› Por Juan Forn
Arthur Waley tenía la costumbre de ir a todas partes en bicicleta, desde sus tiempos de estudiante en Oxford. El pequeño detalle es que no las consideraba propiedad privada. Cuando ya vivía en Londres, lo acusaron de robar una. El se presentó en el tribunal y demostró que las bicicletas eran animales silvestres y no pertenecían a nadie. Lo declararon inocente, porque en esos tiempos en Inglaterra (hablo de principios de los años ’20) los sabios eran considerados inocentes (“Lo sabe todo, y del resto lo ignora todo”, solía decirse sobre las luminarias de Oxford) y Arthur Waley era considerado un sabio aunque no había cumplido aún los treinta años y hasta pasados los veinte era una nulidad, tanto para su familia como para sus compañeros en Oxford. Salió de la universidad, sin recibirse, en 1911 y se consiguió un puesto de pinche en el Museo Británico en la sección manuscritos, subsección asiáticos. El Museo Británico acumulaba imperialmente todo aquello de valor que encontraran en las colonias y la subsección manuscritos asiáticos tenía su buena colección de papiros y pergaminos, pero los pocos especialistas que la visitaban y escribían después sesudos libros sobre China y Japón descartaban invariablemente las partes que al joven Waley más le interesaban. Nadie entiende cómo hizo para aprender por su cuenta chino y después japonés, pero muy pronto los especialistas que visitaban la sección empezaron a consultarlo cuando tenían alguna duda.
Mientras tanto, el muchacho hizo una impresión barata de veinte ejemplares de un puñado de poemitas chinos que había traducido para regalar a sus amigos en la Navidad de 1913. La revista del museo los publicó, porque la sección manuscritos asiáticos no tenía otra cosa que ofrecer ese número. Edith Sitwell escribió en una columna social del Times: “Me regalaron para Navidad un mundo que no sabía que existía: la poesía china”. El joven Ezra Pound anunció que Waley había descubierto, en la estructura del ideograma chino, el modelo para integrar elementos dispares en un solo objeto de arte, y en plena Primera Guerra publicó una docena de esos poemas en la Little Review: tenían mil años pero hablaban de ciudades en ruinas, soldados en el frente que extrañaban el hogar, esposas y madres que se preguntaban si sus maridos e hijos estaban vivos. El editor Constable rastreó a Waley en el museo y le preguntó si tenía más material, y así fue como apareció 170 Poemas Chinos, el libro que por sí solo demostró al mundo occidental que existía la poesía china.
Para que se entienda: los primeros poemas chinos que se conocieron en castellano, y en francés, y en alemán, y en italiano, y así sucesivamente, fueron traducciones de los 170 Poemas Chinos de Waley, que fueron 170 porque al editor le parecía una locura incluir más (Waley le había llevado una montaña), pero a los pocos meses, ante el inesperado éxito del libro, le rogó que le trajera los restantes, que se publicaron con el título de Más Poemas Chinos porque a Waley no le gustaban los números en los títulos, ni los títulos en general (de hecho, no aceptó ninguno en toda su vida: ni el de caballero del imperio ni el de profesor emérito ni el de director de estudios asiáticos de Oxford).
Después de los poetas chinos tradujo las Analectas de Confucio, y después el Tao Te King de Lao Tsé y los 33 capítulos de Chuang Tzu y devolvió a Meng Tzu su nombre y sus ideas originales (cristianizadas por los jesuitas, que lo habían rebautizado Mencio) y a continuación encaró las mil páginas en japonés del Genji Monogatari, o Historia de Genji, que hoy es universalmente considerada la primera novela de la historia porque Waley la tradujo en forma de novela (hasta entonces, los pocos occidentales que tenían conocimiento de ella la consideraban un interminable catálogo de costumbres de la corte japonesa en el año mil). Hay una buena anécdota del grupo Bloomsbury sobre el tema: John Maynard Keynes le comenta a Leonard Woolf que, a su regreso de París, le trajo a Waley los primeros dos tomos de En busca del tiempo perdido. Waley se los devoró en dos noches y le comentó: “Es como el Genji Monogatari, pero un poco más ordinario”. Woolf señala con la cabeza a su esposa, que está leyendo en el jardín con todos los síntomas de un ataque de nervios, y le pide a Keynes que ni se le ocurra mencionar el episodio delante de ella. En el diario de Virginia Woolf de esos días se lee: “Leyendo furiosa a Proust. Es tan bueno que saca las ganas de escribir”.
Waley nunca conoció la China ni Japón. Tampoco mostró particular interés en tratar a chinos o japoneses de su tiempo. No quería que lo real lo distrajera de lo ideal, decía. Elias Canetti, que lo conoció y lo admiró, decía que Waley parecía haber encontrado una hendidura en el tiempo y el espacio para trasladarse a la China y el Japón antiguos sin moverse de su casa y que temía supersticiosamente que esa hendidura se cerrara si tenía trato con orientales vivos o hacía el viaje por medios convencionales. En realidad lo que le pasaba a Waley era que odiaba viajar, y además no tenía un cobre. Hasta 1929 siguió trabajando en el Museo Británico. Sólo dejó el puesto cuando la Universidad de Londres le habilitó una casita en Euston Square y un mínimo estipendio. La casa era angosta como un ropero y tenía más escaleras que metros cuadrados, según la describió Dylan Thomas luego de visitarla una sola vez (para llegar al estudio de Waley, en el tercer piso, había que subir escalones desde la calle y seguir subiendo y subiendo y subiendo “hasta que a uno se le van las ganas de hablar de poesía”).
No recibía a nadie más de una hora, incluso si invitaba a comer, en cuyo caso ponía al fuego un guiso de carne enlatado, que servía en exquisitos cuencos milenarios chinos que le había traído de regalo alguno de sus admiradores. Canetti describió cómo era charlar con Waley: “Parecía siempre estar escuchando de costado, a algo más allá de su interlocutor, pero sus respuestas eran rápidas y certeras, no parecía haber tenido tiempo de pensar, era como si respondiera antes de que le preguntaran”. En esa casita siguió haciendo esas traducciones que él llamaba transmisiones: el Libro de la Almohada de Sei Shonagon y las fabulosas Vidas de Li Po y Po-chu-i, en donde poesía y contexto histórico se fundían de tal manera que Waley directamente parecía un poeta de esos tiempos remotos contando la vida de un amigo.
Con el tiempo, el campo de la traducción se volvió una disciplina académica, los eruditos fueron desplazados por los técnicos y se descubrió que en las traducciones de Waley había omisiones y –aun peor– adiciones, pero hay algo en sus textos que sigue siendo tan confiable, por no decir hipnótico, que los especialistas de hoy siguen apelando a ellos, tal como Waley apelaba a las bicicletas. Su final fue muy triste: lo chocaron por la calle, una enfermera lo movió mal en el hospital y terminó de arruinarle la espalda, la universidad le había pedido que abandonara la casa. “Quieren poner una máquina. Desalojado por una máquina, qué metáfora barata”, le escribió a su discípulo Donald Keene. La máquina en cuestión era la computadora de Turing.
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