Dom 13.03.2016

CONTRATAPA

¿Cómo elegir jugadores para cada equipo?

› Por Adrián Paenza

Como –casi– todos los niños que nacimos en la Argentina, en algún momento estamos expuestos a jugar algún partido de fútbol. En la época en la que yo nací había algunas calles que aún eran de tierra o empedradas. Jugar “a la pelota” tenía sus atractivos e inconvenientes. Tendría varias anécdotas para contar pero no creí que merecieran una nota. Sin embargo, varios de mis amigos me impulsaron a que compartiera alguna con aquellos que quizás las vivieron como yo, aunque más no sea porque nacimos en la misma época.

Eramos todos chicos y, como escribí más arriba, jugábamos en algún “campito” (canchas había muy pocas, al menos, para poder jugar en forma más organizada) o directamente en la calle. Había algunas reglas nunca escritas pero siempre respetadas: al primer grito de “¡Auto!”, se suspendía la acción como si nos hubiéramos quedado petrificados. La otra palabra que también hacía detener el juego era “¡Gente!”, es decir, mientras se jugaba había que atender lo que sucedía en el entorno también. Pero lo que nunca entendí hasta llegar a “muy mayor” es algo que si usted nunca escuchó hablar de lo que voy a escribir ahora, va a pensar que estábamos todos locos. La situación era así. Estaba por empezar un partido cualquiera (amateur, claro está.... nunca supe si esto sucedía entre los profesionales, pero lo dudo). El equipo que empezaba el juego, necesitaba tener dentro del “círculo central” (ficticio o real) a dos jugadores. Uno de ellos (el “centroforward”) era quien tocaba la pelota hacia adelante y una vez que daba una vuelta a toda su circunferencia, sabíamos que había empezado el partido. Hasta que eso no sucediera, los rivales tenían que estar “afuera” de ese círculo (imaginario o no). Pero lo notable es que antes de empezar el juego, el jugador que habría de tocar la pelota por primera vez, miraba a alguno de los rivales y le decía: “¡Aurieli”! (sic). Alguno de los jugadores del equipo contrario era el encargado de contestar: “¡Diez!” (también sic). Es decir, el partido no empezaba hasta que se cumplía con esta rutina. Y este ritual (por llamarlo de alguna forma) estaba extendido por todos lados. No dependía del lugar del país en donde jugáramos porque yo recuerdo haber ido a jugar a muchísimas partes y en todos lados se repetía lo mismo. Durante muchísimos años, no entendí qué es lo que hacíamos. O mejor dicho, debería decir que no entendía qué objetivo se cumplía. Hasta que no hace mucho (y lamento no recordar cómo fue que lo supe) hubo una persona del fútbol que me lo explicó y me sirvió para iluminarme: comprendí qué es lo que había pasado durante tanto tiempo. Como el fútbol es un juego de origen inglés, fueron ellos quienes lo trajeron a nuestras tierras. El clásico “fair play” se exhibía también en el fútbol y, por lo tanto, las dos palabras que escribí más arriba que yo nunca había logrado entender, resultaban ser dos adaptaciones “fonéticas” de lo que escuchábamos a los europeos. En realidad, “aurieli” era nuestra interpretación de “are you ready”, que en inglés significa: “¿están listos?” y naturalmente, si el otro equipo estaba listo, debía contestar que ¡sí!, solo que en lugar de entender que lo que se decía era “¡yes!”, se replicaba “¡diez!”[1].

Y hay algo mucho más reciente que me sorprendió porque no puedo entender cómo no se me/nos ocurrió antes, y de paso, me dio una excusa para elegir el título de esta nota. En esos mismos “campitos” o en la calle, cuando estábamos todos reunidos, había que elegir cómo distribuirnos, quién jugaba con quién. Y hacíamos así: primero, había dos jugadores que eran tácitamente reconocidos por sus pares (nosotros) como los dos mejores que habrían de participar del partido. Puedo afirmar rotundamente que yo nunca tuve el privilegio de ser uno de esos. Una vez que se sabía quiénes liderarían cada bando, había que determinar cómo nos habríamos de distribuir. Estos dos jugadores se situaban a una distancia aproximada de unos cinco metros (no tome muy “literalmente” estos números porque en realidad no me acuerdo, pero poco importa para lo que quiero contar acá). Una vez que esto sucedía, cada uno iba dando un paso en dirección al otro, apoyando primero un pie y cuando le tocaba avanzar otra vez, apoyaba el segundo pie de manera tal que la punta del que ya estaba en el piso tocara el talón del que tendría por delante. El primero que llegaba con la punta de su zapatilla/botín/zapato (o lo que fuere, porque algunas veces jugábamos descalzos), a “tocar” la punta del pie del otro, tenía garantizado que iniciaría la elección. No se le escapa a usted que quien tuviera ese privilegio, tenía la oportunidad de elegir “el mejor de todos los jugadores que no eran ninguno de ellos dos”, o sea, el mejor del ‘resto’. A partir de allí, se iban alternando hasta agotar a los jugadores.

Varias cosas que le invito a que piense conmigo:

a) Ser uno de los dos “capitanes” era un privilegio muy particular, y mucho más si ni siquiera había que decidir quiénes lo serían. Era tal el peso específico de los dos mejores, que no había discusión ni votación ni debate: era así ¡y listo!

b) Los peores “iban al arco”. Otra verdad que nunca se discutía. O los más gordos o los menos atléticos, pero esencialmente quedaba establecido que los que peor jugaban terminarían arrumbados “lejos del juego”.

c) Por último: ¿se imagina quedar uno de los últimos para ser elegido? Si usted está leyendo estas líneas, de la misma forma que los capitanes no se elegían, llegado el instante final de la distribución de los “peores”, estar en ese grupo (del que formé parte... más veces de las que me hubiera gustado) era bochornoso. Y ni hablar de que al final, cuando ya la selección no tendría mayor incidencia en cada equipo y tratando de exhibir su “generosidad” para con el otro, uno de los dos capitanes se podía permitir: “Bueno, quedate vos con los dos que quedan. Jueguen ustedes con uno más, ¡no importa!”.

No quiero arrancar en la dirección del impacto psicológico que eso tenía (y estoy seguro de que aún hoy tiene), sino que quiero ir para “otro lado”, algo así como aportar un agregado del siglo XXI. Nunca presté atención al hecho que esa forma de elegir no es tan equitativa como parece.

Es decir, está todo bien hasta el momento de decidir quién elige primero. No importa cuál sea el método, alguno de los dos capitanes tiene que elegir, pero lo que nunca pensé es que “la alternancia” no es el método más justo. Se pueden proponer mejores y me llama mucho la atención que nunca escuché –entre nosotros- que alguien hubiera dudado del procedimiento.

Fíjese ahora en esto que se podría hacer: llamemos A y B a los dos capitanes. Uno de los dos empezará eligiendo, digamos “A”. Ahora bien, después de A tiene que elegir B y hasta acá está todo bien también. Pero después, mi propuesta es que ¡vuelva a elegir B!

De esta forma, se compensaría/equilibraría el hecho de que A eligió primero. Eso le dio la alternativa de elegir el mejor jugador de todos los que estaban disponibles para el juego, pero entonces, B tendría que elegir en el lugar 2 y 3 también, y A debería volver a elegir recién en el cuarto lugar. De hecho, la secuencia tendría que ser así:

A-B-B-A-B-A-A-B... (*)

(y de haber ganado B “al pisar”, entonces, la selección debería ser:

B-A-A-B-A-B-B-A... (**)

Esta forma de elegir tiene su origen en lo que se llama la sucesión de “Thue-Morse”. Es decir, no se me ocurrió a mí, pero lo que sí me parece es que se podría adaptar esa idea en el caso de tener que seleccionar dos equipos (de fútbol o de lo que sea) [2].

Una observación final: no quiero decir que “antes” éramos mejores porque éramos más “caballeros” porque les preguntábamos a los rivales si estaban listos para empezar: ¡no! Más aún, ni siquiera sabíamos que eso era lo que hacíamos, de manera tal que no puedo proponer que nos quedemos con el crédito de algo que no elegíamos hacer con esa idea. Cada uno de nosotros vivió una época distinta, ni mejor ni peor: distintas. Yo disfruté de la que me tocó vivir en aquel momento y hoy cambió, y lo que sí puedo decir, que ya es muchísimo más opinable, es que estoy convencido que cambió para mejor. Sí, ya sé: usted no está de acuerdo, ¿no es así? No importa, muchas veces yo tampoco estoy de acuerdo conmigo mismo, pero en este caso... sí.

[1] Hace unos días, enterado de esta historia, fue Manu Ginóbili quien me advirtió que él ya la había leído en un artículo escrito por Rolando Hanglin en el diario La Nación, pero Rolando la cuenta con “Aurieri” y yo la recuerdo como “Aurieli”, pero a los efectos prácticos es exactamente lo mismo. Yo le creería más a Rolando que a mí, pero igualmente, como yo no estaba enterado de esa nota, lo tomo como una “validación” más de mi recuerdo.

[2] Una curiosidad (quizá solo para quienes tienen algún gusto particular por la matemática). Fíjese que (si hubiera ocho jugadores nada más), lo que estoy proponiendo es que los lugares en donde elige A son: 1, 4, 6 y 7 (ver en (*)), y los lugares en donde elige B son: 2, 3, 5 y 8.

Un hecho notable, que serviría para justificar aún más la igualdad de fuerzas que se consigue con esta forma de elegir, es que si uno “suma” los lugares en los que elige cada uno, fíjese que A (al elegir en los lugares 1, 4, 6 y 7) esa suma es: 1+4+6+7 = 18, mientras que B (al sumar los lugares 2,3,5 y 8) obtiene el número: 2+3+5+8 que ¡también es igual a 18! Pero, aún más: si uno “elevara al cuadrado” a los números que indican la posición en la que elige cada uno, y después las suma, fíjese lo que sucede:

12 + 42 + 62 + 72 = 1 + 16 + 36 + 49 = 102

y por otro lado,

22 + 32 + 52 + 82 = 4 + 9 + 25 + 64 = 102

y esto, le da aún más fuerza a la paridad que se logra.

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