› Por Hugo Soriani
Patricia y Pablo tenían poco en común. Ella venía de una familia de clase media alta, judía, con padres conservadores y respetuosos de todas las tradiciones. Creció en el barrio de Palermo y estudió con excelentes notas en el Nacional Buenos Aires. No faltaba nunca a clases; sus increíbles ojos celestes encandilaban a sus compañeros y mareaban de envidia a sus amigas. Era prolija, generosa y devoraba todos los libros que llegaban a sus manos con una avidez digna de aquella época: los setenta.
El era de familia bohemia y padres comunistas. De clase alta y doble apellido pero venidos a menos. Sin un mango y sin la menor posibilidad de recuperar la alcurnia perdida, de la que solo conservaban un deshilachado recuerdo.
Pablo cambió de colegio tantas veces que tenía amigos por todos lados. Ya ni recordaba en cuál escuela había conocido a cada uno. Se atrasaba, dejaba, volvía a empezar. Hasta que abandonó sin recibirse.
Los dos, desde caminos distintos, llegaron a la política. La militancia los cruzó y se enamoraron.
“Nos dimos el primer beso luego de escapar juntos de la represión a una movilización estudiantil, en agosto del 72, cuando gobernaba Lanusse”, recuerda Patricia. “Teníamos diecinueve años y militábamos desde los dieciséis, los dos empezamos en la secundaria y los dos soñábamos cambiar el mundo. Fue un flechazo para poema de Benedetti, ‘en la calle codo a codo, somos mucho más que dos’”, recita entre risas.
Los meses pasaron rápido, Pablo contaba con la aprobación de sus padres y no escondía su militancia. A ella, en cambio, se le hacía difícil sostenerla, por eso decidió dejar la casa paterna para irse a vivir con una amiga. El romance continuaba pese a todos los obstáculos.
En julio del setenta y tres terminaba la primavera camporista y el país empezaba a ser amenazado por los crímenes de la triple A. Patricia y Pablo, ya no eran sólo activistas estudiantiles. Ambos se habían enrolado en el Partido Revolucionario de los Trabajadores y su compromiso político ocupaba casi todas sus horas. Ella estudiaba Ciencias Exactas, combinando sus estudios con las tareas militantes. Pablo trabajaba de tornero, porque la organización a la que pertenecían aconsejaba “proletarizarse”, para conocer de cerca las privaciones del pueblo y entender mejor sus necesidades y sufrimientos.
Hasta que no dio para más. O se casaban o se rompía la pareja. Enamorados como estaban, no dudaron. La decisión, además, traería otras ventajas. Los padres de Patricia, ilusionados con que el matrimonio y la posible llegada de hijos los alejaran de la política, no solo no dudaban en aprobar la unión (“se bancaban un ‘goy’ en la familia con tal que dejara de militar”, dice Patricia) sino que además les ofrecieron un departamento y la luna de miel en alguna playa argentina.
“La orga también dio el visto bueno.Se necesitaban casas ‘legales’ para hacer reuniones o guardar materiales, pero no se admitía luna de miel alguna. Había que militar a full y esa era una costumbre ‘pequeño burguesa’, impensable para guerrilleros. De todos modos, decidimos con Pablo mentirles a nuestros viejos que nos íbamos a Monte Hermoso para evitarles otra frustración y, de paso, con el dinero que nos regalaban, cubrir otras necesidades del Partido.
Amigos que habían estado nos contaron cómo era ese balneario y el nombre del mejor hotel. Nos borramos y a los diez días ‘regresamos’. Fuimos a almorzar a casa de mis viejos, agradecidos por el regalo. Recuerdo que papá me miró y me dijo, ‘pero están blancos como un papel, hija’, y Pablo, rápido, le respondió que habíamos tenido mal tiempo, pero que nos había venido bien para estar todo el día en la cama descansando y ‘disfrutando’ el matrimonio. Hicimos una descripción completa de la belleza del lugar y las comodidades del hotel, con los datos de nuestros amigos, y no quedó ninguna duda de que habíamos tenido el viaje que ellos deseaban.
Días después estrenamos el departamento haciendo una reunión de célula. Todos felices de tener una nueva casa y ponerla al servicio del Partido. Pero duró poco. Antes del mes, una mañana temprano cayó la patota de la policía, allanó la casa, y nos llevó presos a Pablo y a mí.
Mientras la policía subía a nuestro piso, nos pusimos de acuerdo para decir que no militábamos más y que recién llegábamos de nuestra luna de miel en Monte Hermoso, usando los mismos datos que sabíamos de memoria.
Los dos repetimos eso como un mantra cuando nos interrogaban por separado, primero en nuestra misma casa y luego en Coordinación Federal, que así se llamaba la policía política de los setenta.
Ese fue nuestro ‘minuto’, es decir la excusa que usamos frente a nuestros interrogadores para jurar inocencia. Repetimos una y otra vez todo lo inventado de ‘la luna de miel en Monte Hermoso’, y no abandonamos ese libreto ni por los golpes ni por las presiones.”
Pero no alcanzó.
Pablo y Patricia estuvieron presos casi siete años. Ella en Devoto y él girando entre Sierra Chica, La Plata y Rawson.
Apenas si intercambiaron alguna carta en aquellos tiempos de soledad y aislamiento. A veces, Patricia soñaba con aquella luna de miel imaginaria compartida en Monte Hermoso.
Hasta que un día llegó la libertad y el exilio. Ambos partieron a Barcelona, donde ella se graduó en Ciencias Informáticas y Pablo trabajó de profesor de náutica y canotaje, que fue lo que había querido desde chico, cuando remaba junto a su padre por los canales del Delta.
A mediados de los noventa, con dos hijos, regresaron al país.
“Un domingo, comiendo un asado con una pareja de amigos recientes –recuerda Patricia–, buscábamos la forma de acortar distancias con esas coincidencias tontas que ayudan a romper el hielo frente a las relaciones nuevas. Hablamos de costumbres y de hijos; de gustos en música, en pintura y en libros, festejando con entusiasmo exagerado cada coincidencia que nos acercaba.
Así hasta que nuestros amigos hablaron de la hermosa luna de miel que habían pasado en ‘una playa inolvidable’. ‘¿Qué playa?’, preguntó Pablo.
‘Monte Hermoso’, respondieron ellos a dúo. Y yo exploté de alegría: ‘¡Monte Hermoso, ay, ay, no lo puedo creer, qué casualidad, nosotros también pasamos la nuestra allí!’, exclamé feliz y muy convencida, ante la mirada sorprendida de Pablo, que casi no podía aguantar la risa.”
Veinticinco años después, la ficción inventada en el marco de su militancia clandestina, era para ella tan real como sus años de cárcel. “Nunca volveré a Monte Hermoso –dice Patricia–, prefiero viajar a lugares nuevos.”
* Patricia es Patricia Miriam Borensztejn, quien años después de liberada, escribió el hermoso libro Hay que saberse alguna poesía de memoria, editado por Capital Intelectual, donde relata sus días como prisionera política de la dictadura militar.
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