› Por Juan Forn
A principios de los 90, cuando yo trabajaba en Planeta, Gabriela Cerruti me pidió si podía recibir a una compañera de colegio de su hermanita que había escrito una novela. En mi recuerdo, la piba entró en mi oficina vestida de colegio, pero sospecho que la memoria me engaña, lo más probable es que ella viniera en uniforme sí, pero en su uniforme privado de aquel entonces (que seguiría usando más de diez años): pollera escocesa, borceguíes negros, medias negras, campera negra, los pelos negros electrizados como una tormenta alrededor de su cabeza y la mirada igual de negra, asesina. Hay que agregar los cigarrillos, fumaba como un vampiro en esa época. La novela la traía escrita en un cuaderno Arte de espiral, con hojas cuadriculadas. Es uno de los recuerdos más lindos que tengo de mi época de editor: yo leyendo, ella fumando, yo preguntando a contaduría si podían preparar un contrato tipo y habilitarme un cheque por mil pesos-dólares para que aquella minipunk humeante e indiferente llamada Mariana Enriquez pudiera ir a comprarse una computadora, tipear la novela y traérmela, porque ese día mismo quedaba contratada, aunque antes un pequeño detalle: ¿era mayor de edad ya o tenía que venir la mamá a firmar el contrato?
La novela era hermosamente negra, se llamaba Bajar es lo peor y estaba protagonizada por una pandilla de darkies terminales que eran los amigos imaginarios perfectos de Mariana Enriquez. Por esa putadas del mundo editorial, cuando el libro salió no fue en Biblioteca del Sur, mi pequeño mundo privado de aquel entonces, sino que lo derivaron a una colección nueva que iba a dirigir Lanata con bombos y platillos y las consecuencias habituales. “La novelista más joven de la literatura argentina”, decían los spots de radio. La querían llevar a almorzar con Mirtha Legrand, imagínense. Por suerte hubo cosas buenas, también: Aristarain se interesó, estuvo a punto de filmarla, hubiera estado bueno ese maridaje, lástima que no salió, pero igual entre los avispados empezó a circular el nombre de la pequeña vampírica.
En los años siguientes su firma empezó a aparecer en este diario y después en Radar, y también en otros medios, muchos: la piba publicaba en todas partes, aceptaba incluso escribir con consigna en revistas delirantes tipo Latido, y sin embargo cada cosa que le salía estaba buena, su nota justificaba el número entero, siempre. La parte literaria, en cambio, la llevaba a otro ritmo, mucho más lento, y de hecho dio uno que otro rodeo hasta que, en los cuentos de Los Peligros de Fumar en la Cama (2009, les dije que era lenta), sintió que había encontrado algo, una napa subterránea, un lugar, una voz. Yo creo que ella lo sintió porque sus lectores más fieles lo sintieron, pero de vuelta se tomó su tiempo para procesarlo desde su lado literario. Primero hizo dos libros “periodísticos”, según la reduccionista jerga de nuestro oficio: uno sobre los viajes que hizo para conocer cementerios y otro sobre la vida de Silvina Ocampo. Fueron un capricho y un encargo, según ella: con tal de conocer un nuevo cementerio Mariana Enriquez está más que dispuesta a pagar, pero para escribir sobre Silvina Ocampo le tuvieron que pagar a ella (dice que Silvina no la convence del todo, se le vuelve pegajosa, la engancha más la figura que la obra, la hermana menor, la loca del altillo sentada a la mesa entre los cuerdos).
Recién este año se decidió a dar el paso siguiente de su lado “literario”: doce cuentos de miedo, de miedo argentino, que forman un libro llamado Las Cosas que Perdimos en el Fuego. Es siempre un gran momento ver a un escritor ocupar su territorio, plantar bandera y ofrecerlo a los lectores, en pleno dominio de su capacidad expresiva: ese “aquí estoy, esto es lo que hago”. ¿Pero qué hace exactamente Mariana Enriquez en su libro con el miedo argentino, el miedo de acá y ahora? Es un efecto envolvente. Empieza por la prosa, muy fluida y muy precisa a la vez, las cosas aparecen como frotadas con alcohol, hipernítidas. Lo mismo pasa con los personajes: en los cuentos de miedo, el personaje tiende a ser una mera excusa, un envase vacío al que el autor propina las sucesivas desventuras que le hará padecer. Acá es diferente; no valen los trucos habituales del género, ni los personajes maqueta ni los efectismos tipo cortina musical terrorífica de fondo; la apuesta es conseguirlo sin apelar a ello. Los personajes tienen textura real, están tan vivos como nosotros, por la sencilla razón de que sentimos exactamente lo que ellos están sintiendo: uno se abandona a esa voz, se confía. Y la voz va inoculando su veneno. La sustancia va entrando sin que nos demos cuenta porque, como dije, tiene alta dosis de argentinidad, es decir de inmediata familiaridad: en sus páginas se respira La Plata, Lanús, se respira Constitución, el Riachuelo, hasta se respira tierra roja correntino-paraguaya en mi cuento favorito del libro (un gótico litoraleño cañón titulado “Tela de araña”).
Un karma que sufren los libros de cuentos es el que acabo de poner en evidencia: se los lee comparando un cuento con el siguiente y el siguiente. Jamás somos así de hinchapelotas con los capítulos menos logrados de una novela o un ensayo, pero de un libro de cuentos siempre decimos como pelotudos: “No están todos al mismo nivel, obvio, pero hay algunos...”. Bueno, acá el efecto de acumulación subterránea de sedimento, de cuento en cuento, logra astutamente que uno no se salga del libro y compare, al pasar de un relato a otro: porque se siente siempre en el mismo lugar, como si cada cuento fuese un cuarto de la misma casa, una casa embrujada, que nos llama desde cada una de sus puertas entreabiertas, para que nos vayamos adentrando en ella.
El primer síntoma de que hemos sido invadidos, dice Mariana Enriquez, es una patada de electricidad, como la que sentimos cuando nos damos un golpe en el codo: pero esta patada es en el cerebro. La redondez “anormal” que termina teniendo su libro es la de un globo lleno de la cantidad justa de agua para ser elástico, sólido y líquido a la vez, sólo que el líquido no es agua. Es mercurio: quema frío, como hielo seco. Y sin embargo queremos seguir tocándolo, como siempre queremos seguir avanzando en la casa embrujada: sabemos bien que sería mucho más sensato retroceder pero seguimos avanzando igual. Y Mariana Enriquez nos espera en las sombras, para llevarnos de la mano. Ya no fuma más ni viste su uniforme punk, pero la van a reconocer porque tiene la mano fría, llena de anillos.
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