Sáb 04.10.2003

CONTRATAPA

O títeres o protagonistas

› Por José Pablo Feinmann

¿En qué momento y por qué la sombra de Shakespeare atraviesa la vida de algunos hombres y los emborracha de grandeza? El momento puede ser cualquiera. Pero, casi siempre, es ése en que una coyuntura abre una hendija en lo imposible y el sujeto del drama se dice: “Ahora o nunca”. Esto que llamo la sombra de Shakespeare es el acto por el cual un sujeto decide hacer una gran historia, un gran drama o hasta una tragedia con su vida, trocando sus días uniformes, tramados por la calma siempre gris de lo cotidiano o de lo conocido (lo ya-hecho, lo ya-vivido) por el acontecimiento de lo nuevo, lo inesperado, lo impensado y hasta lo imposible. La sombra de Shakespeare es la maldición de la grandeza. Todo es descomedido en las historias isabelinas. Hasta la duda de Hamlet es una pasión sin límites. O los celos de Otelo. O la ambición de Lady Macbeth. O los crímenes de Ricardo III. Son sujetos que se animan a transitar o a incursionar en los límites de la condición humana. Hay una vieja discusión entre teólogos y filósofos. Gira, coherentemente, en torno de Dios. Los teólogos dicen que no se accede a Dios desde la razón. Los filósofos, que lo saben, dicen dos cosas. Algunos, sin más, dicen que no creen en Dios, que no pueden creer en algo inaccesible a la razón –o, si se prefiere, al pensamiento– y que se van a concentrar en otros problemas. Habitualmente recrean a Dios por medio de sus formas alternativas habituales: la Historia, la Ciencia, la Revolución, el Mercado. Otros, Karl Jaspers por ejemplo, proponen otra vía, que mezcla las posiciones. Hasta cierto momento la razón puede acercarnos a la fe. Pero no llevarnos a ella. Aquí Jaspers introduce la Teoría del salto. Toda forma de fe implica un salto. El salto de la razón hacia la fe. Hay un momento en que, si se quiere avanzar, la razón no alcanza, ya que se empeñará en señalar lo imposible, las fronteras, los límites. Ahí, entonces, la fe exige el salto. No hay mediación entre razón y fe. En cierto punto surge un abismo. Nada racional demostrará que eso existe, que es posible, que puedo acceder a su ser, ser parte de él y hasta hacerlo mío y hasta modificarlo. Tengo que saltar. Ese salto es lo que llamo la sombra de Shakespeare. Nada me asegura nada. Todo lo “racional” me demuestra que mi sueño es imposible, que es una “locura”, ya que si hay algo que la razón se empeña en denunciar es la “locura”. Ahí, entonces, salto. Sin red. Sin racionalidad debajo. Salto hacia el universo shakespereano, el de lo absoluto, lo desmedido, el de la grandeza. ¿Qué es lo que me llevó a saltar? La fe. La fe de que el salto era posible, que valía la pena, que modificaría mi vida, que le daría una excepcionalidad sin la cual no merecería ser vivida; no, al menos, como yo deseo vivirla.
¿Por qué digo todo esto? ¿Por qué Shakespeare, la razón, la fe, Jaspers y el salto? Porque ésta es la hora de América latina. No quiero ponerme a decir el transitado “ahora o nunca”. Digamos algo más preciso, más triste: “Ahora o si no, dentro de mucho tiempo, vaya a saber cuándo, acaso alguna vez, pero lejos”. Cuando una gran oportunidad se pierde (por cobardía histórica, posibilismo, excesiva “racionalidad” medrosa), la próxima se retacea, se esconde, y su dilación nos humilla y esa humillación nos hace pequeños y de la pequeñez nada sale, nadie salta. Veamos: la caída de la bipolaridad ya no fortalece al Imperio. Las filosofías post agonizan. El triunfo de las democracias liberales se hunde en la ineficacia, la miseria planetaria, las guerras “preventivas”, la colonización-imperial empantanada. Surgen “polos” por todas partes. Rusia es un polo. Oriente medio es un polo, y qué polo. Europa es un polo. América latina otro. A la célebre frase con que Hardt y Negri comienzan su libro Imperio (“El imperio se está materializando ante nuestros propios ojos”) le opondremos otra: “El Imperio se está desmaterializando ante nuestros propios ojos”. La globalización no globaliza. La totalidad-totalitaria del Imperio nocierra. Estados Unidos está empantanado en Oriente medio. Y los únicos que encarnan la condición prepotente del Imperio son los banqueros y sus organismos de acción. Ese capital terciario, desterritorializado, informático que vive exigiendo a los países periféricos el pago de una deuda que los señala a ellos como cómplices de los delincuentes que la contrajeron. América latina tiene que pasar a la ofensiva. Argentina, por ejemplo. Cuando asumió la dictadura de Videla (uno de los hechos históricos más aberrantes en el campo de los derechos humanos) la “deuda” era de 7.800 millones de dólares. Cuando asumió Alfonsín llegaba a 43.600. En suma, el Fondo Monetario y los otros “organismos financieros internacionales” le entregaron a la Junta argentina (a la que Primo Levi, en “Los hundidos y los salvados”, califica como “imitadora” de Auschwitz) la obscena suma de 35.800 millones de dólares. ¡A casi menos de 24 hs. de instalada la Junta el Fondo ya le había otorgado un crédito stand by de 300 millones! Muy bien, seamos, ahora, coherentes, demos el salto, es el momento de hacerlo. El Juez Garzón podría ayudar. También los organismos de derechos humanos de nuestro país. Hay que hacer una exhaustiva, detallada lista de todos aquellos que entregaron esos 35.800 millones de dólares para la masacre de un pueblo. Son cómplices de esa masacre. ¿No sabían a quiénes les prestaban ese dinero? Hay que juzgarlos con el mismo rigor con que se juzga a los asesinos. O sea, no sólo no pagar esos 35.800 millones y sus malditos intereses sino ir más allá, pasar a la ofensiva. Estamos empeñados en globalizar la Justicia. Es un signo de los tiempos. Así las cosas, desde la Argentina sostenemos que tanto han violado los derechos humanos los torturadores de la ESMA como los financistas que dieron el dinero para fortalecer el poder militar. ¿Cómo se atreven a reclamarnos esa “deuda”? Son ellos los que nos deben a nosotros. Pero no dinero. Algo mucho más grave. Nos deben la explicación de su aberrante complicidad. ¿Ignoraban la masacre argentina? ¿Qué clase de malnacidos fueron quienes pusieron en manos de los verdugos argentinos nada menos que 35.800 millones de dólares? A ésos, nada. Los deudores son ellos. Son como los Krupp, como Henry Ford, como la Siemmens, como la General Motors, como la Standard Oil con Hitler. Ni más ni menos. Negocios no siempre son negocios. Ese capital que entró al país fue cómplice de la matanza. Los verdugos necesitan dinero. Hasta una picana eléctrica tiene un costo. Los financistas de los verdugos son tan asesinos como ellos. En resumen, urgente listado de esos capitales y enjuiciamiento por gravísimas violaciones a los derechos humanos a quienes los entregaron. Un mecanismo semejante se puede hacer aquí, internamente, con el dinero de la corrupción. Toda la ciudadanía sabe que una clase político-empresarial ligada a los negocios impúdicos y aún impunes del menemismo empobreció al país. Hay, ya, que elegir tres de esas fortunas delincuenciales. No voy a dar nombres. Pero supongo que cualquiera piensa en María Julia Alsogaray o en ese señor tan pintoresco y algo excedido de peso que responde al nombre de Gostanian. Ese dinero, el Estado nacional (previo juicio y castigo de los depredadores) lo incauta y lo destina a paliar el hambre en el gran Rosario, en el conurbano o a crear fábricas y fuentes de trabajo. Esto no es economía, es política. Pero tendría un apoyo mayoritario implacable por parte de la ciudadanía. ¿Por qué no hacerlo? ¿Qué nos puede pasar? ¿Nos van a invadir? ¿Nos van a misilear como a Irak? No, ejercemos la defensa de los derechos humanos y la lucha contra la corrupción. Aquí, entre verdugos y corruptos hundieron al país en el hambre, en la miseria, la indignidad y el desaliento. Es hora de revertir todo eso. Y es posible. Recuperando (o no “pagando”) la plata que los banqueros internacionales dieron a los verdugos y derivando algunas (o unas cuantas) fortunas de la corrupción al hambre y a las fuentes de trabajo, el pueblo argentino (que tiene sed de algo nuevo, algo que le devuelva un poco de la dignidad perdida) podría sentir el júbilo de una alborada. Pero esto requiere coraje, imaginación y esa grandeza algo demencial de la sombra de Shakespeare. Alguien me contó (y el que me lo contó estaba muy bien informado) que Kirchner le dijo a Lula: “O somos dos títeres más o hacemos historia”. Frase que nos incluye a todos.

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