› Por Vicente Battista
La quema de libros es un hábito que se repite en todas las dictaduras, aunque no siempre es necesario recurrir a las llamas para ejercer la censura, un modo sutil de lograrlo es reduciendo el espacio de las Bibliotecas. Borges imaginó una capaz de contener al universo, que existía ab aeterno, que “abarcaba todos los libros”, que no contenía “dos libros idénticos” y que ciertamente sólo podía ser “obra de un dios”. El cuento “La Biblioteca de Babel” data de 1941 y continúa fascinando por su estructura, inquietantemente matemática. Pero, claro está, se trata de una ficción. Sin embargo, existió otra Biblioteca que suele ofrecerse como paradigma, no en Babel sino en Alejandría, que no tuvo su origen en la eternidad sino en el año 320 a.C. Fue Alejandro Magno quien la imaginó, aunque no llegó a conocerla: murió tres años después de que Ptolomeo I Sóter, su amigo, escudero y sucesor como faraón de Egipto, ordenara la construcción. Alejandro Magno, aseguran algunos historiadores, se proponía fortalecer la cultura griega en el centro mismo de la conservadora cultura egipcia, una biblioteca era el vehículo adecuado para conseguirlo. La obra comenzada por Ptolomeo I Sóter fue ampliada por su hijo Ptolomeo II Filadelfo, en tanto que Ptolomeo III construyó un segundo edificio al que llamaron Biblioteca Hija. Un centenar de poetas y filósofos se dedicaban a mantener ambas bibliotecas, conformadas por amplios salones que guardaban cerca de 900.000 manuscritos. Entre los papiros se dice que había más de cien obras de Sófocles, de las que únicamente han quedado siete. Las dos bibliotecas no solo guardaban las copias de la totalidad de los libros del mundo antiguo, también eran un espacio vivo y permanente de investigación, estudio y discusión.
El 9 de noviembre del 48 a.C., Julio César tuvo la infortunada ocurrencia de mandar a incendiar tres naves romanas con el propósito de lanzarlas contra la flota egipcia que lo asediaba en Alejandría. Diezmó parte de esa flota, pero también devastó un amplio sector de la Biblioteca, un inesperado desvío del viento fue la causa de ese catástrofe, se trató de la primera gran destrucción, aunque no la última. Durante el siglo II y a lo largo del III un sin fin de desastres guerreros y naturales asediaron a Alejandría y, claro está, a su célebre Biblioteca. En 297, tras la toma de la ciudad, Diocleciano ordenó que se quemaran los miles de papiros relacionados con la alquimia y las ciencias herméticas. El 21 de julio de 365, Alejandría sufrió un terremoto que dejó un saldo de 50.000 muertos. Es probable que en esos días haya desaparecido el edificio mayor y sólo se conservaran 40.000 rollos en la llamada Biblioteca Hija. En 642 los árabes tomaron Alejandría, al entrar a la ciudad, el comandante musulmán Amr ibn al-As se dirigió al califa Umar ibn al-Jattab para preguntarle qué hacer con los papiros que se guardaban en la Biblioteca. La respuesta del califa fue terminante: “Si los libros contienen la misma doctrina del Corán, no sirven para nada porque repiten; si los libros no están de acuerdo con la doctrina del Corán, no tiene caso conservarlos”. La sentencia no admitía dudas. El historiador Ibn al-Qifti dejó constancia de que los papiros sirvieron como combustible para los baños públicos por espacio de seis meses. Aquella maravilla que imaginara Alejandro Magno y pusieran en marcha los Ptolomeos se redujo a un montón de cenizas.
La historia de nuestra Biblioteca Nacional es muchísimo más corta y menos violenta. El 13 de septiembre de 1810, a solo tres meses de constituirse la Primera Junta de Gobierno independiente de España, Mariano Moreno fundó la Biblioteca Pública de Buenos Aires, precursora de la actual Biblioteca Nacional. Admirador de la Revolución Francesa y declaradamente jacobino, Moreno se proponía fortalecer una cultura progresista en desmedro de una cultura conservadora: la Biblioteca Pública de Buenos Aires no debía limitarse a ser un prolijo depósito de libros sino un organismo vivo y actuante, abierto al intercambio de ideas, al estudio, a la investigación y a la polémica. Hubo directores que hicieron posible estos objetivos y enorgullecieron a la institución, hubo otros que la avergonzaron. Paul Groussac es un buen ejemplo para el primer caso, Gustavo Martínez Zubiría para el segundo. Groussac estuvo al frente de la Biblioteca Nacional desde 1825 hasta 1949 y a lo largo de esos cuarenta y cuatro años hizo que el viejo edificio de la calle México se convirtiera en un sitio de permanente discusión, desde la historia hasta la literatura, tal como sucedía en las páginas de las dos revistas que el propio Groussac editara: La Biblioteca y Anales de la Biblioteca. Gustavo Martínez Zubiría fue nombrado director luego del golpe militar del general Uriburu y se mantuvo en su puesto a lo largo de veinticuatro años, desde 1931 hasta 1955. Por aquellos días y bajo el seudónimo de Hugo Wast cargaba en su morral un buen número de novelas que no destacaban precisamente por su calidad literaria. En dos de ellas, “El Kahal” y “Oro”, dio fe de su vehemente antisemitismo proyectado, además, en la Biblioteca que él dirigía: los investigadores de origen judío tenían prohibido el ingreso a la sala de atención preferencial. Boleslao Lewin, autor de un libro clave en torno a la figura de Túpac Amaru, fue uno de los judíos que sufrió esa prohibición. Hubo otro, Cesar Tiempo, entonces secretario de la SADE, quien en una aguda polémica se ocupó de demoler al exasperado antisemita. Hoy Hugo Wast es una curiosidad antes que un escritor.
Jorge Luis Borges, que se figurara el paraíso bajo la especie de una biblioteca, vivió ese paraíso desde 1955 hasta 1973, que uno de nuestro más grandes escritores, para quien leer “es una actividad posterior a la de escribir: más resignada, más civil, más intelectual”, haya sido director de la Biblioteca Nacional honra a la institución. José Edmundo Clemente y Horacio Hernán Hernández fueron sus directores durante la última dictadura cívico-militar. A Horacio Salas, director durante el primer año del gobierno del presidente Kirchner, se le debe la puesta en marcha de los talleres libres y gratuitos dedicados a diferentes ramas del arte y la literatura. En 2005, Horacio González asumió como director y se mantuvo al frente hasta diciembre de 2015. A lo largo de esos diez años cumplió fielmente con el legado de Mariano Moreno: impulsó la reedición de La Biblioteca, aquella legendaria revista que Paul Groussac publicara en 1896, hizo posible la edición en facsímil de varias revistas culturales de probada trascendencia en las últimas décadas, rescató y editó algunos títulos injustamente olvidados de nuestra literatura, permitió que las diferentes salas del edificio se convirtieran en ámbitos de discusión y enseñanza: se celebraron conferencias y mesas redondas, presentaciones de libros y espectáculos artísticos, y, por supuesto, se multiplicaron los talleres heredados de la dirección anterior, el monumental edificio de cemento que proyectara el arquitecto Clorindo Testa parecía vibrar como consecuencia de las múltiples actividades que albergaba. Esto no es todo: en octubre de 2011 inauguró el Museo del Libro y de la Lengua, un edificio vecino a la Biblioteca, “pensado como un recorrido por la cultura nacional, por la experiencia de nuestra condición de hablantes y de lectores”.
El actual gobierno de derecha (que otros llaman Cambiemos) considera que la cultura no es un bien de consumo, por lo que a poco de asumir, entre otras barbaridades, clausuró el Centro Cultural Kirchner y dejó en la calle a más de quinientos trabajadores del Ministerio de Cultura. Esta, dicen, apenas es una cifra inicial, aseguran que van por más y que ahora le toca el turno a la Biblioteca Nacional. Se ha anunciado que su nuevo director será Alberto Manguel, un escritor y ensayista que desde 1964 hasta 1968 visitó regularmente a Borges con el solo fin de leerle los textos que su admirado maestro le indicaba. Igual que Borges, no disimula el amor por los libros: su biblioteca personal guarda más de cuarenta mil volúmenes. Es el autor de “Una historia de la lectura”, que se centra precisamente en la soslayada importancia del papel del lector. Posee otros méritos, entre ellos que María Kodama lo haya demandado. Sin embargo, en base a ciertos reportajes a Manguel y a los inevitables murmullos que circulan, todo indicaría que en esta nueva etapa de la Biblioteca Nacional se pondría fin a los ya clásicos talleres, no habría mesas de discusión, presentaciones de libros y otros actos similares porque, afirman las posibles y atildadas autoridades, perturbarían la pálida paz que se le pretende dar al recinto. El espacio vivo y activo que hasta hoy detentaba se convertiría en una suerte de anacrónico perímetro destinado al retiro espiritual.
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