Lun 22.12.2003

CONTRATAPA

Sobornos bien estimulantes

› Por Leonardo Moledo

En el Municipio de Miriápolis sobornar a los legisladores era cosa corriente y las leyes se compraban y se vendían por el sencillo expediente de repartir dinero abiertamente entre los integrantes del Consejo Municipal. No era una mala práctica, ya que le daba al tratamiento legislativo una transparencia que los turbios manejos de la política –efectuado siempre entre bambalinas y mediante dudosas roscas– rara vez tenían. Si alguien quería que se votara una ley protegiendo los árboles, los pájaros o prohibiendo la caza de mariposas –objetivo éste del más alto interés–, bastaba con sobornar a la comisión de medio ambiente; si un artista, convencido del valor de su obra, aspiraba al premio municipal, le alcanzaba con pasar algunos dinerillos a la comisión de cultura, y si alguna empresa quería bajar los sueldos, o algún sindicato subirlos, como es la misión de empresas y sindicatos enzarzados en la lucha de clases, discretos sobres deslizados en los bolsillos de los integrantes de la comisión de asuntos laborales zanjaban la cuestión en forma pacífica (que muchos calificaban de bonapartismo).
Como es natural, había polémicas al respecto. Ciertos puristas se horrorizaban lisa y llanamente, invocando principios pasados de moda, y correspondientes a una economía no monetaria. Los defensores del sistema, por su parte, argumentaban que era legítimo, ya que no se pagaba para que un legislador cometiera ningún acto ilegal, sino para que votara una ley, lo cual, al fin y al cabo, es la tarea de un legislador y, en ese sentido, podía hasta considerárselo como un premio o un estímulo a la productividad (obviamente, a nadie se le pasaba por la cabeza, ni remotamente, que un legislador votara nada debido a convicciones o razonamientos). Algunos sostenían que se trataba de una razonable transacción, que simplemente ajustaba la política a las leyes del mercado, en tanto traducía en términos monetarios, económicos, simples y comprensibles por todo el mundo cosas tan volátiles como las ideologías. Después de todo, argüían, nunca en la vida se había escuchado que un legislador votara una ley basándose en argumentos, sino en turbios intereses corporativos, o cediendo a presiones de toda índole que no estaban al alcance del ciudadano común. El dinero entregado a cambio de leyes recibía el nombre oficial de “estímulo a la actividad legislativa”, aunque popularmente se lo siguió llamando soborno, coima, cometa, o con otros nombres desesperantes y atroces.
Un grupo de legisladores de la oposición, alarmados por la desigualdad de los montos que recibían, elaboró una reglamentación que exigía que los sobornos fueran repartidos igualitariamente entre todos los integrantes del consejo. En el afán de aumentar las sumas, impuso un tarifario obligatorio donde el monto y objetivo de cada soborno estaba especificado con detalle y autorizó la formación de cooperativas que ayudaran a reunir el dinero necesario para una ley. Las cooperativas florecieron, con gran participación ciudadana, que contribuyó al progreso y a la apertura de la comunidad, ya que cada soborno se discutía entre los vecinos en audiencias públicas, y al crecimiento económico, ya que los bancos –tímidamente primero, audazmente después– otorgaban créditos para que tal o cual ley se aprobara, al principio de acuerdo con sus intereses, luego independientemente de ellos, puesto que los intereses cubrían sobradamente cualquier inconveniente de la ley.
Como era de esperar, y siguiendo la dinámica natural del capitalismo, pronto aparecieron verdaderas compañías de sobornos, que terminaron con las cooperativas y que, de acuerdo con los bancos, ofrecían grandes cantidades de dinero para la aprobación de una ley, a condición de que algún artículo incluyera una “indemnización por gestiones” a la compañía, a cargo del erario. Las compañías de soborno gozaron largo rato de gran prestigio, y los ciudadanos se asociaban esperando obtener excelentes beneficios. Con el tiempo, las compañías de sobornos se unificaron en una única y gran Empresa General de Estímulos Legislativos. Controlada por un temible directorio de gerentes en número igual al de legisladores, centralizaba el flujo de dinero destinado al pago de las leyes y monopolizó, sin excepciones, todos los sobornos del Municipio de Miriápolis.
Los gerentes de la Empresa (como era conocida popularmente) se transformaron en los verdaderos legisladores del municipio (en tanto que los auténticos devinieron meras sombras que se limitaban a cobrar y sancionar) y acumularon grandes cuotas de poder, ya que el control de la Empresa y su enorme capital sostenido por los bancos permitía conseguir que se votase cualquier ley que se les ocurriera. Pronto montos y destinatarios de los sobornos cayeron en la órbita del secreto, el alguna vez democrático tarifario de leyes dejó de estar a la vista del público y los gerentes hicieron votar leyes de inmunidad que los protegían de cualquier amenaza judicial. Con el tiempo se supo que los gerentes se guardaban privadamente un alto porcentaje del monto que les correspondía a los legisladores, y que ellos mismos no eran insensibles a los sobornos que les ofrecían grupos de intereses. Empezaron a ostentar autos, mansiones y joyas espléndidas, y paseaban por las calles precedidos por doce portaestandartes vestidos de gabardina azul y tiernos pajecillos adornados de verde.
Fue demasiado. Un levantamiento popular estatizó la Empresa de sobornos, impuso la elección de los gerentes por sufragio universal, el control democrático del monto y los destinatarios de los sobornos, la obligación de que los sobornos pagaran impuestos progresivos, que hubiera un comité que controlara cualquier exceso, que se implementaran “bonos de soborno” accesibles a toda la población que serían repartidos por las obras sociales con cada prestación médica y que un plebiscito decidiera, en cada caso, qué ley tenían que votar los legisladores a cambio del soborno. Todo lo cual, si mal no se piensa, era una buena forma de democratizar el Municipio de Miriápolis.

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