› Por María Moreno
Yo había esperado este libro con impaciencia. Lo había escuchado rumiar a mi costado cuando Marta Dillon y yo trabajábamos codo a codo en Página/12, lo había visto amagar en breves fragmentos ya hiperescritos a pesar de la velocidad informativa y la soga al cuello del cierre, en esas columnas en donde Dillon se metía con todas las causas con una prosa hipnótica, insurgente y, por sobre todas las cosas, se tratara de lo que se tratara, sexy. Pero me equivoco, ese no era este libro porque entonces tendría que haberse llamado “Desaparecida” o algo más imaginativo. Porque en 2010, un conjunto de huesos anunciados por el Equipo Argentino de Antropología Forense en su celular, mientras Marta Dillon se encontraba del otro lado del mar, fuera de la tierra de la sangre derramada, la pondría a escribir otro libro o el mismo de otra manera, sin poder cerrar los ojos ante ese dato: Marta Angélica Taboada, su madre, volvía para pedir nombre de identidad y sepultura. Había sido secuestrada el 28 de octubre de 1976, llevada a la Brigada Güemes en Autopista Riccheri y Camino de Cintura y asesinada el 3 de febrero de 1977 en Ciudadela, luego enterrada en una fosa común en el cementerio de San Martín: los restos y los de otros compañeros fueron recuperados en 1984, pero sólo identificados en 2010. Aparecida es el cuento de una epifanía, la de un nuevo nacimiento, es ese el poder simbólico de una madre, que su cadáver mutilado dé de nacer, que la leche de su muerte fluya como don, no el del sacrificio de acuerdo al mito fálico sino por un exceso de sí más allá de su arrasada materialidad física. Porque durante el comienzo del duelo efectivo a partir de la sepultura de los huesos en la bóveda familiar, Marta Dillon cambia de estilo. A menudo en sus crónicas, no siempre autobiográficas pero siempre con una rotunda primera persona autorizada clásicamente por el género, y a pesar de su lírica de la resistencia elegante y hasta lujuriosa, el peso del testimonio, el referente trágico, el deber militante de la denuncia justa, la consigna que exige premura o la oración colectiva, es decir sin mano de autor, vela la rica experimentación formal. Y ahora sucede que el hallazgo de esos restos mortales, suelta a Marta de su pasado de testigo en su propia etos de narradora.
“Sobre el cuadrillé celeste –escribe cuando, hacendosa, se arma una madre conjetural en una mesa de la oficina de Antropólogos Forenses– mi hija puso un corpiño y una bombacha, negros los dos, las puntillas de los bordes arqueadas, rígidas, como si hubieran estado sumergidas en azufre, pero visibles, perfectas (...)
–Esto debe ser de mamá.
–¿Estás segura?
–No.”
No estaba segura, no tenía certeza, con esa doble negación la hija derriba para siempre lo pingüe fáctico y su cantinela judicial de evidencia, peritajes, tomas de sangre mientras la nieta viste a la muerta para dejarla en la víspera de una noche entre amantes.
Entonces la Aparecida es también otra escritura, una escritura soberana, libre del totalitarismo de la misión, de su coacción sublime pero también sublime atadura, en pleno uso de una lengua en donde el horror de una única palabra atrozmente pesada de su significado (“desaparecido”) ha pretendido atar a todas las otras a un lastre sombrío, apolíneo, sólo que, una vez aparecida, las llevará ya sin límites hasta la victoria: esa alhaja retórica de otro hijo, el placer del texto.
“–Creo que ella estaba fascinada con el Negro (refiriéndose a su novio, el Negro Arroyo); en última instancia era un obrero, ese obrero que las mujeres burguesas querían encontrar, además, con formación marxista. Estaba enamorada pero con componentes que tenían que ver con la militancia” –dice un militante amigo de Marta Taboada porque la formación de un cuadro monto con grado no excluye la supina banalidad en el rasero de género. Del lado de ellos la pureza sublime de la causa justa, del de ellas un compromiso bajo presupuesto devaluado por la razón sentimental y un Eros enajenado a la clase. Poco se habla de que junto al santo Grial del obrero, la libido del peronismo revolucionario se derramaba en la caza de sabinas por el campo del patriarcado nacional. Las Lucía Cullen, las Chunchuna Villafañe, las Marta Taboada entraban a la revolución con talabartería fina y pocos están dispuestos a leer en ese vuelco un quilate político. Lo que el compañero lee como el lastre tilingo de una clase a superar es fuerza utópica cuyas figuras atraviesan las tramas de las luchas de hoy. Porque cuando Marta Taboada llevaba a ver ópera a militantes de base de los bordes, cuando ilustraba a su empleada doméstica en cosmética y cuidado de sí o arriesgaba la vida por la busca de una pollera de uniforme escolar imprescindible para su hija en una fiesta, lo que estaba haciendo era política cultural, acercando a lo que la agenda de la revolución dejaba para más tarde en nombre de la metáfora crasa del pan duro. La “aparecida” no apareció desde atrás: adelantó. Porque la revolución es menos el Che desgreñado y caminando por la ciudad liberada, aún oliendo a pólvora, selva y pelotas que el Che sentado a horcajadas en un árbol leyendo a León Felipe y fumándose un puro al compás de su resuello de asmático. Y es menos Rodolfo Walsh escribiendo una noche la Carta a las Juntas que esa misma noche en que rasgó con una birome un tablero de escrabel, reasignando los valores de acuerdo al idioma español porque tenía que solucionar algo urgente: que él, señor de las palabras, perdía en ese juego ante su compañera. Y es Marta Taboada inaugurando la temporada de verano en un campo de concentración con una polera a compartir a la que le había cortado las mangas. La revolución será queer, pop, psicodélica o minga.
Y la aparecida fue sepultada en una urna mezcla de arte popular y adorno de cotillón. Fue el 27 de agosto de 2011. Y ¡con qué fastos profanó su bóveda oscura! Piedritas de ojos de tigre bajo el signo de Leo, botoncitos de perla de comunión, fusiles rellenos de cuentas rojas, figuritas de plomo y angelitos, barquitos de papel, las fotos suyas y de los hijos vivos y muertas, un rosario. Evita y “hasta la victoria siempre”, “mamá, abuela, bisabuela, hermana, amiga, amante, compañera”. Una enumeración que enlaza al verbo ser a quien se quiso que no fuera, una mezcla de altar rutero y diorama pedagógico a la hora de la leche cuando el papel glacé y las tijeras de la madre dictan las primeras destrezas de los reinos preestéticos.
Le escribí a Marta Dillon un mail enloquecido. Para mí había un final cantado: sacar a bailar a la madre como a una novia, para inscribirla en la tradición de las bodas negras de la canción latinoamericana, esa justicia a lo Guadalupe Posadas en donde la guadaña democrática iguala al juez y al croto, a la dama y a la catrina: “La madre aparecida no pide sólo una inscripción en la tumba (la Ley de Apolo) –deliraba yo– sino una vuelta simbólica de las partes blandas, base material de la caricia, los fluidos del sexo, el alimento y el amor. Pienso en una escena rave de calaveras con ritmo poético de mantra latino en la voz de Alci Acosta con un fondo de piringundín en donde el champangne se sirve en catarata sobre una torre de copas de cristal –seguía delirando– que sería la desembocadura de toda esa poesía que viene trayendo el libro, un despegue del realismo ¿bajo la forma de un sueño? ¿de un manifiesto? Y la novia-madre-muerta estaría vestida de tul como una heroína romántica...” Dillon: pará loca, pará. Salí de mi libro.
Siempre me sorprendió en lo que Marta Dillon escribía la recurrencia de una escena: la de las lágrimas rodando desde unas pestañas espesas sobre unas mejillas enrojecidas, la morosidad en detenerse en ese tiempo en que la lágrima parece caer infinitamente o se congela como las lágrimas de las vírgenes barrocas. También me ha sorprendido el uso del pronombre personal “ella” –su uso es infrecuente en el periodismo que prefiere repetir el nombre completo o sustituirlo por el género, la profesión cuando no por la categoría judicial (víctima o victimario)–. Ese “ella” de Marta se ha superpuesto a las mujeres víctimas, a las enamoradas, a las que hacen memoria, no necesariamente del dolor, a las románticas, a las vueltas hacia la infancia, en variadas situaciones lo mismo que la escena de la lágrima.
Seguro que ahora en la escritura aparecida de Dillon, “Ella”, la madre virginizada deja de llorar como desde una hornacina aunque no siempre sea de tristeza, y dé vuelta el gesto o permanezca como un tropo talismán para libros de próxima aparición.
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