Dom 28.12.2003

CONTRATAPA

Familias

› Por Sandra Russo

Una de las cosas que ponen en descarada evidencia las fiestas es que cada vez hay menos familias como Dios manda. La publicidad, esa fuente de espejos del presente cuya finalidad de máxima es construir espejos a futuro, muestra familias todo el tiempo: la familia es uno de los soportes predilectos para hacer girar esos mensajes. Habrán visto esa de agua mineral poco gasificada, en uno de cuyos extremos un aspirante a suegro escucha en tintineo del vaso de un posible yerno huidizo, y lo confunde con un llamado de atención para pedir la mano de la novia. O habrán visto, en gráfica, la de una joyería impactante que abrió sus puertas el año que termina –allí y sólo allí se venden piezas de Tiffany’s–, en la que gente re-bien se sonríe con recato y se abraza con la exacta cuota de énfasis que pudieron rescatar del internado suizo, mientras en sus muñecas apenas se dejan ver relojes de las mejores marcas, siempre lisos y siempre exentos de esos chiches que volverían locos a los hermanos Conzi, y en los lóbulos de las mujeres brillan pequeños aros cuya escasa dimensión sólo habla de autenticidad, legitimidad y certeza de kilates. En un extremo, el mondo campanelliano rozando los modales de la mafia y los conflictos a flor de piel, pero subyugado por la noción de que la familia unida jamás será vencida. En el otro, un mundo extractado y aggiornado de La edad de la inocencia, en el que los modales reemplazan a la moral y los conflictos jamás ladran, sólo consumen a sus víctimas.
Si las fiestas de fin de año demandan algo, no es solamente dinero para hacer regalos y comprar almendras confitadas. Para mucha gente, lo peliagudo es encontrar a quién hacerle regalos, es decir: con quién pasar esas noches espléndidas, rojas y doradas, en las que se supone que todos se aman y si hay algún tullido, éste caminará perfectamente justo antes de que den las doce. Así pasan las cosas en las películas que pasan en esta época del año: sólo hay que esperar hasta las doce menos uno. Ese minuto es el de la resolución de los problemas, si es que los hubiere. Ni antes, porque se cae el suspenso, ni después, porque así actúa la magia de las fiestas: precisa e indefectible.
Pero al asunto ya medio digerido de las familias ensambladas (esto es: ¿pasamos el 31 con tus hijos pero sin los míos? ¿Con tus padres? ¡Pero si no los conozco todavía! ¿Cómo le digo a mi ex que no quiero que mis hijos la pasen con ésa que anda con él? La de antes me encantaba, pero ésta es un gato. ¿Tu ex suegra? ¿Cómo vamos a pasarla con tu ex suegra, estás loco? ¿Qué me importa que tu ex suegra sea moderna? ¿Le digo a Jorge que venga? Total, nos separamos hace como nueve años, es como un hermano. ¿La hija de tu ex marido con nosotros? ¿Y tu ex marido con quién la pasa? ¿Cómo que se fue a Colonia con la actual? ¿Y a nosotros nos deja la nena? Y bueno, que venga, pero entonces que tus hijos no se vayan con el padre...), repito: al asunto ya medio digerido de las familias ensambladas, se le suma ahora el asunto de la soledad.
Resulta que la soledad tiene buena prensa: los sueltos ya no buscan desenfrenadamente pareja, mucha gente revaloriza sus espacios, algunos hasta mean sus territorios, cada cual defiende su monoambiente, y todos contentos, todos chateando, todos relajados con las relaciones virtuales... hasta que llegan las fiestas.
Las fiestas demandan gente concreta con nombre y apellido y un vínculo real, tan real como para soportar esa noche con los hombros encogidos como cuando uno tiene que llevar al nene al dentista. ¿A quién le gusta llevar el nene al dentista? Pero uno lo hace, porque para eso está. Y en las fiestas, se requiere ese mismo gesto de abnegación que los solos y solas, los esteparios, los home sweet home, los de casas separadas, los que repiten “dejemos que esto fluya” no practican. La abnegación es un deporte familiar por excelencia. El mundo de familias atípicas y sujetos narcisistas de hoy expulsa la abnegación como sentimiento loable y la reemplaza por la diversión. ¿Quién se divierte en familia? ¿A quién le causa gracia escuchar al tío contar por décimo año seguido el mismo chiste? Solamente a Steve Martin y a Cheewy Chase. Seguro que a la tarde dan una de ésas. Menos mal.

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