Mar 21.07.2015

CONTRATAPA

Homo Desconectado

› Por Rodrigo Fresán

Desde Barcelona

UNO Rodríguez lee en The New York Times –a partir del fin del romance de película entre Charlize Theron y Sean Penn– acerca del ghosting. Lo que se traduciría como fantasmear, pero que lejos está de castillos góticos y muy cerca de laboratorios tecno. A saber: quemar todos los puentes virtuales e informáticos con el alguna vez ser querido. No responder a tweets ni a texts ni a nada y, a diferencia de muchos espectros, desaparecer y no aparecer. Asustar más por ausencia que por presencia. Morirse, sí; pero recordándole al otro, todo el tiempo, que sigues vivo y coleando para todos los demás. Y que, en realidad, es sólo a él a quien has matado, tachado, borrado. Cambio y fuera y afuera: la actriz modelo eliminó de sus cuentas/perfiles al actor supuestamente modélico luego de que éste le fuese infiel, para colmo, con su doble para las escenas de riesgo y crash y off. El periódico informaba que la costumbre es cada vez más común. Y que un 11 por ciento de los norteamericanos (¿serán muchos de ellos esos mediums tamaño small que, inexplicablemente para Rodríguez, siempre redactan algún comment al pie de necrológicas de celebridades en los sites de diarios en plan “descanse en paz”, como si hubiesen sido invitados al entierro?) ya ha fantasmeado a alguien. Y advertía en cuanto a que las nuevas tecnologías facilitaban estos modos de despido sin despedida. El silencio absoluto y plutoniano donde antes hubo mercuriales explicaciones, estrategias, disculpas. Todo aquello que –hasta no hace mucho– solía conocerse como... ¿cómo era?... ah, sí: relaciones humanas.

DOS Rodríguez es, en cierto sentido, el más vivo de los fantasmas de última generación: alguien que ni siquiera puede fantasmear a nadie e irse porque nunca estuvo allí. Ni en Facebook ni en Twitter ni en WhatsApp. Rodríguez sigue dejando notitas junto al sitio donde alguna vez estuvo el teléfono que sólo era teléfono o sujetas con un imán sobre la puerta del refrigerador. Y, ah, España está a la cabeza de la Unión Europea en población de smart-phones ectoplasmáticos: hay veintitrés millones sonantes y contantes. Ya sólo el 24 por ciento de los españoles opta por la comunicación en carne y hueso a la hora de decir algo. El 35 por ciento prefiere textear y el 33,5 por ciento opta por el teléfono. Falta menos para que se escriba la última carta y Rodríguez –según su mujer y su hija, mientras se entera y tiembla acerca de actores de Broadway que se bajan del escenario para arrancarle móvil a espectador molesto o de espectadores desorientados que se suben a un escenario en plena función para recargar sus móviles– está desconectado de la realidad, de la realidad conectada.

TRES Así, Rodríguez lee (afortunadamente su hijo no le ha pedido aún su primer teléfono móvil; rito de paso que es la versión aggiornada de aquellos primeros pantalones largos) de padres desconcertados por las nuevas conductas de vagos vástagos imposibles de desenchufar. Todos juran que les entregaron a sus más o menos pequeños un móvil para poder tenerlos ubicados y a mano y a la vista. Pero ahora no pueden creer las fotos y filmaciones que éstos suben/bajan a/de YouTube, las cosas que escriben, los amigos que hacen y los enemigos que deshacen. A algunos padres, al entrar ahí y ver, dicen, su pelo se les vuelve blanco en el acto. Los expertos aconsejan que no se tenga –o se sea poseído– por un móvil hasta los dieciséis años; pero a los catorce el 83 por ciento y a los diez el 30 por ciento (el 20 por ciento de estos últimos con perfil en red) ya tiene su pulgar deforme y musculoso. Y el 60 por ciento conecta unas ciento cincuenta veces al día y duerme con el móvil vibrante bajo la almohada y el 85 por ciento lo que hace al despertar es ver quién escribió qué. Y, de todos ellos, un tercio no tiene la menor idea de quién es la tercera parte de sus contactos en la Red. Y, sí, Rodríguez se acuerda de cuando era chico y sus padres le decían que no hablase con desconocidos.

CUATRO La opción, claro, es desconectarse. No es fácil y cuesta casi tanto como creerse a esa nueva arremangada camada del PP sin corbata y alabar ese nuevo logo que no cambia nada salvo las formas. Ya hay en la península varios lugares para exorcizar al adictivo fantasma en la máquina inspirados en Camp Grounded, California. Allí –desde 2013 y bajo el mantra de “desconectar para reconectar”– yoga tiro al arco y amasar pan y dibujar y pensar en el pentaquark cuando se tiene tantas ganas de Instagram y comunicar en voz alta y clara cuando se piensa en lo que se tuiteará al salir de allí. Y ahí dentro nada más que cámaras analógicas y máquinas de escribir. Y se practica el phubbing (cruza de phone y de snubbing) que no es otra cosa que ponerle cara de asco a todo aquel que se ponga a hablar de lo mucho que extraña a ya saben quién, perdón, qué. Muchos no aguantan y lloriquean en la recepción para que les devuelvan a sus seres queridos. Sí la cosa no funciona, está la opción drástica y china fundada por el psiquiatra y coronel del Ejército Rojo Tao Ran en 2006: un internado para seis mil chicos previo pago de unos 24.000 euros. Allí dentro, seis meses de uniforme de camuflaje, flexiones y marchas forzadas bajo el sol y monitores que gritan mucho y se ríen fuerte y te dicen que ya no vas a poder llamar a papi y a mami pidiendo ayuda.

Pero con los jóvenes españoles no es tan sencillo: porque –además de que sus padres también enganchados no se van a gastar tanto dinero en China teniendo a los chinos de todo a un euro a la vuelta de casa– estos sienten que, de no estar conectados, pueden convertirse en excluidos sociales, en juguetes que no incluyen baterías. Los adolescentes piensan que no hay futuro, que el presente apesta, y que el pasado era tanto menos electrizante. Y miran con una mezcla de pena y asco a sus hermanos mayores, todavía en shock por lo sucedido con Tsipras y Syriza, chateando entre ellos; mientras IKEA anuncia la buena nueva de que ya vende muebles y lámparas con la habilidad para cargar móviles y tabletas sin necesidad de enchufes, porque los últimos estudios de marketing han revelado que la gente odia los cables. Los cables no ayudan a fantasmear porque te mantienen unido y atado...

CINCO ... y de ahí también esa app llamada Cloak que te ofrece la ubicación exacta de todos esos a los que no quieres ver. Si están cerca, tu pantalla te ayuda cruzar de acera o dar marcha atrás o salir corriendo. La creó un tal Chris Baker, también responsable de Unbaby.me (que filtraba las fotos de bebé) y de Hate with Friends (programa estadístico que te permite calibrar cuántos de esos amigos virtuales son en realidad virtuales odiables). Baker asegura que ya ha llegado el momento de ser “antisocial” en Internet y que lo suyo es una respuesta al I Don’’t Like It que Facebook nunca estrena.

Aquí y ahora, para desconcierto de Rodríguez, en Ve y pon un centinela –precuela-secuela de Matar a un ruiseñor– Harper Lee comete y provoca el fantasmeo definitivo convirtiendo a Atticus Finch, el hombre-padre más bueno del mundo y héroe nacional norteamericano con cara de Gregory Peck, en un racista resentido. Tal vez la culpa la tenga otro prócer familiar caído en desgracia: Bill Cosby. Y Scout –aunque le duela– se está pensando lo de eliminar a Atticus de sus contactos en Twitter.

Matar a un pajarito sí.

Matar a ese pajarito.

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