CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR
› Por Juan Sasturain
He tenido el privilegio, hace poco, de poder admirar con cierto detenimiento parte del laburo plástico de Carlos Avallone, un porteño del barrio de San Cristóbal que se fue a Europa en los sesenta a dibujar y tocar la trompeta, y que allá se quedó. Cultor de pasiones perdurables, el expansivo Avallone murió hace apenas un año y medio en Barcelona, donde era casi una referencia móvil para los argentinos en tránsito. Trabajó mucho como ilustrador –largamente en La Vanguardia, por ejemplo– y tocaba todo el jazz que podía mientras juntaba y juntaba discos y anecdotario. En mi caso, lo conocí de rebote; apenas un par de cruces a partir de gustos y amigos compartidos. En los últimos años solía pasar por Buenos Aires con frecuencia.
Ahora se prepara, para este año, en Rosario –y supongo que se moverá después–, una exposición de dibujos en tinta y/o lápiz sobre papel –deben ser alrededor de ochenta de distinta data– más algún que otro retrato colorido en acrílico, con un único tema: los gangsters de la época de la Ley Seca y la Depresión en EE.UU. Es un laburo bárbaro, a mi modesto saber y entender: sórdidas maravillas de y con tinta / sangre derramada.
El tipo de trabajo y la temática elegida por de Avallone es un lindo motivo para disparar la reflexión abierta sobre ciertas cuestiones de fondo y de forma que lo trascienden a él como artista individual. El origen, por ejemplo: de dónde viene este universo de representación.
Visto así, puro argento, nato porteño de barrio en los treinta –y con tan tano apellido–, qué otras cosas podía ser Avallone sino lo que supo ser: trompetista y dibujante vocacional... Y lo fue por contagio y seducción audiovisual de su época. Y del mismo modo fue también gangster inconfeso e imaginario –en estado latente desde los tiempos del matinée–, para mal de nadie entonces y beneficio de todos hoy. Es que le tocó ser pibe y adolescente en los cuarenta y comienzos de los cincuenta, toda una marca, como llamarse Carlos, ser un carlitos de cortos y clase media, tan fechado.
Los contextos son clave: un pibe como este argentinito Avallone –de los primeros en la lista– no sólo tuvo en la escuela y en el living de casa el festejo/calvario completo del peronismo, sino que usó y fue usado por la calle/el kiosco/el café/la radio/el cine y todos las sucursales de las diferentes fábricas de sueños de circulación popular. Un universo profusamente ilustrado sobre papel diario, que fue el lienzo predilecto –junto a los parpadeos de la pantalla– para las imágenes masculinas rectoras de la industria cultural: de George Raft a Gardel, de Dick Tracy a The Spirit.
Y todo ya venía sonoro, con fondo y forma de músicas de pasado oscuro y prostibulario adecentado: típica y jazz, la radio, las púas que araban los ’78, el baile para arrimar. El tango y el hot –encarnados en el Troesma y en Bix, según los primeros libros/homenajes del primo Sábat– entran juntos por las mismas orejas con sabañones; se entreveran Sandrini y Tita Merello con Fred Astaire y Ginger Rogers. El violín corneta del vecino de calle Julio De Caro y los patines para hacer swing de Joe Venuti o Grappelli cabían en las mismas fundas, en los mismos ambiguos estuches que ocultaban las tartamudas Thompson de Dillinger & Co. y los bufosos de la banda del Pibe Cabeza.
Es un momento, una época, una iconografía que atraviesa dos hemisferios: la Prohibición, la Depresión, la Década Infame: Chicago y Mataderos, y todos –allá y acá– con el inevitable sombrero. Un desafío que Avallone ha sabido no rehuir.
Y aquí cabe un intermedio para dibujadores: Hugo Pratt –mito rector– decía que no le gustaba dibujar caballos porque “tenían demasiadas patas”; aunque con los camellos no tenía ese problema, parece. El dotadísimo Cristóbal Reynoso, Crist –al que este mundo gangsteril de Avallone no le es para nada ajeno– solía detectar la valía de un dibujante a partir de su capacidad para hacerse cargo de las manos: ponerlas adelante, no guardarlas en los bolsillos o cerrar los puños como un nudo fácil de dibujar. Los caballos con tantas patas articuladas, las manos con demasiados dedos entreverados...
Qué decir de los sombreros entonces, asimétricos pájaros posados con equívoca, dificultosa soltura. Los de cowboy tienen su propia aerodinamia. Y los urbanos de bajo fondo no son para cualquiera: el Savarese de Mandrafina, el Torpedo de Bernet, para nombrar historietas reconstructivas de época. Y ahora este Avallone, sombrerero cuerdo.
Al respecto, uno de los problemas que tienen hoy los actores que filman un texto de Arlt o un policial de Hammett es que no han usado jamás sombrero, no se lo saben calzar, sacar y poner con naturalidad, están y se sienten disfrazados, como si tuvieran puesta una peluca siglo XVIII, un gorro pirata. En cualquier relato clase B de los treinta o los cuarenta, el galán de madera y los soberbios policías no tienen esos problemas; además, está la certeza, el certificado de autenticidad que da el blanco y negro. Ya lo dijo Sam Fuller en aquella película de Wenders, acodado en un bar de Lisboa: “La realidad es en colores, pero en el cine, la verdad es blanco y negro”. Y en la fotografía y la historieta, también. Por lo menos lo era, en el mundo gráfico que Avallone aprendió a conocer, a amar de ojito chico, de oreja abierta.
Carlos Avallone tributó en algún momento, explícitamente, a la cultura del Imperio que nos tocó en suerte y desgracia en el siglo XX: “A los yanquis les debemos dos de los inventos mayores de la era –dijo frotándose los dedos–: las historietas y el jaz”. Y así narró consecuentemente a cuadros, como sus/mis contemporáneos, o casi: Nine, Grillo, Trillo, Mandrafina, Muñoz/Sampayo, Bernet/Abulí y otros tantos vecinos de vereda y kiosco espacio-temporal. Y así se le acomodó a los pistones de trompetista traducido para la Georgia Jazz Band criolla, como Tony Fruschella o Enrico Rava soplaban en otras latitudes de la generosa tanería universal.
Y volviendo a los dibujos de Avallone, caben algunas precisiones. Como los músicos de jazz o de tango de la época, los gangsters del treinta empilchan según el modelo de elegancia de la clase a la que aspiran/entretienen/roban/sirven o abastecen, pero a lo bestia. El dinero grosero del delito permite adquirir los atributos exteriores de la oscura respetabilidad capitalista. Los gangsters –tanto los portadores de ametralladora y minas de cascos y pies ligeros, como los capomaffia de escritorio y familia mediante– impostan según condición y aspiración: son como los muchachos de barrio de Calé que van al centro, como el mono Gatica que atraca sastrerías, empilchan como un modo ostentoso de revancha, como una manera de pertenecer, además de la apropiación salvaje. Por eso subrayan, exageran: se ponen la casa y el auto, como se ponen la mina o el sombrero.
Además, los gangsters, como los porteños de Medrano, usaban traje. Y cuando no lo tenían puesto –como cuando no estaban peinados: la ropa interior de las chicas, las medias y la camiseta masculinas– era porque se lo habían sacado en la intimidad o la acción violenta había irrumpido / interrumpido el ritual de acicalarse: el baño, los alrededores de la cama, la peluquería son ámbitos que los vieron caer teñidos en sangre y crema de afeitar.
Detrás de los dibujos de Avallone, de las trágicas figuras capturadas antes o después de la catástrofe, o a su alrededor, insinuados o explícitos, maravillosamente dibujados, se pueden rastrear los paisajes semiurbanos del medioeste, los confines o veredas céntricas de Chicago o Nueva York, un mapa urbano. Y después, los prontuarios, las (famosas) fotos de las que Avallone sacó los personajes. Son de dos tipos: las laboriosas instantáneas que se sacaron ellos (los patéticos Bonnie & Clyde que mitificó Arthur Penn sin vergüenza), y las documentales fotos ominosas que les sacaron muertos, desparramados a ladridos en ráfaga. Todo es tan cierto en esta galería de desgraciados pesados en contexto que se pueden tocar, ponerles música.
Por último, una sugerencia: si les toca en su momento acceder a esta obra singular o la espían por ahí, entreabriendo algún portal de internet, les recomiendo silbar, bajito, al pasar de dibujo a dibujo When you are’smiling –puede ser la versión de Armstrong o la de Billie Holiday con Teddy Wilson y Lester Young– acompañando con un leve compás del pie.
Es casi demasiado.
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