eyectado y se optó por un slogan profético de la crisis que se venía: “Es lo que toca”. En el 2007 –mientras las masas clamaban por el retorno de El Calvo– se optó por un consolador, pero incierto “La suerte es de todos”. Y el 2008 ya sólo se ofrecía un “Anímate”. El “Hay muchas Navidades” del 2009 no animó a nadie, para el 2010 ya se había caído de lleno en el paganismo de una Diosa Fortuna y, en el 2011, en un remedo de Charlie y la fábrica de chocolate. El 2013 fue el aterrorizante spot –una suerte de Spanish Horror Story donde los copos de nieve se confundían con las escamas de caspa– en el que los aulladores y ululantes Marta Sánchez, David Bustamante, Niña Pastori, Raphael y, muy especialmente, Montserrat Caballé provocaron pesadillas a granel en niños y adultos. 2014, por fin, es el año de ir a llorar al Bar Antonio y rogar porque te toque un incorrupto y azaroso sobre.
CUATRO El lema es ahora “El mejor premio es compartirlo” y el género al que pertenece –los mellizos publicistas y argentinos Bebe y Nene Fagliacce Stein ya se lo habían comentado y diagnosticado a Rodríguez hace unos días, con una mezcla de orgullo patriota y furia por la usurpación– es el “sentimentalismo épico”. Ya saben: esas publicidades argentinas donde se busca la emoción contando historias sencillas y anónimas con una húmeda voz de fondo en busca del lagrimón cómplice. La familia de Rodríguez –está más que claro– ha respondido refleja y automática y pav-lovianamente al asunto. Todo un éxito. Y ya lo saben todo acerca de la cuestión. Que se rodó en un bar llamado La Muralla, en la esquina entre el Paseo Talleres y la Calle Acebes del barrio La Incolora, de Villaverde Alto, distrito 17 de Madrid, y que a Rodríguez le recuerda otra esquina navideña: la de la tabaquería Augustus “Auggie” Wren en el film Smoke de Wayne Wang y Paul Auster. Que los dueños reales son voluntariosos inmigrantes colombianos y se llaman Margarita y Hernán. Que son multitudes las que ahora acuden allí para comprar su décimo para ver si la ficción se hace no-ficción. Y que son nueve las historias/spots que se filmaron en el bar y que se irán estrenando de aquí hasta el sorteo del 22 de diciembre (e incluyen a un villano que es como el pariente lejano y barrial de aquel desahuciador Mr. Henry F. Potter atormentando al buenazo benefactor de George Bailey) y que ya se pueden ver aquí: http://elbardeantonio.es/
Y, por supuesto, ya se han servido grandes parodias: http://blogs.elpais.com/verne/2014/11/parodias-loteria-navidad-youtube.html. Pero a Rodríguez le alcanza y sobra con la primera, con la que todos comentan y lagrimean y que apela a uno de los miedos más primitivos del ser humano: el de quedarse fuera de la fiesta. El bar da el punto justo de lugar común pero especial. La canción de fondo –“Glacier”, del hasta ahora desconocido irlandés James Vincent McMorrow pero, seguro, ya preguntándose por qué cuernos de golpe empezó a vender tanto en España– tiene el grado exacto de lamento y epifanía a lo Anthony (¡otro Antonio!) y Bon Iver (¡más invierno!) que tanto gusta a los espíritus sensibles y biempensantes. El casting –analiza Rodríguez– es impecable: el robusto y simpático Antonio y la pareja madura con un aire elegante pero, también, con clara fatiga de materiales en sus rostros. El tempo narrativo es preciso y la actuación es perfecta. Y –acaso lo más importante– la nieve en la calle y el frío en el aire parecen de verdad. Y lo que allí se cuenta es sensiblero y manipulador y vendedor y Rodríguez predice que este año se van a vender más billetes que nunca en el nombre de la ilusión pero, también, del miedo. Y se fortalece la idea de que la salvación sólo puede caer del cielo, por azar; y si cae en el bar de todos los días, mejor aún, joder.
Lo que no quita que –sale corriendo a comprar un décimo– Rodríguez no esté llorando sin saber muy bien por qué y teniendo perfectamente claro a qué se debe. Y no le gusta mucho estar llorando por un aviso de una lotería.
Lo último que se pierde es la ilusión y, a veces, se gana.
Pero casi nunca, porque casi siempre, ganan otros.
Y –a no engañarse– es por eso por lo que se llora.
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