CONTRATAPA
Humores
› Por Rodrigo Fresán
UNO Las intermitencias del humor –que nada tiene que ver con las proustianas intermitencias del corazón– son lo que marcan los días risibles y las noches hilarantes de este principio de milenio de risas tan definitivas y finales. La antigua y romántica idea en cuanto a que el corazón –ese músculo mecánico y sin sorpresas, salvo el relámpago de un ataque cardíaco– es el sitio donde se cuecen las pasiones y que el cerebro es el lugar donde impera el equilibrio de la razón y el orden, hace ya tiempo que fue revisada y corregida. Lo que no necesariamente implica que el amor sea una conducta racional y mucho menos que aquellos que aseguran hacer lo más correcto y conveniente –por más que se lo crean– estén en lo cierto o estén haciendo lo más conveniente para la ciudadanía toda.
DOS De ahí la tentación –malsana como casi todas las tentaciones– de relacionarse con toda esta irrealidad que nos rodea esbozando una sonrisa cínica y distante. Contemplar el paisaje de nuestras vidas como parte integral de uno de esas sitcoms o talk shows. Mostrar los dientes no para morder sino para lanzar una carcajada porque –ya lo decía una canción de credo extremista y resignado– es preferible reír que llorar. Así, entonces, la solución estaría en optar por un distante y reflejo y automático “¡qué divertido!”, y a otra cosa. El problema es que la forma del humor –como la forma tangible del cuerpo y la forma secreta de las ilusiones– va cambiando con el paso de los años. Así, de pronto, descubrimos entre desconcertados y aterrorizados que aquello que nos solía parecer divertido ahora nos parece otra cosa. Y es entonces cuando la sonrisa de nuestra inmadurez se convierte en la mueca de nuestra madurez.
TRES El caso de Arnold Schwarzenegger, por ejemplo. Un austríaco que alguna vez –dicen– supo ser un manso simpatizante nazi, un triple Míster Universo inflado a base de esteroides, y un inmigrante que llegó en 1968 a Estados Unidos para convertirse en uno de los tantos modelos posibles del American Dream. El Sueño Americano de Arnold S. Fue el de ser un pésimo y millonario actor parloteando su idioma adoptivo con voz de computadora prehistórica, un icono popular que podría responder a los nombres de Conan o de Terminator. Deseo concedido. El segundo Sueño Americano de Arnold S. fue el de convertirse en gobernador del estado más rico de EE.UU.: la eterna y soñadora tierra prometida de California que, de ser un país independiente, se ubicaría en el quinto puesto en el ranking de potencias mundiales. Hecho. ¿Cómo lo consiguió? Fácil: fue elegido por votantes que tienen cada vez más problemas en distinguir dónde termina la realidad y dónde empieza la fantasía. No importan las denuncias por acoso sexual o la nula experiencia política del candidato. No importa lo que pueda suceder mañana. Importa el ahora, la novedad del momento, la gracia del instante, el gag, esas cosas. Arnold S. –último eslabón de una cadena corta pero fuerte en la que ya se apuntaron actores de pocos recursos histriónicos como Ronald Reagan y Clint Eastwood– la otra noche fue presentado a las masas por el comediante-de-actualidad Jay Leno y saludó a las cámaras de su triunfo abrazado a su mujer marca Kennedy. Y todos se parten de la risa y piensan “very funny”, y ya hablan de reformar la Constitución para que TermiConan pueda ser... ja ja ja... presidente.
CUATRO La victoria de Arnold S. –uno de los 135 candidatos que se presentaron al proceso electoral más freak del que se tenga memoria– a mí, hace unos años, me hubiera causado una enorme gracia y hasta es posible que, de haber podido, hasta hubiera votado por el urso en cuestión, uniéndome a aquellos que explican su particular triunfo como parte de una vendetta masiva contra los políticos profesionales que, a la hora de la verdad, son tan malos o peores actores como Arnold S., quien, al menos, se preocupa por aprenderse sus breves parlamentos. Lo que no significa –me apresuro a aclararlo– que me hayan causado gracia esas marionetas nuestras: soldados chamamés, bailanteros centrífugos, changuitos cañeros y corredores de autos y lanchas y de lo que venga. Pero en Arnold S. existen ciertos factores intrigantes: el apoyo al derecho a abortar y las atenciones dedicadas al colectivo gay lo convierten, desde el vamos, en un republicano extraño, mutante y –como en los últimos Terminators– en una máquina mala reprogramada para ser súbitamente benigna. Le comento esto a una amiga norteamericana que vive en Barcelona y me dice: “No cometas el mismo error que cometí yo cuando Ronald Reagan fue elegido presidente”, me ruega. “¿Cuál error fue ése?”, le pregunto. Me contesta en voz baja, como si confesara el más inmortal de los pecados: “Me pareció gracioso”.
CINCO Todo esto vuelve a convencernos de que el más grande film político y de denuncia en toda la historia del cine norteamericano fue, sigue y seguirá siendo Sopa de ganso con los Hermanos Marx. Aquella en la que Groucho dice: “¡Sepa usted que yo tengo unos principios! Claro que, si no le gustan, tengo otros!”. Imposible no compaginar su absurdo vértigo con este presente donde se buscan y no se encuentran, pero ya se van a encontrar armas de destrucción masiva bajo las arenas del desierto mientras los voluntariosos soldaditos norteamericanos van siendo bajados de uno en uno como patitos de parque de atracciones. Se dice que el triunfo de Arnold S. –y la caída del demócrata Gray Davis en un procedimiento que podría definirse como un golpe de Estado constitucional donde la ciudadanía se convierte en la fuerza derrocadora– está justificado por la necesidad de dar un golpe de timón a la política de un rico estado hundido en una tremenda crisis económica. Puede ser. Pero difícil no pensar que el Imperio se va adentrando –como todo imperio, sin prisa ni pausa– en las sombras caligulescas del pan y del circo y de los leones. Una forma de que el show siga más allá de los límites naturales y así buscar el falso consuelo o la venganza implacable contra un país con efectos especiales.
Sólo espero que la fórmula Christopher Walken Presidente y Bill Murray Vicepresidente no demore demasiado tiempo en presentarse.