CONTRATAPA › A CUARENTA AÑOS DE SU ASESINATO
› Por Rodolfo Alonso *
Fue asesinado en noviembre de 1975. Ya han pasado cuatro décadas y, sin embargo, su memoria continúa tibia, encendida. Si tuviéramos que preguntarnos por lo que mantiene aún hechas brasa a sus cenizas, no tendríamos sino que acudir a una de sus propias palabras recurrentes, la que utilizó inclusive en alguno de sus títulos: pasión. Y aunque causáramos todavía la extrañeza de algún que otro extraviado en la tramoya de los géneros, ésos mismos a quienes, de vivir él, hoy, no ahorraría ninguno de aquellos urticantes epigramas suyos con nombre y apellido, esa pasión encontró su fuego y su fondo y su forma en la poesía.
Es verdad que el ensayo, la novela, el cine, la polémica, la crítica, el panfleto, la ironía y la injuria fueron algunas de las muchas apariencias que adoptó su insobornable pasión poética, pero ¿cuál de esos textos-imágenes o imágenes-textos puede alcanzar por ejemplo la densidad cabal, la grave hondura, la dolorosa belleza de sus indelebles versos “A las campanas de Orvieto”?
No se negó a experiencia alguna, ni se negó a ningún combate. Heredero poco complaciente de una gran literatura y de una envidiable conciencia civil, devolvió al mejor neorrealismo su contacto con las nuevas asperezas en Accatone o Mamma Roma, despabiló a no pocos clericales con su Ruiseñor de la Iglesia Católica pero también reintegró un profundo sentido místico y humano al mejor cristianismo con El Evangelio según San Mateo, supo recuperar la saludable rugosidad primitiva de los clásicos griegos en su sabroso Edipo Rey, teorizó siempre entre Pasión e ideología, fue capaz de inquietar a un comunismo ya tan poco dogmático como el italiano dialogando fecunda y libremente con Las cenizas de Gramsci. No dejó insulto, ofensa o diatriba sin devolver. Y se sentía fieramente orgulloso de que su propio rostro, de agudos planos cortados a pico con sólida prestancia francamente popular, le diera un parecido con Sekú Turé, entonces presidente de Guinea.
Vio la luz en Bolonia, pero sus raíces estaban en el viento. En el viento de Italia, que es Africa en el sur y Europa en el norte. En el viento del cambio y del nomadismo con que obligaron a su infancia los oficios de su padre. Nació en 1922, el año de Trilce y del modernismo brasileño. El año del Ulises y de Tierra Baldía, el año de la muerte de Proust. Pero también el año que siguió a la represión del Ejército Rojo contra los obreros revolucionarios de Kronstadt, o el año mismo de la Marcha sobre Roma, aquella caminata ostentosa que dio pie a los veinte años siniestros del fascismo. Su estrella aparecía entonces indisolublemente ligada con la historia, vivida ya no desde las bases sino desde el subsuelo, el humus mismo y a la vez fecundo pero también contradictorio de una inestable y tornadiza frontera entre lo proletario y lumpen, que conocería de primera agua al tener que volver a “adaptarse”, en 1949, a las violentas barriadas plebeyas de Roma, donde vuelve a envolverlo un dialecto, esta vez urbano y de avería. Porque en su sangre venían bullendo los jugos agridulces, macerados, fermentados, de la lengua friulana, heredada de su madre, nacida en aquella Casarsa donde él también tuvo que refugiarse, en 1943, durante la guerra.
Y ya desde entonces, desde 1940, antes aún de los primeros pasos en una Universidad, el joven Pasolini no sólo escribe en friulano, sino que ésta es directamente la lengua de sus primeros libros, y suya es la intentona de una Academiuta da Lenga Furlana. Si alguno llega a preguntarse de qué se habla cuando alguien hace referencia a la lengua materna, he aquí una respuesta. Y por eso la vida y la obra de Pier Paolo Pasolini están indisolublemente ligadas con la poesía. Mejor dicho, con esa encarnación de una lengua viva que es la poesía lograda.
Porque, a la vez, qué es lo que llaman un dialecto sino la irrupción visceral, orgánica, no controlada ni regimentada, no socializada administrativamente aún, de una comunidad sumergida junto con su lengua. Lo que ello arrastra, hecho luego teoría, aunque en verso, claro, sigue y seguirá siendo para Pasolini una verdad primaria, elemental, en el mejor sentido, tan bellamente bárbara como sanamente fecunda: “Todos juran ser puros: / puros en la lengua... naturalmente: / señal de que está sucia el alma”. Y también, magníficamente: “¡La Lengua es oscura / no límpida y la Razón es límpida, / no oscura!”. Y más aún: “Son infinitos los dialectos, las jergas, / el pronunciar, porque es infinita / la forma de la vida: / no hay que hacerlos callar, hay que poseerlos...”.
Asesinado en 1975, lo que mantiene vivas, todavía hoy, como decíamos, a las cenizas de Pier Paolo Pasolini, es lo mismo que lo volvió ineludiblemente poeta: la conciencia visceral, empática, de que la lengua es un organismo vivo, en combustión, activo, que gasta y que consume, que vive y muere, hecho a la vez de sublimaciones y detritus, pura y feroz materia nunca inerte, como la vida misma, gran mar nutricio y a la vez devorador, matriz y forma inevitable de lo humano, lengua viva en los hombres, de los hombres, por los hombres.
* Poeta, traductor, ensayista.
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