CONTRATAPA
Fantasmas en el paraíso
› Por Leonardo Moledo
Mr. Otis se despertó a causa de un extraño ruido en el pasillo. Estaba muy tranquilo y se tomó el pulso, que no mostró trazas de estar alterado. (...) A la pálida luz de la luna vio ante sí un viejo de aspecto espantoso. Sus ojos eran rojos como ascuas encendidas (...) y de sus muñecas y tobillos colgaban pesadas argollas y cadenas mohosas.
–Mi querido señor –dijo Mr. Otis–, le ruego encarecidamente que engrase esas cadenas y le he traído al efecto un frasquito de Lubricante Sol Naciente de Bammany. Tiene fama de ser completamente eficaz con una sola aplicación.
(...) Por un instante, el fantasma de Canterville permaneció inmóvil, presa de la natural indignación.
Oscar Wilde, El fantasma de Canterville
Los fantasmas no tuvieron en Occidente la misma suerte que en China, donde aún hoy son –pese a las décadas de comunismo– un lugar común de la cultura popular. Desde ya, mucha gente cree y vive aterrorizada por los fantasmas, pero la tradición europea no es firme; recuérdense si no las vacilaciones del propio Shakespeare a la hora de poner en escena al fantasma del padre de Hamlet, que, de ser visible para todos (Horacio, Marcelo y Bernardo), deja de ser visible en la violenta escena que Hamlet le arma a su madre con el noble propósito de sentar un precedente edípico y librarse del molesto Polonio.
No le va mejor al fantasma de Canterville cuando se enfrenta con el corrosivo escepticismo norteamericano, inmune al terror (aunque no al terrorismo), e incólume a las amenazas sobrenaturales del espectro de Sir Simón de Canterville. Hasta cierto punto raro, si se tiene en cuenta la ingenuidad con que “creyeron” la historia de que Irak tenía armas químicas o los resultados de una encuesta que en su momento hizo Gallup, en la que se revelaba que uno de cada cuatro norteamericanos cree en los fantasmas, y uno de cada diez está convencido de que alguna vez estuvo en presencia de un fantasma vivito y coleando, si es que tal cosa se puede decir de un fantasma.
Lo cual no expresa más que cierto anhelo por lo sobrenatural y la envidia por aquellas culturas que conviven con los fantasmas cotidianamente: apenas una casa da señales de estar embrujada y apenas sus habitantes afirman que vieron moverse cajones y volar objetos, estilo “poltergeist”, camarógrafos y cazafantasmas se precipitan a registrar cualquier cosa que sea registrable, interviene la policía y no faltan los grupos de escépticos militantes que señalan que las fotos no muestran nada, y que los fenómenos paranormales tienen la curiosa propiedad de producirse justo cuando no hay nadie para presenciarlos.
Tanto escándalo no hace sino mostrar que el fantasma occidental –cubierto o no de sábanas de Holanda e inmerso en ectoplasma, una sustancia parecida al éter o al flogisto, pero además pegajosa– sigue siendo una rareza, lo cual nos deparó los demonios interiores, los Demonios de Dostoievsky y el psicoanálisis entre otras cosas. La caza de brujas, que arreció en los siglos XVI y XVII, y que fue un verdadero genocidio, cuyas víctimas se cuentan por decenas o centenares de miles (y hay quienes sostienen que llegaron a ser un millón), puede haber contribuido al escepticismo occidental.
La verdad es que los fantasmas nunca habían sido abordados seriamente hasta que el físico Donald A. Wright enfocó sobre ellos toda la artillería de la ciencia moderna en un divertido artículo en el que –hace ya más de treinta años– hizo un minucioso análisis de las propiedades físicas que debería tener un fantasma, considerándolo como un mero sujeto empírico, sometido a las leyes y condiciones del mecanicismo newtoniano.
Partiendo de algunas habilidades básicas de los fantasmas, por ejemplo la capacidad de atravesar paredes, dedujo que los fantasmas tienen propiedades ondulatorias. Y usando la propensión fantasmal a permanecer confinados en castillos o casas embrujadas, Wrigth estima su longitud de onda.
Con rstos datos, las propiedades que la mecánica cuántica asigna a ondas y partículas, permiten calcular fácilmente el peso y la masa de los fantasmas. El resultado es impresionante: apenas un millonésimo de billonésimo de billonésimo de millonésimo de gramo, mucho menos que la de un electrón.
El problema con esa masa es que basta una cantidad de energía realmente ínfima para conferirle una velocidad de hasta un 70 por ciento de la velocidad de la luz. De lo cual resulta que la única manera de observarlos es con poca luz, ya que todo objeto iluminado recibe una presión por parte de la luz que aceleraría al fantasma inmediatamente fuera de nuestra vista. Lo cual, indudablemente, coincide con los testimonios, y explica por quélos fantasmas aparecen siempre en la oscuridad y abundan más en las regiones del norte de Europa y América que en los trópicos.
Pero el problema es que una velocidad del 70 por ciento de la de la luz es mucho mayor que la necesaria para escapar del campo gravitacional de la Tierra, y así el más mínimo empujón (como el que puede producir una brisa) llevaría al fantasma más preciado (y aún al más pesado) a salir disparado fuera de nuestro planeta a una velocidad tal que en pocas horas abandonaría el sistema solar y emprendería un viaje a las estrellas. Lo mismo ocurre con la agitación térmica. Alcanza una temperatura de 20 grados centígrados por encima del cero absoluto para que –otra vez– alcancen una velocidad cercana a la de la luz. Muy pocos fantasmas, por lo tanto, podrán ser vistos, a menos que sean muy fríos (con temperaturas cercanas a 273 grados bajo cero). Es muy difícil pensar que a semejantes temperaturas un fantasma pueda pasarlo bien.
Así, resulta que los fantasmas son helados y por naturaleza salen disparados fuera del sistema solar, lo cual significa que más o menos en el lugar que ocupa el cinturón de Kuipper, una zona de “cometas dormidos”, trozos de roca y hielo que flotan en el límite del sistema solar, hay una enorme densidad de fantasmas made in Tierra. Justo en el sitio que Dante reservó para los ángeles.