Vie 26.12.2003

CONTRATAPA

Transformaciones

› Por Juan Gelman

Cumplió 88 en octubre y su capacidad creadora no se agota: Arthur Miller está dando los toques finales a una nueva obra teatral en la que viene trabajando desde hace dos años. Está ambientada en el medio cinematográfico y su título, Finishing the picture (“Terminando la película”), es conducente y aun significativo. Tal vez confíe intimidades del gran dramaturgo acerca del fin de otra película, su vida. Por lo pronto, padece ya homenajes que rodean su figura de un hálito de autor clásico difunto: un documental de Michael Epstein que explora su tormentosa y atormentada amistad con Elia Kazan, seguido pocas semanas después por Arthur Miller, his life and work, una biografía compuesta por Martin Gottfried de reciente aparición.
Son notorias las posturas éticas opuestas que Kazan y Miller adoptaron en la década del ‘50 frente al macartismo. Citados por la Comisión de Actividades Antinorteamericanas de la Cámara de Representantes de EE.UU., el primero señaló a ocho colegas de Hollywood como sospechosos de ser comunistas. El último no dio nombre alguno, se le confiscó el pasaporte y fue condenado por desacato al Congreso, medidas que revirtió una apelación. En un texto famoso que publicara la revista Esquire, nada menos que John Steinbeck elogió el coraje personal y artístico de Miller y señaló que su actitud expresaba los valores auténticamente estadounidenses que McCarthy proclamaba defender. Kazan, por su parte, pagó un aviso de página entera en The New York Times justificando su delación porque había que combatir al comunismo de todas las maneras posibles. En la ex URSS se explicaba exactamente lo mismo en estos casos, claro que sustituyendo la palabra “comunismo” por la palabra “imperialismo”.
Cuando los años ‘50 comenzaban, Miller y Kazan presentaron a la Columbia Pictures un guión que revelaba prácticas corruptas en el gremio de estibadores de Brooklyn. La empresa puso condiciones para llevarlo a la pantalla: los burócratas sindicales debían ser comunistas y no mafiosos, como el guión proponía. Miller se negó y en Echoes down the corridor –volumen que reúne sus ensayos del período 1944-2000– refiere que esa imposición de la Columbia lo llevó a escribir Las brujas de Salem, una de las escasísimas obras literarias que en el período macartista desafiaron su loca arbitrariedad. Pese a todo, Miller reanudó su relación con Kazan y en 1999 hasta apoyó el Oscar que la Academia le otorgara por trayectoria cinematográfica, aunque guionistas y directores de Hollywood levantaron olas de protesta por la nominación. No se apaga todavía el recuerdo de la colaboración que Kazan prestó a la caza de brujas desatada por McCarthy.
Walter Bernstein, uno de los escritores incluidos en la lista negra, dijo entonces: “Kazan dañó la industria del cine, hizo todo más difícil para todos. Perdónenlo, está bien, pero no lo premien”.
Arthur Miller es un hombre y un artista marcado por la crisis del ‘29, que hirió sus 14 años de edad, y jamás canjeó por prebenda o beneficio una ética cristalina que causa admiración en el extranjero e irritación en su país. “El hecho de que Miller se considere a sí mismo un gran pensador esuno de los grandes equívocos de la vida”, pontificó James Walcott en Vanity Fair. Gottfried apunta que las críticas a Miller de los círculos culturales estadounidenses se deben sobre todo al enfoque cínico con que escritores e intelectuales yanquis de hoy leen el aliento moral de su obra, cargada de una profunda humanidad, como apenas moralismo. Lo había dicho el propio Miller: “El dramaturgo vive en territorio ocupado y él es el enemigo”.
Sus ensayos son implacables con la realidad política y los políticos de EE.UU., también con él mismo. Explica su sentido de responsabilidad social como una urgencia espiritual nacida de la necesidad de mantener un comportamiento justo para restaurar la dignidad de su padre, arruinado por el crac de los años ‘30. Confiesa que, aunque conoce racionalmente y se opone enérgicamente a “lo que podría llamarse un estado permanente de macartismo en la URSS”, su instinto vincula las imágenes de opresión con el fascismo, “porque el primer golpe a la idea de ecuanimidad” fue el ascenso de Hitler al poder. Critica la pereza de pensamiento o la ceguera deliberada de los izquierdistas que se niegan a admitir la represión que practican los regímenes totalitarios, sean de derecha o de izquierda. Estos ensayos trazan su biografía intelectual.
La otra, la real, está en su teatro, su narrativa y sus ensayos, en los que el espesor de lo vivido y el juego de la memoria de lo vivido ofrecen mucho más que la linealidad cronológica de los hechos: experiencias personales alejadas en el tiempo se juntan o chocan en nuevas circunstancias, como si éstas arrojaran una luz perfeccionadora del recuerdo, enriqueciéndolo con otras significaciones. Algo que sin duda palpitará en Finishing the picture, subrayado por el merodeo cercano de la muerte. En un EE.UU. que la TV ha convertido en “un país de entrevistados” que saben sintetizar la trivialidad –dijera Miller–, su obra continúa y se levanta como otra prueba de que la ética del arte consiste en hundirlo en la realidad y transformarla.

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