› Por Enrique Medina
Nada te fue fácil desde tu nacimiento en Courbevoie, suburbio de la clase obrera donde trabajaste en sus fábricas. Saltaste de taquígrafa a corista en teatritos de revistas. Fuiste amante de un banquero tan pedante que se creía bordado a mano. Gracias a él descubriste el lujo y la gente linda, buena comida, farra y perfumes caros. Moise Kisling te pintó bellamente desnuda en un cuadro que bien exhibe y cuida el Museo del Petit Palais de Ginebra. Tu silencioso enamorado Jacques Prévert escribe un guión para vos. Como no te aceptan él le dice a Marcel Carné: “Olvidate del guión si la estrella no es sólo ella”... Carné te odiaba porque además de no aceptarle el galanteo, exigiste el dinero más alto hasta entonces en el cine francés. En una gala descubrís alemanes, y te lo presentan. Articulaste: Hans-Junger-Soehring, y en su uniforme compendiaste cielo y tierra. Te embarazó. Resolviste abortar sin consultarle, nunca te lo perdonó. La resistencia te condenó a muerte y Jean-Louis Barrault, que le había dado la historia a Prévert para el guión, intermedió logrando que por fin Marcel Carné aceptara tus exigencias. Los niños del Paraíso obtuvo un premio especial en Venecia y Prévert fue candidato al Oscar por mejor guión original. Los que saben dictaminaron: “La mejor película francesa del siglo XX”. Pero vos no asististe al estreno por estar presa, habías cometido “colaboración horizontal” al enamorarte de un oficial alemán que ya se había ido... La Piaf se disculpó diciendo: “Todo lo que hice en mi vida es desobedecer”, y a la Chanel le pidieron disculpas de parte de Churchill. Ellas eran tan astutas que podían zambullirse en el mar y emerger prolijamente secas. Vos nunca dejaste el barrio y te resignaste a sufrir la prisión con serenidad y coraje. Pasaste por los calabozos de la Conciergerie; después Drancy y al final la prisión en Fresnes. Más experimentada que lechuza cascoteada, confesaste: “En mi cama nunca hubo uniformes... Si no querían que me acostara con un alemán, no deberían haberlos dejado entrar. Mi corazón es francés, pero con mi culo hago lo que quiero, es internacional”. Te prepotearon y los paraste en seco: “Cuidadito con tocarme, soy una obra de arte”... Intervino tu querida amiga de la resistencia, y así como antes vos, gracias a Hans, la habías salvado de la Gestapo, ahora ella obtenía tu libertad. Te filtrás hasta Baviera, lo amás, pero te negás a casarte. Retornás destruida, dejás pasar el tiempo. Sin terminar de recuperarte ahora se te aparece Hans, insistiendo; con más razones que un santo vuelve a pedirte la mano, humilde y arrodillado. Le negás casamiento, familia, hijos, irte con él al Olimpo; vos amabas tu patria. Con Prévert y Carné filmás dos películas que son dos fracasos. Jean Cocteau te llama para que hagas en teatro Un tranvía llamado Deseo. Los mismos que al abrirse el telón te silbaron puta de mierda con abucheos que hicieron temblar el teatro, al finalizar aplaudieron de pie tu interpretación de Blanche Dubois, cuya original frase final: “siempre dependí de los extranjeros”, a sugerencia de tu protector Prévert, Cocteau aceptó modificar por “siempre dependí de lo desconocido”, y evitarte sangrientas bromas... Una carta de Céline desde Dinamarca te informa que está escribiendo para vos. Henri Matisse te busca para retratarte. Un accidente te priva de la vista de un ojo, pero no te amilanás, aun ciega ganarás. Pues sí, te nombran jurado en el Festival de Cannes de 1956. Hans te escribe sobre su familia y sus trabajos. Cruzás fronteras para verlo una vez más. Conocés a su mujer y a los que debieron ser tus hijos. Regresaste a tu querida Francia con el hermoso dolor de dejarlo feliz. Necesitada de estímulo recibís a Céline llegando del exilio. Ambos son de Courbevoie y ambos sufren insultos y dardos envenenados. El tiempo nos despedaza sin avisar, pensaste cuando ella apareció inesperada y sola, viuda, notificándote el fatal accidente de Hans, ahogado en el río Congo mientras nadaba. Te devuelve las cartas que él mantuvo muy bien escondidas. Puso la mano sobre el paquete y mirándote te dijo: “No las leí”... Vos sabías que era así porque no cualquiera hubiera sido su mujer. A partir de ese instante jamás tuviste amantes. Todo tu amor de mujer se había ido con él. Volviste a filmar, ahora con buena repercusión. Estando casi ciega, por invitación de Cocteau hacés Los monstruos sagrados. Publicaste La defensa y Soy lo que soy. Un periodista te preguntó qué te gustaría que se dijera luego de tu muerte... “Esa mujer jamás fue falsa.” Lo dijiste como si supieras que luego de tu partida, el gobierno te honraría poniendo tu imagen en la moneda de cien francos. A tus noventa aceptaste que te festejaran el cumpleaños. La sorpresa fue la imprevista llegada de Marcel Carné, animado, a tus pies. Reíste, festejaste con él, y con los fantasmas que te rodeaban también felices. A pesar de esos culos de botella que usabas de anteojos, pudiste verlos espléndidos y encantadores pendientes de vos: Raimu, Sacha Guitry, Orson Welles del brazo de Mistinguette; Fernandel, con sus dientes de caballo; Michel Simon, feliz de ser presidente de jurado en un concurso de culos; Jean Gabin, ofrendándote amor eterno; Louis Jouvet, requiriéndote para su nueva obra teatral; Jean-Louis Barrault, invitándote a una gira por el mundo; Michèle Morgan, reiterándote que vos siempre fuiste su modelo; Cocteau, recriminándote que no hubieras asistido a su entierro... Y allá, casi oculto en aquél rincón, tu devoto Jacques Prévert, con el cigarrillo colgando de los labios y un vaso de whisky en la mano. El mismo Prévert que continuamente te cuidó, el que siempre buscó escribir mejor tu personaje, el que pulía tus bocadillos para que a vos te fluyeran flores, el que mansamente aceptó ser sólo amigo porque nunca se te animó, el que invariablemente encontrabas observándote, el que te engalanó con un poema intenso que nunca le agradeciste, el que escribió los amores desencontrados en Los niños del Paraíso pensando que vos te darías cuenta de que el guión hablaba de ustedes, el que sin saberlo casi te sedujo cuando te rogó que grabaras junto a él sus poemas en el disco Intempéries descubriendo ambos una idéntica pasión libertaria, el mismo que agranda los ojos al ver que ahora sos vos la que vas a él, le quitás el pucho de los labios y le das el beso que siempre soñó... Por esta nobleza tuya, tardía pero de reina, Dios te cosquillea: sentís la mano en el hombro y girás, es tu Hans, tu amado fauno, lo sabías, ¡lo-sabías-lo-sabías!, y oprimís la lágrima, le balbuceás que sí, que lo esperabas. El sonríe y te extiende la mano, vos te aferrás, muy fuerte lo agarrás, lo apretás en tu corazón y él te lleva, y te vas... Te vas...
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