CONTRATAPA
El trampolín de Anahí
› Por Luis Bruschtein
Anahí tiene seis años y se tiró de cabeza desde el trampolín de cinco metros. Los demás chiquitos la miraban con envidia, aunque al abuelo, que observaba desde tierra firme, le parecía irrazonable y temerario. Tras un furioso panzazo en la adolescencia, el hombre no concilia con trampolines. Pero Anahí se tira a la pileta sin pensarlo demasiado.
La historia se interpreta muchas veces como una enseñanza frente a los errores del pasado. Y lo razonable es aprender de esas lecciones, como intenta el abuelo, para el que siempre lo más razonable será lo que se hace frente a lo que se hizo. Lo irrazonable y vituperado es lo que quedó atrás. Pero si se aplica el sistema de Anahí y su abuelito en procesos más generales, el resultado puede ser una historia espasmódica que va a los saltos como la nenita desde su trampolín. Siempre parece una nenita de seis años que se lanza al vacío o un abuelo que después del panzazo no se lanzó nunca más.
Por ejemplo: la lucha armada que involucró a amplios sectores de la izquierda y el peronismo en los ‘70, fue lo “razonable” para muchos en ese momento, frente a la inoperancia “irrazonable” de las viejas formas de hacer política en un país con golpes militares y proscripciones. Pero en los ‘80 ese camino se convirtió en lo más “irrazonable” que podía haberse hecho. Y lo “razonable” pasó a ser aceptar las reglas de juego y navegar entre las pugnas de los factores de poder para crear consensos mayoritarios que inclinaran el proceso político en uno u otro sentido, y sin grandes confrontaciones. Con la crisis de fines del 2001, esa concepción de la política también fue archivada en el anaquel de lo “irrazonable” o ingenuo.
Durante dos años no hubo una concepción predominante, pero a partir de la inoperancia y el fracaso evidente en la etapa anterior, a un amplio sector del movimiento social le pareció lo más “razonable” abandonar cualquier estructura del sistema, para construir, desde abajo y por fuera de lo institucional, formas de democracia directa que irían cambiando las cosas a partir del crecimiento natural y subterráneo de estas propuestas. Con las elecciones presidenciales de este año, esa forma de construir entró en la categoría de “irrazonable” y limitada. Y ahora se está construyendo una nueva forma “razonable” de hacer política.
Vista así, la historia no parece muy razonable, pese a que todo se hizo en su nombre, tratando de ser razonables. Todo fracasó a los panzazos, como los del abuelo. En ese camino de razonabilidad, la humanidad no tardará en ser reemplazada por la civilización de las hormigas de fuego, como anuncia el escritor Eduardo Blaustein en su apocalíptica novela La condición K, que no tiene nada que ver con el Presidente porque fue escrita antes de que ganara las elecciones. Aunque podría decirse que el Presidente es ahora el que se subió al trampolín de Anahí.
En esta historia espasmódica hay algo que falla. Alguna vez, quien salte del trampolín tendrá que hacerlo con la decisión de Anahí y la experiencia de su abuelito, que son más que Anahí y su abuelo juntos. Como van las cosas, daría la impresión de que a lo largo de los últimos treinta años hubiera faltado el gen, el cromosoma, chip o molécula, encargado de los procesos de la memoria, de la síntesis de la experiencia histórica. Algo que articule lo que se pensó con lo que se piensa, lo que se hizo con lo que se hace y hasta con lo que se hará, que le dé un sentido aprovechable a esta historia tan despatarrada con actores tan perecederos y que permita su continuidad más allá de consensos coyunturales, que le dé cuerpo, que corporice esa historia y asegure su proyección. Es como esos juegos de puntitos que hay que unir para que vayan tomando forma. Son puntitos sueltos, pero al final tienen sentido.
Los procesos culturales no son puramente abstractos, necesitan un cuerpo de asiento por donde circulan y se sintetizan, requieren un cuerpo social con una misma memoria y nervios que los vinculen. El general Perón, que no era marxista, tenía una frase en ese sentido: “La organización vence al tiempo”, y daba a entender así que ese cuerpo portador de la memoria, acumulador y sintetizador de sus experiencias, podía ser capaz de atravesar fracasos y coyunturas, y avanzar tras sus objetivos. Blaustein, que es un autor más contemporáneo –y no por ello menos sabio–, lo enfatiza más gráficamente: “Sin organización, nos comen las hormigas”.