› Por Horacio González
Jorge Alvarez estimuló todas las tendencias renovadoras de la cultura literaria y musical argentina de los años ’60 y ’70. Su figura asemejaba a la de un gran autodidacto, un lector desparejo, un conocedor refinado y hedónico de materias vastas y dispersas, un profesional del “descubrimiento de talentos” que, en vez de actuar para grandes discográficas y editoras anglosajonas, fundó sus propias epopeyas en la Buenos Aires de aquella época –cuya sinécdoque eran cuatro o cinco cuadras de la Calle Corrientes–, donde en la resonancia universal de un Jack Kerouac irrumpía un Ricardo Piglia y en el camino de Elvis Presley surgían jugos de tomates fríos. Quizá quiso ser un enérgico manager que fumaba habanos u otros portentosos elixires, o bien un autoritario gerente de marketing que se sacara la lotería con una afortunada amalgama de rápidos muchachos rockeros. No fue así: lo que lanzó de libros y discos no podía asimilarse al gran mercado –aunque era portador de sus secretos síntomas– y de lo que él amasó, lo que aún perdura sigue siendo parte de las culturas laterales, no dispuestas a proyectos vicarios de asimilacionismo vulgar. Por eso, estos fútiles destinos imaginarios aparecían como evaporadas fantasías ante un Jorge Alvarez que continuaba pensando proyectos grandiosos, pero es posible que no sospechara que lo que hacía ahora, viejo y desventurado, contratado para dar a luz una nueva colección de libros en la Biblioteca Nacional, revestía una importancia adicional. Era la importancia ruinosa del tiempo, su refutación imposible pero ansiada siempre.
Había vuelto luego de décadas a la Argentina, empobrecido e ignorado. Seguía hablando de grandes lanzamientos, de investigar las nuevas tendencias juveniles, hacía valer su experiencia con graciosa grandilocuencia, sin percibir quizá que si retornaba era para vivir la reiteración de una marginalidad derrotada para la industria cultural más desarrollada (desde la que parecía que nos hablaba) pero totalmente imaginativa y eficaz si se la medía según una apuesta por las fisuras, por lo intempestivo, por lo marginal. En él, el germen mitificado de la gran empresa era un fracaso que convivía con los verdaderos Althusser y David Viñas, que vivían en el silencio victorioso de esa vida intelectual argentina, que en parte muy significativa sin Alvarez no hubiera sido posible. En la Biblioteca Nacional se sentaba en una oficina enfrente a la mía. Allí dirigía la Colección Jorge Alvarez, un golpe de aliento sobre ese terrible tiempo cíclico, que al par que nos envejece, nos permite volver al comienzo. Así, por su iniciativa, se reeditaron los libros de Germán Rozenmacher, los mismos con los que había comenzado su leyenda editorial, casi cinco décadas atrás, y que ya se habían transformado en las obras completas del autor de “Cabecita negra”. Lo quiso así: vuelta al inicio y engorde de los orígenes. También seleccionó cuentos de César Aira y de Diego Tatián. Con estas publicaciones y sus memorias, concluía su tarea. Ya hacía mucho tiempo que había publicado lo que al mismo tiempo se daba a conocer por primera vez al lector argentino, tanto un Ambroise Bierce como las terceras o cuartas cosas de Walsh. Ahora volvía para recoger su propia leyenda, la canción para su propia muerte.
* Director de la Biblioteca Nacional.
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