› Por Noé Jitrik
Para María Negroni
En los ya remotos años 65 La felicidad, una película de Agnès Varda, a quien se le atribuye algo tan efímero como haber sido precursora de La Nouvelle Vague, impactó no sólo en Francia sino hasta en los grupos psicoanalíticos y psicoanalizados de la Argentina; su acierto consistió en que presentaba un conflicto de relaciones que en esa década constituía en todas partes un apasionante tema, si no mayor por lo menos muy en curso: la libertad amorosa, la pluralidad de opciones, la consistencia de la fidelidad y otros coletazos de la relaciones de pareja.
Epoca de desnudos, en el cine y en las calles, visto a la distancia ese clima acentuadamente corporal, pero acompañado por discursos vehementes, explicativos y agotadores, tenían en las altas madrugadas como escena las alcobas parisinas sin duda pero también porteñas. Lo compartían en intensidad dialéctica con las noticias cubanas, el “boom” de la literatura latinoamericana, algunos brotes guerrilleros aquí y allá, en Bolivia especialmente, pero amar a más de una persona ocupaba un lugar central. Había que escucharlo, los interesados, y que aguantarlo, los psicoanalistas, y ver, unos y otros, cómo podían procesarlo sin perder el cuerpo y el alma en esas contiendas.
Quizás a eso se refirió Agnès Varda en su planteo que, por cómo le dio la vuelta, la “felicidad” del título resulta todo lo contrario. En efecto, informada, en una operación “verdad” de cuño sartreano, por un amante marido de que éste también ama a otra, la mujer escucha, paciente, comprende pero de inmediato se suicida. Feministas contemporáneas criticaron este planteo por “machista” pero tal vez tendrían que haberlo hecho por “realista”, pecado tal vez mayor, desprecio o ignorancia de la literatura: ¡un hombre queriendo ser feliz con dos mujeres sin ser africano! Era la época, como lo señalé arriba, pero esa economía del placer tenía manifestaciones que las feministas no podrían haber censurado: la que aparece en la película de François Truffaut, Jules et Jim, de 1962, en la que una mujer quiere ser feliz con dos hombres. Largas disquisiciones, la moral burguesa puesta a prueba, la libertad amorosa pero también la de la mujer, era la época.
El tema tiene un linaje: el propio Goethe lo presentó en Las afinidades electivas, y como en las dos películas mencionadas, tal vez sea un antecedente, todo termina mal, el sueño de amores libres y compartidos, gente bella y carente de toda mala vibración, sólo amor, precisamente por eso, por querer ser compartidos, no sólo no consolida la felicidad deseada y por un momento sentida sino que la convierte en un patético duelo. ¡Qué tristeza! En todos los casos mencionados, debe haber muchísimos en la literatura, el cine y, ni qué decir, en la vida real, los concernidos la buscan y en ocasiones, cuando creen encontrarla exclaman, “me siento muy feliz”. No importa si, como lo hemos visto, terminan en lo contrario a fuerza de querer ampliar el abanico de posibilidades, lo importante es la búsqueda y su culminación, el sentimiento de haberla logrado, un pleno de sentido, una irradiación corporal incontenible, hasta la sonrisa o, inclusive, el llanto, tanto más si la comprobación es compartida.
Y si bien parece un lugar común universalmente aceptado, “querer ser feliz”, quedan fuertes dudas acerca de qué es la felicidad o cómo funciona o cuándo se puede mencionar la palabra con total seguridad, con la sensación de que se está pisando terreno firme y que muchas cosas se confirman, no sólo la sensación cuyo fundamento, dicho sea de paso, sería, según Epicuro –de lo cual me informa, con escepticismo, Jorge Mara– la “ausencia de dolor”. Creo que no es suficiente y, por el contrario, a veces sucede que con dolor y todo, véanse los masoquistas que abundan en numerosos lechos mundiales, se experimenta felicidad. Más bien me va pareciendo que el sentimiento de felicidad toma forma cuando se posee algo, sobre todo un cuerpo –el orgasmo compartido y simultáneo– y, subsidiariamente, un objeto, cuanto más deseado y por fin conseguido mejor. Algo parecido a eso debe haber registrado Freud cuando articuló un punto central de su teoría, a saber la existencia del inconsciente recorrido por pulsiones, la erótica en primer lugar, que es la cuna de muchas acciones humanas pero, en particular, de la sexualidad que es como un obvio escenario en el que la exclamación de felicidad es casi un requisito necesario por el simple hecho de que si no aparece el acto mismo carece de sentido.
Hay que reconocer que esa ubicación de la felicidad en lo sexual ha tenido una gran suerte, parece su lugar natural pero eso no quita que descanse sobre lo que me gustaría llamar la “satisfacción”, un efecto esperable de la existencia de la propiedad de modo tal que podría afirmarse, sin parpadear, que es la posesión –“soy tuya/o” exclaman los amantes cuando se sienten cumplidos– lo que en el vocabulario mismo de la sexualidad otorga felicidad. Es seguro que en toda época ese mecanismo tiene que haber actuado pero que se haya formulado de esa manera, en una suerte de puente que va de la experiencia a la conciencia, es un hecho más moderno y el producto de un pensamiento que tiene a la propiedad como núcleo central, me refiero, qué duda cabe, al pensamiento burgués.
Pero confinar la idea de felicidad en lo exclusivamente sexual me parece ritual y limitado y, lo más grave, genera una retórica que tiene momentos de una chatura y vulgaridad abominables, en literatura, cine, teatro y relaciones humanas concretas. No voy a dar ejemplos pero los hay a raudales: en todos la idea de posesión, que culmina en el orgasmo, es la norma; la exaltación de ese momento privilegiado –la “pequeña muerte” lo llamaba Freud– oculta esa especie de capitalismo larvado que está en su origen. Pero, sin embargo, las cosas no terminan en ese lamentable estado, el concepto de felicidad crece como una flor en ese fango patético y en su persistencia ilumina muchos momentos de nuestra vida: corre, en ese sentido, con la misma suerte que mucho de lo que viene del sentimiento de propiedad y del capitalismo; queda incrustado en el vocabulario y es natural objeto de búsqueda y de experiencia, más allá del reducido pero muy entronizado continente orgásmico o del orgulloso sentimiento de propiedad.
Apreciamos, pues, la posibilidad de felicidad y no andamos preguntándonos acerca de la propiedad en la que radica y creemos haberla obtenido; cuando eso sucede emitimos grandes voces de entusiasmo, existimos en ella, somos privilegiados frente al universal sufrimiento que, frente a nuestros ojos, nos envuelve y asfixia.
¿Cómo definirlo y percibirlo y sentirlo como legítimo y como explicación de un sentimiento de plenitud? No podría decir mucho más en esa dirección y hasta me está pareciendo que con eso basta y, por supuesto, su búsqueda constituye un programa de vida que acaso contamine algunos programas políticos mientras que, es evidente, en muchos otros desaparece. Lo cual no quiere decir que sus manifestaciones se puedan registrar con facilidad. Pero tengo algunas, que me parecen indicativas, tal vez se comprenda adónde voy. Así, cuando Tito Monterroso declara, con toda su voz: “Acabo de escribir una frase. Me siento un Balzac” la felicidad inunda el ambiente, un logro, una relación, una iluminación acerca del poder humano de creación. Y cuando frente a una tela de Cézanne, sin necesidad de ninguna explicación, me pongo a lagrimear, no otra cosa que felicidad brota contradictoriamente de mis ojos; lo mismo que cuando escucho la voz desgarrada de Bob Dylan o cómo arranca el Trío del Archiduque de Beethoven y todo se conmueve o bien cuando, como no puede ser de otra manera, Angel Vargas evoca con esa voz inolvidable e imperecedera la vida perfumada y perdida de sus “Tres esquinas” y, porque no lo puedo olvidar, cuando Haydée Seibert arranca los primeros compases de una tocata de Juan Sebastián Bach.
Y en otro plano, quizás más esencial todavía por si los anteriores no lo son tanto o bien puedan atribuirse a una condición muy personal, no generalizable, cuando está conmigo una amiga o un amigo y de su presencia brota una luz, que siento como propia de su existencia misma que, en el glorioso instante de la comprobación de que están ahí, con toda la humanidad presente, me hace vibrar con mi propia existencia, la felicidad me inunda y no necesito de ninguna otra cosa, no me apropio de nada, no necesito que me den nada más que el goce de una existencia que significa todo, el presente y lo que nos espera, el lugar en el que eso es posible y el mundo deja de ser una temible amenaza.
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