› Por Juan Forn
Parado frente a una foto que le había hecho al pintor Bonnard en la vejez, el gran Cartier-Bresson le comentó al crítico de arte Kimmelman: “Uno puede perfectamente adivinar por qué a Picasso lo incomodaba tanto Bonnard: Picasso era un genio, pero no entendía ni la paciencia ni la ternura. Y la obra de Bonnard hay que mirarla y mirarla, hasta verla”.
Todo en Bonnard es así: cuando pintaba un ramo de flores, primero lo dejaba marchitar y recién entonces lo reproducía en la tela, de memoria, dando a los colores una vivacidad espectral. Cuando pintaba a una modelo, le pedía que no posara sino que se moviera libremente por el estudio, “así puedo pintar tu presencia y tu ausencia a la vez”. Matisse dijo que mirar los cuadros de Bonnard es como entrar en una habitación vacía y de pronto descubrir a alguien que estaba inmóvil en un rincón, o que se refleja fugazmente en un espejo, alguien que podría ser un recuerdo o un fantasma.
Así se le manifestó también su vocación: obligado por su padre a estudiar Derecho, Bonnard volvió un día de 1893 con el diploma en la mano, lo depositó en manos de su progenitor y se fue para siempre de su casa. “La pintura y el dibujo me atraían, pero no eran una pasión irresistible; lo que yo quería a toda costa era escapar de la monotonía de la vida”, dijo. Lo logró casi al instante. O, mejor dicho, reemplazó una monotonía por otra: minutos después de abandonar para siempre la casa paterna vio bajar de un tranvía a una mujer y terminó viviendo con ella los siguientes cincuenta años de su vida, durante los cuales la retrató en más de cuatrocientos cuadros (en casi cien de ellos, dentro de una bañera).
Cuando Bonnard vio a su futura mujer bajar del tranvía en el Boulevard Haussmann, la siguió hasta su trabajo y supo que bordaba perlas artificiales a las mortajas de los muertos, que decía tener dieciséis años, que se hacía llamar Marthe Meligny, que padecía tuberculosis y que estaba sola en el mundo. En realidad tenía veinticuatro años y se llamaba Marie Boursin, pero había cortado todo vínculo con su familia cuando escapó a París. En cuanto a su salud, era efectivamente delicada, pero le iba a permitir pasar cincuenta años junto a Bonnard. Más que amor a primera vista, lo que Bonnard sintió al ver bajar a Marthe del tranvía fue un mandato ineludible: había en ella algo decisivo para él como pintor. Y, de hecho, fue así. La obra de Bonnard comienza cuando empieza a pintar a Marthe.
Quizá por eso él aceptó mansamente acompañarla de una terma a otra, durante tres años, hasta que ella reconoció a regañadientes su mejoría y se asentaron en París. Pero allí boicoteó todas las amistades pictóricas de Bonnard (decía que iban al atelier a robarle los trucos). Tampoco lo dejaba salir mucho y, cuando lo acompañaba por la calle, se vestía con mil colores y se ofendía si la gente la miraba (llevaba un paraguas para taparse). Bonnard decía que Marthe era una cruza de duende y gorrión. Thadeé Natanson, el mejor amigo de la pareja, también la recuerda como un pájaro: la mirada nunca fija en algo, los pasitos cortos y saltarines, los tobillos finos acentuados por los tacos altos, la fascinación por el agua caliente (se bañaba hasta tres veces por día), e incluso la voz, pero según Natanson la voz de Marthe no sonaba como el canto de un gorrión precisamente, sino más bien como el graznido de una urraca.
Bonnard no supo el verdadero nombre de Marthe hasta que se casó con ella en 1925 (ya llegaremos a eso) y siguió creyendo hasta su muerte que ella no tenía familia (después de enterrada Marthe, en 1942, aparecieron dos hermanas que reclamaron la mitad de los bienes del pintor). Nada de eso hizo mella en él, pero en los años 20 pareció cansarse de su musa. Entre 1923 y 1924 tuvo un amorío intermitente con otra modelo: una suiza grandota, que quería ser pintora y se hacía llamar Renée Monchaty. Bonnard sólo la pintó una vez (y la hizo rubia, para diferenciarla de Marthe), pero dejó el cuadro inconcluso para irse con ella a Roma. Incluso conoció a los padres de Renée, con la intención de pedirles la mano (ellos se trasladaron desde Suiza especialmente), pero de golpe Bonnard se volvió solo a París, sin avisarle a nadie, y un mes más tarde se había casado... con Marthe.
Renée también volvió a París: a suicidarse. Dos cosas pasaron cuando los Bonnard se enteraron de la noticia: primero, Marthe revolvió el estudio hasta dar con el retrato inconcluso de Renée y lo arrojó al patio (Bonnard lo rescató sin que ella supiera) y después la pareja abandonó París para instalarse en una casa de campo en las colinas de Le Cannet, donde el clima era más adecuado para la salud de Marthe y para la vida que quería para la pareja. Desde allí le escribió Bonnard a Matisse: “La clase de artista que quiero ser pasa gran cantidad de tiempo sin hacer nada salvo mirar, un poco a su alrededor y otro poco hacia adentro”.
En aquella casa, Bonnard dio rienda suelta a su obsesión, o a su consuelo: refaccionó el baño para que tuviera calefacción y una tina especial, y lo azulejó en azul (es el baño que pintaría una y otra vez, con Marthe dentro del agua), dio a cada cuarto de la casa un color diferente (rojo, amarillo, verde, celeste), hizo un estanque artificial donde crió un único pez llamado Agenor y compró el terreno lindante sólo por el almendro que se alzaba allí. Ni siquiera las penurias de la guerra lo hicieron abandonar esa casa. Todas las mañanas salía de paseo, seguido por su perro salchicha Poucette. Primero iba a ver al pez Agenor, luego pasaba junto al almendro antes de encarar las colinas rumbo al pueblo. Bajo ese almendro escribía su diario, famoso por su laconismo (“Hoy lluvia”, “Toda la mañana de buen humor”, “Jabón, miel, queso”). Sólo tres veces en veinte años anotó una reflexión: “En el momento en que uno dice que es feliz ya no es feliz” (1929), “Mejor aburrirse solo que acompañado” (1938), “No todo el que canta está contento” (1944). El día que murió Marthe, en enero de 1942, simplemente escribió “Buen tiempo” y a continuación, con letra temblorosa, trazó una pequeña cruz.
Bonnard sobrevivió cinco años a Marthe. Siguió pintándola de memoria después de la muerte de ella (siempre con el mismo aspecto juvenil, pero, a medida que pasaban los años, con los rasgos más difuminados y ocupando un lugar cada vez menos central en los cuadros). Sus admiradores iban en peregrinación a Le Cannet. Algunos pedían retratarlo: él sólo aceptaba si lo dejaban moverse, y al rato abandonaba la habitación, o se alejaba por el campo si estaban al aire libre. Poco antes de morir, encontró el cuadro que había hecho de Renée en 1924 y decidió terminarlo. Pintó un trigal de fondo que producía un halo dorado en torno a la cabeza de ella y después agregó una figura en el costado inferior derecho del cuadro, casi dándonos la espalda, justo en la dirección hacia donde apuntaba la mirada de Renée. Aun de espaldas la figura es inmediatamente reconocible: se trata del rostro de pájaro de ya saben quién.
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