Mar 18.11.2003

CONTRATAPA

La era Zapruder

› Por Rodrigo Fresán

UNO Las noticias son seres vivos y –como casi todo organismo– nacen, crecen, se reproducen y mueren. Y las noticias –como algunas mariposas y algunas flores– suelen vivir poco pero intensamente, alentadas y engañadas por la idea de que lo efímero puede llegar a ser inolvidable; pero lo cierto es que los colores y el perfume duran casi nada en la pupila o en la nariz y a otra cosa, a otras noticias. Hay excepciones, claro. Hay noticias inmortales que –paradójicamente– suelen estar siempre relacionadas con lo mortal y, si las coordenadas de lo terrible aparecen desdibujadas, mucho mejor todavía. Lo que nos lleva cuarenta años atrás, a un mediodía terrible de una ciudad norteamericana con nombre de serie de televisión corrupta...

DOS ...y a un presidente supuestamente astuto que decide que es un lindo día para pasear en descapotable por un territorio políticamente hostil y con una histórica propensión al gatillo caliente y aquí viene el blanco móvil y allí está un tal Abraham Zapruder filmándolo todo con una de esas novedosas camaritas domésticas y una o dos o tres o cuarenta miras telescópicas coincidiendo sobre un único objetivo y así un día normal se convierte en una de las astillas más dolorosas de la Historia y así se altera la órbita del mundo y se paran las rotativas del planeta.
¿Pero qué es lo que distingue al asesinato de JFK de otros magnicidios como el de Lincoln y Lennon? Sencillo: en las noticias recién citadas se sabe –más o menos– por qué ocurrió y quién lo hizo. El asesinato de JFK, en cambio, inaugura el periódico histórico que podríamos bautizar como la Era Zapruder: está filmado, se lo puede estudiar una y otra vez, fotograma a fotograma, rewind y fast-forward y freeze-frame, y sin embargo...

TRES ¿Existirá –en tiempos donde hay biografías de casi todos– una biografía de Abraham Zapruder? La historia de un hombre común e intrascendente que, por esas cosas del destino, se descubre de pronto cámara en mano en el sitio correcto y en el momento exacto y entonces, claro, su vida cambia para siempre porque el ojo de Zapruder se convierte en el ojo de la humanidad y lo que nos revela el ojo de Zapruder no es el paisaje de una cabeza importante volando por el aire en mil pedazos sino algo todavía mucho más terrible y ominoso y sombrío: la prueba incontestable que a partir de ese 22 de noviembre de 1963 a las 12.33 del mediodía se acabó para siempre aquello de ver para creer. A partir de entonces –del segundo cero de la Era Zapruder– se puede ser testigo de todo y, al mismo tiempo, no creer en nada. No importa cuántos rifles apuntaron ni desde dónde; lo único cierto es que lo que se oyó entonces -y lo que sigue oyéndose cuatro décadas después– son los disparos de largada de una época mágica y paranoica donde todos somos un poco como esos voluntarios que, incomprensiblemente, se ponen en manos de un mago que no ofrece garantía alguna en cuanto a que lo que se cortó en dos vuelva a estar unido por más que así lo parezca.
Así, la importancia de Abraham Zapruder es la misma de alguien que descubre que el átomo puede dividirse o la de esos decisivos secundarios en algún drama isabelino o –ya que estamos hablando de Kennedy & Co.– en una saga arturiana que finaliza con la llegada de días oscuros a Camelot luego de mil días resplandecientes: sin quererlo, pero también sin poder evitarlo, Zapruder nos hizo conscientes que lo que vemos no es todo lo que hay para ver, y que detrás de toda trama existe siempre una variación escondida, un eco secreto, la idea de que aquello que suponemos es un final no es otra cosa que un principio. Y que mejor –por las dudas– ya no creer demasiado en algo. Mejor –sin dudarlo– creer en nada.

CUATRO La noche del domingo pasado me la pasé haciendo zapping entre dos canales: en uno de ellos era testigo en tiempo real de una nueva debacle de los socialistas de España a la hora de las elecciones de Catalunia (y van...); en el otro pasaban un documental de la CNN sobre los 40 años D.Z. (Después de Zapruder) y allí estaban –todavía con la incredulidad fresca bajo las arrugas– varios de los periodistas acreditados para cubrir la noticia de otro rutinario viaje presidencial y que acabaron descubriéndose como coprotagonistas de la mejor mala noticia de los últimos tiempos. Ahora todos afirman lo mismo: fueron demasiado piadosos o inocentes periodísticamente con JFK: no investigaban rumores sobre su salud, sobre su sexualidad rampante, sobre sus talento o su torpeza para tomar decisiones. Un columnista de The New York Times lo decía con las palabras y la culpa justas: “Yo creo que nuestro mayor pecado fue el de una creencia complaciente en que nos estaban contando todo lo que necesitábamos saber, y que lo que nos estaban contando era la verdad”. Después, enseguida, el bang más big y, claro, todos lloraron y se reunieron alrededor de los televisores como hombres prehistóricos al calor de un fuego para ver todo y nada en las llamas de su terror, en el modo en que esas llamas se iban alimentando de otras noticias: Lee Harvey Oswald capturado en un cine, Jackie de rosa manchado de roja y Jackie de luto, las ceremonias fúnebres y –ver para no creer otra vez– Lee Harvey Oswald asesinado por Jack Ruby frente a las cámaras para que el mundo entero lo viera en blanco y negro y en vivo y en muerto y en directo.

CINCO El primer gran libro escrito sobre el asesinato de JFK fue el informe de la Comisión Warren: un caos de suposiciones y terminología entre técnica y obtusa que no hizo más que estimular la escritura de otros miles de libros posibilitados para afirmar lo que se les ocurriera a sus sucesivos autores, muchos de ellos dueños de una imaginación descarrilando hacia los territorios del delirio. No importa: el hecho es que hoy el 80 por ciento de los ciudadanos de USA está seguro de que hubo una conspiración. Y he ahí el ántrax de alto contagio: a partir de entonces -transbordadores espaciales estallando en los cielos de Florida y torres gemelas viniéndose abajo en el horizonte de Manhattan; el helicóptero de Junior y las manos de Perón– todo se nos hace sospechosamente inverosímil, cuestionable, digno de nuestra desconfianza. La fascinación de la saga Matrix se apoya firme sobre las arenas movedizas de lo que podría ser y no podemos saber por más que lo veamos.
Creer o no creer, esa es la cuestión.
Y, sí, llegará el día en que el hombre dominará el fluir del tiempo y podrá retroceder hasta ese otro día. Y tal vez entonces se descubra que el loquito de Oswald actuó solo. Pero ya será demasiado tarde para creer en eso, para creer en algo, para creer en lo que sea o en lo que no es.

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