CONTRATAPA
Epílogo
› Por Rodrigo Fresán
UNO Está la velocidad de la sangre, la velocidad del sonido, la velocidad de la luz y la velocidad de la literatura, que es tan difícil de medir y tan imposible de pronosticar como la velocidad de la vida.
La velocidad de la literatura no tiene por qué correr pareja con la velocidad de la literatura; y así basta con recorrer la bibliografía de Manuel Vázquez Montalbán –fallecido días atrás, a los 64 años de edad– para sentir la feliz angustia del vértigo: cincuenta libros publicados en todos los géneros posibles más dos inéditos que dejó listos, más todos aquellos que podrán armarse ahora a partir de materiales dispersos cobrando misteriosa coherencia con la indispensable ayudita de la posteridad. Uno de sus editores me comentó que días atrás había recibido de Vázquez Montalbán no una propuesta para un nuevo libro sino tres propuestas para tres libros nuevos. Una leyenda urbana y local cuenta que en su estudio Vázquez Montalbán tenía seis computadoras permanentemente on que le permitían saltar de un proyecto a otro sin por eso tener que perder el tiempo cerrando un archivo para abrir otro. Una vez le pidieron que describiera cómo era uno de sus días y Vázquez Montalbán respondió: “Me levanto a las seis y media de la mañana y, casi sin darme cuenta, me siento a la máquina de escribir y me pongo a teclear”.
Y eso fue todo lo que dijo.
Así, poco y nada cuesta pensar que Manuel Vázquez Montalbán alcanzará sin gran dificultad la cifra de un libro por cada año vivido. Es decir: que Vázquez Montalbán puede haber muerto, pero que el escritor sigue vivito y tecleando.
DOS Los últimos días los periódicos de España han estado cubiertos de necrológicas sobre el escritor desaparecido, sobre sus libros que no desaparecen y, sí, la atendible paradoja de que –a la hora de la verdad sin retorno– el escritor acaba siendo el fantasma de todo aquello que escribió y que lo sobrevive.
La potencia y cantidad de las firmas que han tenido algo que decir y escribir y recordar sobre Manuel Vázquez Montalbán lo convierten casi en una especie de X man capaz de estar en todos los lugares al mismo tiempo y de opinar con autoridad sobre lo que fuera: política, gastronomía, poesía, fútbol, novela negra, historia moderna y antigua y, por supuesto, la ciudad de Barcelona a la que conocía y reconocía y retrató e inventó como pocos escritores alguna vez se ocuparon de una ciudad. Vázquez Montalbán –como Joyce, Dickens y Hugo– fue uno de esos Autores-Metrópoli inseparables del paisaje y la arquitectura de su vida sobre la que proyectaban las idas y vueltas de sus personajes y, sí, uno de esos posibles libros póstumos que alcanzarán el número 64 sea una guía vazquezmontalbaniana de Barcelona: mapas de calles y de lugares verdaderos que ayuden a seguir el tránsito de personajes ficticios que ahora se han quedado sin dueño y corren como locos pateando puertas por las noches.
TRES Los dos libros que dejó listos para la imprenta son Milenio –una aventura final del atípico detective Pepe Carvalho con despacho frente al Mercado de la Boquería por el que solía pasear Manuel Vázquez Montalbán en busca de tesoros de la gastronomía– y una diatriba sobre el presente estado de las cosas ibéricas con el inspirado título de La Aznaridad donde se repasa el ascenso y gloria de un humilde inspector de Hacienda, un recaudador de impuestos que hoy rige el destino de los españolas y se dice gran amigo de George W. Bush. Un telegrama de condolencias enviado por Juan Carlos I destacó “la lealtad que mantuvo a sus ideas y su coherencia con el momento histórico que le tocó vivir”. Momentos duros, parece.
CUATRO Manuel Vázquez Montalbán murió entre aviones, en el aeropuerto de Bangkok, fulminado por un ataque cardíaco contra el que nada pudieron defenderse los cuatro by-pass que latían dentro suyo desde 1994. Algunos apuntaron lo terrible de una muerte solitaria y lejos de casa. A mí me parece una buena muerte para un escritor: Vázquez Montalbán venía siguiendo los pasos de Carvalho en Milenio, novela larga que hunde al detective y ex agente de la CIA en el mundo del terrorismo internacional. Carvalho había viajado a Australia y Vázquez Montalbán fue tras su pista: en quince días recorrió miles de kilómetros, dio ocho conferencias en cinco ciudades distintas y no dejó de corregir el voluminoso manuscrito de mil páginas (dicen que la novela saldrá en dos partes, a principios del año que viene) donde su alter-ego se había paseado por esos mismos paisajes antes que él. Paisajes que Vázquez Montalbán ahora retocaba resignado al hecho de que “mi vida no tiene mucho interés: ha sido más historia que vida hasta la década del ‘70 y, a partir de entonces, es más literatura que vida”. Una vez le preguntaron quién le hubiera gustado ser de no haber sido Vázquez Montalbán y respondió, como siempre, sin dudarlo: “El Papa o el secretario del Partido Comunista, porque son las únicas dos personas con acceso a la verdad definitiva. Uno sabe si Dios existe y el otro sabe si la revolución es posible”.
CINCO Ya lo comenté en esta misma página: hay un programa en la televisión española llamado “Epílogo” y que, además, es una idea genial. En “Epílogo” se entrevista a notables como si ya hubieran muerto, se archiva el tape hasta el momento del fallecimiento y recién entonces se lo desentierra de las bóvedas y se lo emite. El martes pasado emitieron el “Epílogo” dedicado a Vázquez Montalbán, quien habrá accedido al juego sabiendo que el final lo podía alcanzar en cualquier momento y en cualquier parte. En un momento de la entrevista –en un set en penumbras, con el “muerto” en una silla frente a una puerta entreabierta– le preguntaron a Vázquez Montalbán en qué había pensado en el momento de morir. El escritor sonrió entre triste y divertido, dijo que no se había dado cuenta de casi nada y que la única imagen que le vino a la cabeza –“lo más parecido a mi trineo de Citizen Kane”– fue un pedazo de pan caliente y unas cuantas aceitunas.
Después, Vázquez Montalbán se puso de pie y salió por esa puerta y se metió en esos libros que, nada es casual, se parecen tanto a una puerta.