Lun 17.11.2003

CONTRATAPA

Una historia que merece ser contada

Por Leonardo Moledo

En su libro La fragilidad del bien –cuyo título, desde ya, remite de inmediato a la banalidad del mal arendtiana– Tzvetan Todorov rescata el destino de los judíos búlgaros durante la Segunda Guerra Mundial, que integraban hacia 1939 una comunidad de unas cincuenta mil personas, menos que el uno por ciento de la población, una proporción semejante a la de Italia y Alemania, con un alto grado de integración.
En verdad, es una historia que merece ser contada, que atrajo la atención de Hannah Arendt y que puede servir de paradigma sobre las cosas que ocurren y que deberían ocurrir bajo una dictadura feroz, en este caso, la del rey Boris III y su primer ministro Filov, decididamente pro- nazi, y que había modelado la alianza alemana.
En 1940, debido al contagio o a la presión de la Alemania nazi, o a sus propias convicciones, el gobierno hizo votar en la Asamblea Nacional la Ley de protección de la Nación, que imponía a los judíos severas restricciones: pérdida en muchos casos de sus viviendas, trabajos forzosos y, por supuesto, el uso obligatorio de la estrella amarilla.
Fue sólo el primer paso. En 1942, y como premio por la colaboración en la campaña conjunta sobre Yugoslavia y Grecia, Hitler concedió a Bulgaria la ocupación de Tracia y parte de Macedonia en Grecia; el gobierno promovió una legislación ad hoc que concedía a los habitantes de esas provincias la ciudadanía búlgara, con excepción de los judíos, como primer paso hacia su deportación, que no tardó en concretarse. Más de once mil trescientos judíos griegos fueron entregados a las garras de Eichmann, que los envió a las cámaras de gas de Auschwitz y Treblinka. Era obvio que las deportaciones se extenderían inmediatamente a Bulgaria.
Y aquí es donde la historia de los judíos búlgaros se aparta de la del resto de Europa (salvo Holanda) y se erige en modelo universal. Porque la noticia de que se avecinaba una deportación masiva provocó también una reacción masiva. En la capital, Sofía, estallaron grandes manifestaciones callejeras en contra de la deportación, lideradas por los jefes de la Iglesia Ortodoxa Búlgara. Stefan, el metropolitano de Sofía (equivalente a un arzobispo en la Iglesia Católica), envió telegramas de protesta al rey, y Cirilo, el metropolitano de Plovdiv, según se dice, amenazó con acostarse en los rieles delante de los trenes que transportaran deportados.
El rey y su primer ministro, empero, siguieron adelante con su política. Pero cuando los judíos de Kyustendil, una ciudad cercana a Sofía, fueron arrestados, se presentó en la capital una delegación de los ciudadanos prominentes para apelar directamente a Dimitur Peshev, el vicepresidente de la Asamblea Nacional.
Ahora bien, Dimitur Peshev era un político de la derecha radical gobernante –la Asamblea Nacional era casi un apéndice del Ejecutivo– y sin embargo, él y otros cuarenta y dos diputados, arriesgando vidas, haciendas y carreras políticas, firmaron una declaración en contra de las deportaciones. Mientras tanto, el metropolitano Stefan invitaba al Gran principal rabino de Bulgaria a vivir en su casa.
El rey Boris y el primer ministro Filov vacilaron. Incapaces de enfrentar la reacción generalizada, postergaron las deportaciones y casi inmediatamente las suspendieron, enfrentando a los alemanes. Ninguno de los tristes trenes de la muerte partió de Bulgaria desde agosto de 1943.
En realidad, las primeras protestas habían estallado antes, cuando se votó la Ley de Protección de la Nación. Los intelectuales más conocidos de Bulgaria firmaron un manifiesto, e inmediatamente llovieron manifiestos de organizaciones profesionales, políticas y religiosas ante la Asamblea Nacional. La ley se promulgó de todas maneras, pero fue boicoteada por la población. Tanto los funcionarios como el público y los propios judíos ignoraron la obligación de llevar la estrella de David.
Fue la decisión de la población en 1943 y básicamente la firme postura de la Iglesia Ortodoxa, la que impidió el genocidio de los judíos búlgaros. Casi no vale la pena hacer comparaciones con el papel del papa Pío XII durante el Holocausto, o la vergonzosa actitud de la Iglesia argentina durante la dictadura militar. Pero es una historia que en general se ignora (dado que el posterior gobierno comunista de Bulgaria la borró puesto que había sido obra de un partido de derecha), pero es una historia que merece ser contada. Por eso, siguiendo a Todorov, se cuenta aquí.

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