› Por Guillermo Saccomanno
Lucre escribe sus cuentos infantiles en cuadernos escolares. Hace unos meses que publicó su último libro. Tardó años en publicarlo igual que tardó en adoptar a Belén. Los trámites de la adopción no fueron sencillos. Y varias veces pensó en cortarla con la burocracia. Si bien esas veces se convenció de seguir adelante diciéndose que publicar era igual a parir, sin duda, no era lo mismo. Y no lo era porque no podía parir. Como en un cuento feliz, la adopción le fue otorgada el mismo día que una editora independiente le dijo que la publicaría. La beba tenía algo de monita. Sintió una culpa horrible al pensarlo. No podía volverse atrás. Pobrecita, mi ángel. Nos vamos a llevar bien.
Ahora casi las tres de la madrugada. Treinta y tres grados. Oye los acondicionadores del barrio. Le habría gustado irse a Gesell unos días, pero Belén es tan chiquita.
Transpirando, en remera y bermudas, procura escribir un cuento. Pero cada vez que arranca con una frase, Belén llora. Y cuando llora es más monita que nunca. La odia, siente. Pero, en realidad, se corrige, a la que odia es a sí misma. Además odia odiarse. Si no tiene que alzarla un rato, tiene que prepararle la mamadera. Y si no son los pañales es el termómetro. Lucre tiene terror de que a Belén pueda pasarle algo. Así como escribir es un acto solitario, criar esta criatura también. Pero el llanto le borra el sentido de cada frase que empieza. Cada vez que se levanta, va hasta la cuna y duerme la beba, cuando vuelve a sentarse, ya no se acuerda qué iba a decir. No aguanta ese llanto. Trata de que no se le contagie. Pero fracasa. Lucre se aparta de la cuna. Tiene que acostumbrarse, le han dicho. No le va a pasar nada porque llore toda una noche. De acuerdo, piensa. Pero esta madrugada es demasiado. La monita se desgañita. Lucre, los ojos mojados, la mira, vuelve a la mesa. El cuaderno y sus biromes de colores la esperan.
Sus cuentos cuestionan las reglas del mundo adulto, coincidió la crítica. Reivindican el amor como derecho humano. Funcionan como un koan zen. A diferencia de otras cultoras del género, no recurre ni al sentimentalismo ni a las buenas intenciones. Lucre guarda todos los recortes de las críticas en una carpeta azul. Ningún halago la libra de la angustia que le causa el llanto de Belén. El llanto que se estrella contra las paredes.
Entra al baño, saca algodón, hace dos tapones y se los pone en los oídos. Se vuelve a sentar. Agarra la birome. El llanto la llama a través de un túnel. Tal vez debiera abandonar el cuento y retomar esa traducción de un manual de autoayuda que le encargó su editor. Porque Lucre vive de las traducciones y no de su literatura. Si no le mete con la traducción no podrá pagar el servicio médico de las dos. Y lo que es peor, no podrá pagar la muchacha. Adiós a tus ideas negativas, se llama el libro. Odia estos consejos prácticos que tratan a los lectores como robots. El llanto de Belén sube de volumen.
No te aguanto, murmura. No te aguanto más, dice ante la cuna. A Lucre le asusta pensar cómo en ciertos momentos trágicos puede verse como una turista de su propio drama. Desvía la mirada hacia el balcón de este piso a la calle. Y se pregunta: Qué pasa si lo hago.
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