CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR
› Por Juan Sasturain
Con fondo musical de Ennio Morricone,
por favor.
En la película del excesivo gordo Sergio Leone, estaba claro que el rubio y taciturno Eastwood era el bueno, el oscuro y sesgado Lee Van Cleef –perfil de ave de cetrería– el malo; y el maravilloso Eli Wallach –que se murió hace poco, enterito y casi de cien años– era el feo, el atorrante, el estereotipado bandido mejicano capaz de traicionar entre morisquetas. Qué personaje, Tuco.
Pero, en realidad, la película se llamaba Il buono, il brutto e il cattivo (literal: El bueno, el feo y el malo) pero por alguna razón misteriosa, como siempre, por acá vertimos la enumeración calificativa de los personajes puntuales en términos casi arquetípicos, esenciales, como si encarnaran categorías universales. Pero además modificamos el orden, cuando en el título original –más coherente con el desarrollo argumental– el bueno y el feo son un equívoco y forzado equipo por conveniencia, y el malo, un enemigo en común. No vamos a contar (ni nos acordamos de toda) la película, pero utilizando una de sus habituales y demoradísimas “situaciones de horca”, Leone expone en este caso una resolución final reveladora al respecto: cuál era el enemigo y cuál el adversario.
La perfidia ha quedado confinada al bolero y sólo en el título: “Mujer, si puedes tú con Dios hablar...” y, como adjetivo, cristalizada en la fórmula que anatemiza a los británicos con especial referencia a los ingleses –“La pérfida Albión”– y que es más vieja que el mismo Napoleón que le dio aire y enconada referencia puntual, en su caso. Lo pérfido esencial es el doblez, la traición. En origen etimológico, la perfidia es la mala fe del que no cumple un juramento. Pesadísima, sinuosa, la perfidia. En la literatura popular, la condición pérfida estaba estereotipada en tipos intrigantes de fino bigotito. Aunque ese modelo, se sabe, cambia con los tiempos y las modas.
En el retomado debate sobre las víctimas del terrorismo de Estado durante la última Dictadura, y más puntualmente sobre el número (la cifra) de desaparecidos, están claramente determinados –en cuanto a los actores– los campos de lo bueno y lo malo por el acto mismo de la desaparición forzada. Un acto aberrante que nadie cuestiona. Pero hay ahora una fea cuestión. Una novedad que tiene que ver con lo interpretativo de un dato, si se quiere un detalle (el número) que deviene, por contexto, por oportunidad, moralmente inaceptable.
Es decir: hoy, aquí, con la derecha en el gobierno y con plenos poderes como nunca antes desde la Dictadura para los sectores económicos más concentrados, poner el énfasis y la cuestión principal en el número preciso de las víctimas en un contexto de opinión compartido por negacionistas y a través de medios cómplices de los desaparecedores es feo; más aún: es lo feo. Pero no sólo es feo. Es pérfido, es lo pérfido.
Porque la discusión sobre las políticas de Derechos Humanos de los gobiernos kirchneristas es una cosa importante –que bien se puede analizar y criticar e incluso compartir las objeciones en ciertos aspectos– pero no es eso lo que realmente está en cuestión. La pregunta es: ¿A alguno de estos “preocupados” por el ajuste del número correcto le importa esclarecer exactamente cuántos fueron los desaparecidos? Tengo el derecho a sospechar que no. Realmente, les importa un carajo. Lo que les interesa es “demostrar” que el gobierna anterior “mentía” y que cabe descalificar por lo tanto esa política de derechos humanos “sustentada” en la mentira. ¿Y por qué es necesario descalificar la política de derechos humanos de los gobiernos inmediatamente anteriores? Porque estos gobiernos se habían empeñado en avanzar sobre un campo minado, sobre una zona incómoda para los poderes fácticos concentrados hoy en el gobierno y el poder: las responsabilidades y complicidades de la sociedad civil con la Dictadura. Eso es lo que (les) jode.
Para terminar: lo pérfido consiste, a través de un discurso que se pretende –y acaso (se) cree– ecuánime y sinceramente preocupado por esclarecer la verdad de una cifra, en embarrar la cancha, distraer la atención de los hechos básicos que están en juego. Hay doblez en el gesto. No sé qué compulsión o necesidad oscura de autojustificación hace que alguien –si no es, como creo que no es, por convicciones profundas ni tampoco, ni mucho menos, por dinero– más allá del ocasional fastidio o la calentura política, elige pararse soberbia, casi frívolamente, en ese lugar tan funcional a los peores de hoy y de siempre.
Estuve viendo en estos días otras películas de Leone, y en la monumental Erase una vez en América –con De Niro y el terrible James Woods– hay varias que no sé si son respuestas pero sí son reflexiones siempre útiles alrededor de la pregunta –de algún modo retórica– que se formula al final del párrafo anterior: ¿por qué hacer / decir cosas así? Debería ser de visión obligatoria en ciertos ámbitos vinculados a la Cultura.
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