CONTRATAPA › DE úLTIMAS
› Por Juan Sasturain
En pocas semanas van a cumplirse cincuenta años de que murió el poeta Nicolás Olivari, el 22 de septiembre de 1966, precisamente con sesenta y seis cumplidos. Y es un dato que acaso valga la pena retener ahora, porque cuando llegue el momento preciso es casi seguro que pasará inadvertido. Suelen suceder estas cosas, e incluso es natural que así sea: en estos pagos, como en tantos otros, de todos los que han escrito versos e historias memorables se suele recordar –según las cambiantes lecturas– a unos pocos, y de ese modo cunden las simplificaciones, las equívocas atribuciones y los malos entendidos respecto de méritos, famas y otras inmanejables ulterioridades. Es así.
Hace un tiempo conté en público lo que me pasó con él. Justo había empezado a leerlo (a encontrarlo, quiero decir) cuando se murió. Recién caído en Buenos Aires y en la presuntuosa facultad de Filosofía y Letras durante la bastoneada transición de Illia a Onganía, yo era un pibe, tenía veintiún años, y él se moría casi al mismo tiempo de publicar las tardías crónicas de Mi Buenos Aires querido en Jorge Álvarez. Conté también que lo había descubierto en una edición de La musa de la mala pata de Editorial Deucalión –una colección dedicada a Boedo y Florida donde encontré al otro Tuñón, Enrique, con Camas desde un peso– y que después leí El gato escaldado que rescató el Centro Editor, con aquel prólogo programático y provocador que es el equivalente, para la poesía, de lo que fue entonces, para la narrativa, la incitación pugilística arltiana, la tan citada del cross a la mandíbula.
Es obvio que por entonces no se leía a Olivari en el ámbito académico, por decirlo así. El veterano y conservador Julio Caillet Bois, que teníamos de profesor, no lo incluyó –ni a él ni a Tuñón: Raúl, en este caso– en una antología, preparada para Eudeba, de poetas del primer tercio del siglo XX. Parece mentira; pero no, era así.
El Olivari final, ese viejito de pelo blanco, amable y sereno, que aparecía en la contratapa de su libro póstumo de crónicas porteñas, no había sido nunca un escritor cómodo, accesible, compartible sin salvedades. Y mucho menos de muchacho, en los veinte, cuando encarnó lo más saludablemente corrosivo de la vanguardia poética. Así, Olivari, creador múltiple –ya que escribió también cuentos, alguna novela, teatro y radioteatro, crónicas, películas, un tango famoso que grabó Gardel: “La Violeta”–, ha sido y me animo a decir que sigue siendo ahora, a medio siglo de su muerte, un autor temible y temido, difícil de clasificar y sobre todo de manipular críticamente.
Tal vez por eso me empeciné con él. Recuerdo que hacia comienzos de los setenta preparé una antología que nadie me pidió antes, ni publicó después, con un prólogo pretencioso –que he saludablemente perdido– y que por entonces poco era lo que había para leer sobre él: un libro extraño del erudito Bernardo Ezequiel Koremblit: Nicolás Olivari, poeta unicaule (sic), comentarios de Martín Alberto Boneo y –más cerca– una hermosa nota evocativa, un retrato del Olivari final que hizo Paco Urondo en la primera etapa de La Opinión y que ha recuperado no hace mucho en libro Osvaldo Aguirre. Poco más. Al poeta y a los poemas –digo– no había donde leerlos.
Recién hace unos diez años, cuando El Octavo Loco, con la perspicaz mirada crítica de Ojeda y Carbone, volvió a editarlo en prosa y verso, tras el rescate que significó la reaparición de El hombre de la baraja y la puñalada –elogiado por Borges en el treinta y tres– en Adriana Hidalgo, el lector pudo volver a encontrarse con “La costurerita que dio aquel mal paso” –un soneto como el de Carriego, pero arrasado de ironía–, “Nuestra vida en folletín”, “Antiguo almacén A la ciudad de Génova” y otras extrañas maravillas, inevitables en la más exigente antología de nuestra poesía contemporánea.
Aquella edición cuidada y fervorosa de sus tres primeros libros de poesía, escritos, como los de Borges, a lo largo de aquella década del veinte prodigiosa para la lírica argentina, incluye poemas desparejos en calidad, pero uniformados por un inconfundible y poderoso aliento. Es que La amada infiel (1924), La musa de la mala pata (1926) y El gato escaldado (1929) se leen como un único y originalísimo texto poético que no se parece a nada coetáneo. Porque si bien Olivari pertenece a una generación, a una ciudad y a una condición social precisas –que él subraya a menudo–, puesto a escribir rompe con todo, se va de cauce y de causa, patea intencionadamente el tablero. Incluso para el lector que entra sin aviso ni vacuna –o, a la inversa, con prejuicio o preconcepto positivo– suele operar una fuerza centrífuga, una cierta resistencia que impide o dificulta entrarle con facilidad.
En el esquema con que se describe aquel momento de la poesía argentina, se redunda en la oposición Boedo-Florida, el barrio y el centro. Groseramente, la izquierda y el compromiso social estaban de un lado; la vanguardia experimental y el arte por el arte, del otro. Menos Oliverio y la figura magistral de Macedonio, todo el resto de los que vale la pena acordarse eran (de Borges a Marechal y Molinari) pibes brillantes de veintipico. También tenían esa edad los fronterizos y tránsfugas que no encajaban del todo en el esquema simplista: los mencionados González Tuñón, Arlt y este Olivari, nada menos.
La originalidad de ese grupo entre grupos, que no es tal ni programático, resulta, por muchas razones, de lo más interesante. Su obra da cuenta de una mirada y un “estado espiritual” rico en contradicciones –que son las de la ciudad–, menos sujeto a dogmas y más pegado a la calle; sin pietismo a lo Carriego o redencionismo social como en Yunque, ni practicando el turismo urbano del primer Borges. Lo suyo será el grotesco: el ejercicio de un humor amargo ante la sordidez.
Dijimos alguna vez que Olivari viene de los barcos –la raíz tana es muy fuerte, como en los Discépolo–, pero ya no extraña “il paese” a la manera del ancestro inmediato que alimentó el grotesco. El poeta viene del barrio humilde para recalar en el asfalto y las luces del centro –itinerario tanguero, sin su carga sensiblera– pero, sobre todo, viene de la literatura: como Arlt se carga de Dostoievski y alucina fuera de programa, Olivari sale a la calle con la cabeza llena de Villon, de Lafforgue, de Baudelaire, y pinta y cuenta desde esos modelos revulsivos. Con vocación de dandy y marginal, se piensa poeta maldito mientras trajina en la redacción de Crítica, rema con “prosa asmática” bajo la tutela del capital. Ahí están las tensiones básicas –lo individual y lo social– entre el ideal y la miseria, belleza y fealdad, todo a flor de piel y sin resolver. El resultado es una tristeza sin melancolía, el tedio sin atenuantes, la rabia destilada en puteada, escupida y mueca; el poema de versos disonantes, cojos, autoconscientes de su rareza.
Ya hemos contado más de una vez que hay una pareja clave en casi todos los poemas: por un lado el yo lírico, la voz cantante –el joven enamorado, el periodista asalariado, el cliente ocasional, el paseante cínico–, y enfrente, con el lector de testigo y a veces de interlocutor, ella en sus tres versiones: la novia inicial que compartió los perdidos sueños adolescentes –el cine de barrio encarna ese universo de deseos insatisfechos, de la pantalla a la butaca– y que deviene la sórdida compañera de la rutina matrimonial; la empleadita, dactilógrafa o modista, sometida y expuesta a un mercado perverso y desigual; y finalmente, abyecta y triunfal, la “puta de dos pesos”, la yiranta, la carne callejera que saltó el cerco de la decencia. La novedad no es el tema sino la mirada al ras, solidaria y cruel a la vez: el poeta comparte con la yira –retórica pero sinceramente a la vez– un mismo horizonte de frustraciones sin salida: “Me gustaría tentar otro destino; / pero ya es tarde, / y estamos clausurados por la desdicha / y por la democracia”. Qué bárbaro.
Sin embargo, el escandaloso, amargo y provocador Olivari no es, por entonces, literariamente un marginal. Reconocido por el Malevo Muñoz en la famosa dedicatoria a La crencha engrasada –que es de 1929– como uno de sus “rivales en el cariño de Buenos Aires” junto a Raúl González Tuñón y Jorge Luis Borges, gana el Premio Municipal en ese mismo año con El gato escaldado y entra en la Década Infame (o sale de la Fiesta) con una soberbia Canción de los libros futuros. No habría mucho que cantar, para él.
En los treinta, los poetas jóvenes maduraron cada uno a su manera, se dispersaron llevados por la Historia y no por la estética: Tuñón encontró la militancia sin perder, en general, la poesía; Marechal, Bernárdez y otros se descubrieron católicos, se hicieron clásicos y brillantemente formales; Borges abominó saludablemente –creo yo– de los sarpullidos de la vanguardia. Molinari se decantó aún más lírico. Por su parte, Olivari endureció aún más sus gestos y, como Girondo, casi tocó el silencio: Diez poemas sin poesía (1938) editado por Destiempo, el sello de la revista de Bioy y Borges, lo dice todo de salida, y Los poemas rezagados (1946) que él mismo editó son casi una declaración jurada de marginalidad consentida.
Adhirió políticamente al peronismo –un gesto más que lo acerca a Discépolo: los escépticos que creyeron– con todas sus consecuencias de marginación en el medio intelectual, y dejó un poema al 17 de octubre que publicó en el diario Democracia, en que suenan / desfilan los descamisados como en una letanía.
Cuando murió –hará en estos días medio siglo– este urbano payador atorrante, compadre del “versolari” François Villon, dejó un sillón vacío en la Academia Porteña del Lunfardo y un agujero no zurcible en la trajinada media de la poesía argentina. Algo de lo mejor de su legado –y de sus versos– lo había publicado dos años antes en una tímida edición de Trenti Rocamora que se llamó enigmáticamente Pas de quatre. Ahí hay un poema dedicado a Joyce deliberadamente inconcluso y otro, Toulouse Lautrec, absolutamente insoslayable. Como el mismo Olivari.
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