› Por Florencia Saintout *
Al anunciar nuevos modos de evaluación el director general de Cultura y Educación de la Provincia Buenos Aires sostuvo que “hay que terminar con la pedagogía de la compasión”. No sorprende esto en boca de un gobierno que en pocos meses se ha caracterizado por ser maestro de otra pedagogía: de la crueldad y la indiferencia.
La compasión forma parte de importantes tradiciones culturales, religiosas y políticas. Tener compasión, sentirla, es poder compartir una misma pasión. Un sentimiento de dolor ante el dolor de los demás, y de felicidad ante la felicidad de los semejantes. Es la posibilidad de ponerse en los zapatos del otro, que deja de ser mi enemigo o mi objeto de temor, para ser sujeto de esperanza en la humanidad (siempre imperfecta e incompleta, pero sostén de la vida juntos). Compadecerse no es tener pena por el otro, sino compartir su pena. Entregarse en la común unión. Es la forma radical del cuidado, porque renuncia al dominio y al uso estratégico del otro, “una forma de prevención de los daños futuros y de regeneración de los daños pasados” (Boff, 2003) .
La pedagogía de la compasión es, entonces, la pedagogía de la solidaridad. Uno se pone en el lugar del otro, no para ser el otro, sino para sentir esto que el otro siente y así comprender. Gramsci pensaba que la verdadera comprensión necesita de la razón, pero del sentimiento y la experiencia para ser profunda. Pascal hablaba del espíritu de la geometría y el de la fineza, ese que no se restringe al cálculo sino que trasciende la razón para amparar la sensibilidad, la ternura, la intuición del mundo con los demás. Para Kant, el hombre conoce más con la razón práctica (el amor) que con la razón pura. Evita lo parafraseaba de manera más simple: el amor agranda la inteligencia. ¿Cómo pensar que alguien va a aprender sin amor?
La pedagogía de la compasión se opone a otra: la de la crueldad y la indiferencia. En esta se aprende a que el dolor de los demás es un asunto ajeno. Que se puede mirar por televisión como espectáculo pero que nunca me compromete. Se enseña y se aprende que cada uno se salva como puede, y mejor si lo hace solo. Que se vive en un mundo de muertos sin nombre y de hambrientos que son desecho porque no hicieron méritos suficientes. El sentido, en esta matriz, gravita en la exterioridad con respecto al otro. Y en un poder que se define por su capacidad de rapiña.
Triste lugar es el que se le quiere asignar al maestro en ella: dejar de tener un horizonte de cuidado y entrega sin límites para pasar a medir y calcular los límites del otro (siempre pibes y pibas más chicos, con menos poder en esa relación). Reemplaza la empatía por la distancia. Hace de lo incalculable (el encuentro con el otro) un cálculo.
Freire decía que estudiar es desocultar, es alcanzar la comprensión más exacta del objeto, es percibir sus relaciones con otros objetos. “Implica que el estudioso, sujeto del estudio, se arriesgue, se aventure, sin lo cual no crea ni recrea”. Aprender es arriesgar a equivocarse. Si la evaluación forma parte del proceso de aprender, tiene que ser un proceso y no un número final. Todo el mundo sabe que en la casi totalidad de los casos, un aplazo cuando recién se comienza el largo camino de la escolarización lejos de estimular el aprendizaje lo inhibe. A veces para siempre.
Todas las formas de la evaluación y acreditación de saberes escolares deben estar sometidas a debate porque son históricas. No hay evaluaciones que sean sagradas, ni verdaderas por sí mismas, sino que se corresponden con luchas y movimientos, tanto dentro del campo académico como fuera de él. La evaluación no es una parte separada de todo el proceso educativo ni de las matrices de ideas que lo sostienen. Por el contrario es un proceso de discernimiento de lo social. Si se cree en un proyecto educativo basado en la supervivencia del más apto cueste la cabeza del que cueste, puede decirse que se acaba la pedagogía de la compasión. En cambio, si se tiene un proyecto donde cada hombre, varón o mujer, cuenta en su singularidad y a la vez en su vocación para hacer humanidad, entonces es imprescindible una pedagogía de la compasión.
Este gobierno tiene una cultura autoritaria; para sostenerla necesita enseñar la crueldad y la indiferencia. Pero se enfrenta a una pesada herencia, la de los derechos, la inclusión y las solidaridades, que no podrá negar aunque retome las lapiceras rojas.
* Decana de la Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la UNLP.
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