Mar 16.12.2003

CONTRATAPA

La tercera margen del río

Por Rafael A. Bielsa

Es propio de muchos hombres tener una mirada recortada de la belleza femenina. Solemos decir “esa mujer tiene una piernas fenomenales”, o “una boca sensual”. Es propio de algunas mujeres que los hombres tratemos de encontrar en ellas esos retazos del deseo, sencillamente porque son lindas, aunque no sean bellas. Tienen algo, y entonces necesitamos ponerle un nombre a ese no sé qué. Marité, mi mejor amiga, era de esa clase de mujeres, era linda. La vi por última vez en el ‘76. Luego desapareció, se evaporó.
Con los años hemos podido reconstruir parcelas del final de la vida de los desaparecidos. Alguien los vio, estuvo con ellos, pasaron por algún sitio. De mi amiga, nunca más se supo nada.
Yo le dediqué un par de libros. A veces los libros se publican como se tira una botella al mar. Uno espera que alguna persona lea el nombre y el apellido y llame y diga que sabe qué pasó. Pero ése no fue el caso de Marité.
La última vez que nos vimos, entre muchas otras cosas, me dijo: “No sé cuándo terminará todo esto”. “Todo esto”, el infierno, acababa de empezar. Al poco tiempo desapareció, como yo. Pero a diferencia de mí, de ella nunca más se supo nada.
El mes pasado fui a Rosario, para declarar en la causa de la llamada Quinta de Funes, lugar en el que creía haber estado secuestrado. Mi relato, sin embargo, no coincidía con el de otros, como Jaime Dri, que habían pasado por el chupadero que Bonasso elevó desde la abominación al arte.
Yo había estado en un sótano, oía aviones, en el trayecto hasta “La Quinta” crucé un par de pasos a nivel, había cierta cercanía entre el lugar y el barrio rosarino Parquefield. “La Quinta” de la que siempre se había hablado parecía que no era la “mía”.
A los días de prestar declaración, recibí un correo electrónico en el que decía que F.B., que firmaba, había estado secuestrado conmigo. Lo llamé y quedamos en vernos el martes 9 de diciembre.
Ese día recibí un ejemplar de Rosario/12 del domingo previo, con el titular: “La otra quinta de Funes”. En el texto de la nota, un testigo que había pedido reserva de identidad describía el mismo lugar que yo había descrito ante la Justicia. Allí estaba la foto: bajo un cielo cargado de pesadumbre, se veía la estructura de la construcción, como un cráneo al que le hubiesen vaciado un cargador. Marité se hubiera reído de la lobreguez de esta descripción si la hubiese escuchado durante los años felices, los de la música y la belleza compartida.
Cuando F.B. llegó, yo tenía el diario sobre la mesa. Me contó su historia: un industrial que había dado trabajo a algunos del ERP, que luego fueron detenidos, y que a su vez... etcétera. Habían violado a su mujer, metido la cabeza de su hijo de cinco meses en el inodoro, le habían bajado los dientes, inutilizado un riñón, vuelto semiloco.
Le mostré la foto: “Aquí pasó parte de todo eso”. La miró con distancia. “No”, me contestó con seguridad, “yo no estuve aquí”. Y me empezó a dar sus razones. Que donde él había estado no había escalones en la entrada, que la “segunda Quinta” tenía gramilla y la suya, piedra de ladrillo, y otros datos.
“¿Entonces hubo una ‘tercera Quinta’?”, le pregunté. “Me parece que sí. Yo estuve chupado en el año ‘76, y donde yo estaba eran todos erpios, no había montoneros.”
¡De manera que hubo una “tercera Quinta”, la tercera margen del río de la muerte! Una sucesión de visiones sanguinolentas se desplomó sobre mi memoria. Las fotos de los muchachos muertos que veía cuando trabajaba en los tribunales federales, con los ojos vaciados y sus bocas mustias, un cielo líquido e incandescente que abolía el futuro, árboles arrasados por una fuerza ciega. Si había una “tercera”, tal vez pudiera haber una “cuarta”, o incluso una “quinta Quinta”. La sinrazón y el espanto elevados al cuadrado.
F.B. no podía dejar de hablar. “Allí no había día ni había noche, no había bondad, hasta las víctimas nos transformábamos en animales despiadados. De hecho, el destino del hombre y del animal es el mismo.” Extrañamente, sonreía todo el tiempo. De ese modo, se sentía seguro de que lo que había pasado ya no volvería.
–La piba esa que trajeron secuestrada del hotel Italia... ¿Te acordás? El de la calle Maipú.
El corazón se me detuvo.
–¿Del hotel Italia? –balbuceé.
–Sí, la habían chupado junto con la abuela, a la que abandonaron en camisón, y a la chica la trajeron a ‘la Quinta’.
–¿Se llamaba Marité Vidal? –le pregunté.
–Me parece que sí; sí, seguro.
–¿Y qué hicieron con ella?
–Mirá, allí siempre decían: ‘A los erpios, un día de parrilla y un tiro en la nuca’.
Se me quedó mirando.
–Era mi mejor amiga –probé decir.
Treinta años después, Marité decidía manifestarse. Ni todas las preguntas formuladas a lo largo de las décadas, ni las dedicatorias, ni el tortuoso deambular de los recuerdos insomnes la habían traído antes. Una declaración judicial, un correo electrónico, un encuentro eran lo que hacía falta. Ahora comenzaba otra historia, acaso sus huesos pudieran descansar en paz.
F.B. se fue con ese aire de polichinela entablillado con el que había llegado. En una semana, declararía ante el mismo juez que yo.
Al día siguiente, miércoles 10 de diciembre de 2003, abrí el correo electrónico. Enseguida me atrajo la atención un asunto titulado de modo llamativo: “Nostalgiosa llevo el alma”. Era Myriam Moore, una amiga de aquellos años. Como fondo, la nota tenía colores de postal norteamericana de los ‘50, y decía, más o menos: “Hace treinta años que no nos vemos. Tengo el alma llena de los olores y los sabores de aquellos días en los que todo era música y belleza compartida. Te mando una foto de unas vacaciones de invierno inolvidables que pasamos con los amigos en Mendoza, te va a gustar”.
Yo estoy sin barba, algo más que un adolescente. Casi arrodillada, como una centrodelantera, está Myriam, y a su lado Marité. Esa clase de mujeres en la que los hombres tratamos de encontrar recortes de deseo, sencillamente porque son lindas, aunque no sean bellas.
Linda, una mujer linda. Voy a contestarle el correo a Myriam, aunque deba decirle que todo va al mismo lugar, aunque tenga que hablarle del horror y de la maravilla.

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