› Por Eva Giberti
Los planteos apocalípticos forman parte de las literaturas y sirven para poco, pero cuando las descripciones de algunas realidades sobrepasan lo esperable, conviene preguntarse si el realismo –que también es literatura– será suficiente para traducir lo que sucede con innumerables niños y niñas.
Si hay algo que enferma y daña a los chicos actuales es el abandono, la indiferencia afectiva de quienes viven con ellos, la infinita distancia que oscila entre un desayuno atragantado por la velocidad y la pregunta rutinaria e insuficiente de quienes, por la tarde, alcanzan a preguntarle “¿cómo te fue en el colegio?” mientras encienden la televisión y se preparan el mate o se sirven una cerveza para descansar del ajetreo laboral. No piensan atender la respuesta que reciben pero si la escuchan y el niño emite una queja por algún insuficiente, el narcisismo parental se recalienta y se promete concurrir a la escuela para gritarle o pegarle a la maestra. Una de las lecciones que la lealtad de los padres ha incorporado estos últimos años: no vaya a resultar que los chicos piensen que la maestra es alguien importante en sus vidas y de quienes dependen para aprender aquello que en su casa no pueden obtener. Lo que estos padres consideran amor es mostrarles a sus hijos cómo los defienden de un cero, de un insuficiente o de la repitencia de un año. Para que los chicos perciban cómo se los protege violando la Constitución y las normas básicas de la convivencia.
Parecería que no hay tiempo para escucharlos, exceptuando cuando sus gritos molestan o brota alguna pregunta incómoda que también molesta. No hay tiempo porque los adultos regresan cansados y se sumergen en la tevé o en el quehacer doméstico con la radio encendida de manera tal que poca es la escucha de la que el chico dispone.
“¡Pero si llevo a la nena a inglés, la voy a buscar y de allí la llevo al dentista y dos veces por semana tiene danza y también la llevo y la traigo a casa, estoy mucho con ella..! “ Esa es la trampa de quien puede ocuparse de esos viajes, que no significan “estar con” la niña o el niño. Son acompañantes para llegar hasta el lugar donde otra persona se ocupará de esa criatura. Tareas que a veces realiza una abuela voluntariosa .
El tiempo que le queda al niño, entre la escuela y algunas actividades, lo utiliza para introducirse en la computadora o en los jueguitos electrónicos: en ambos se cocinan los intereses de los chicos, sus predilecciones, sus emociones, sus amores y rabietas. El aparataje consolador es el Gran Padrino de estos chicos que tienen familia, pero sin que en ella se cumplan las funciones de padre y madre, exceptuando las elementales, darles de comer, llevarlos a la escuela y festejarles el cumpleaños. Pero estar presentes como padre y madre, no están. No hay padre, no hay madre, son criaturas abandonadas en medio del trajinar de esos adultos que forman sus familias y que no disponen de ánimo para explicar a los hijos, qué significa estar vivo y estar viviendo en el mundo actual. Los chicos lo aprenden en sus aparatos que ejercen ese padrinazgo virtual y doméstico, como eslabón que los vincula con los mundos de los cuales los adultos tienen escasa idea.
Los adultos desconocen los diálogos que se pueden introducir apelando a los personajes que los chicos encuentran en sus pantallas; al margen de lo cual tampoco conocen a sus amigos o amigas que se encuentran mediante el facebook, donde se ciernen los pedófilos que hoy en día no nos dejan respiro cuando debemos enseñar cómo registrarlos y cómo denunciarlos. Los chicos están absolutamente solos ante la posibilidad de grooming, de acoso sexual mediante el facebook, porque los adultos suponen que al niño le compete la intimidad de su computadora: Una de las varias confusiones de quienes transportan la identidad de padres .
Escuchamos a los padres diciendo “yo no puedo hacer nada… tiene doce años, se va con sus amigos…” Y entonces se comprende hasta dónde ese niño, esa niña ha vivido sola sin la autoridad parentalidad que no entendió cuál era su trabajo.
Si convocamos a la autoridad desembocaremos en lugar común, salvo si asumimos cuánto quiere decir la palabra más allá del pensamiento popular.
Autoridad tiene varios significados y un par de etimologías ordenadoras; “en hebreo –SaMJ`uT–, significa el que asume una responsabilidad; la palabra latina, auctoritas: el que tiene el poder gracias a su capacidad de transformar. El concepto judío de autoridad se distingue de la palabra latina en la medida en que establece el reconocimiento del otro”. Autorictas a su vez proviene de augere que significa aumentar, promover, progresar. En su origen Indoeuropeo, autoridad quiere decir hacer crecer, aumentar, ampliar, consolidar, enriquecer, apoyar, dar plenitud a algo.
¿Esas son las formas en las que se ejerce la autoridad con los chicos o preferiblemente asociadas con el hacerse obedecer?
Podemos pensar que estos usos de la autoridad no prosperan en la vida de hogar y su escasez o ausencia se enlaza con la situación en la que se suma la cultura púber o preadolescente que entre los 12 y 16 años ha logrado organizarse mediante las redes virtuales para darse apoyo, compañía y diálogo entre pares. De allí las fiestas que el Dante incluiría en alguno de sus círculos infernales con criaturas acechándose, intoxicándose, divirtiéndose mediante el descontrol que controlan para ejercerlo.
Solos de toda soledad están estos chicos, en situación de abandono e indiferencia que implican maltrato y así viene sucedido hace diez años por lo menos. Los chicos no entienden porqué hacemos lo que hacemos, no nos entienden porque sus lógicas no son las nuestras.
En una consulta, una chiquilina de diez años me preguntó “¿quién soy yo para ellos?” Y ellos eran padres aparentemente preocupados por su hija, por eso consultaban, pero cuando ambos adultos están ocupadísimos con sus actividades, no les cabe el espacio para pensar las funciones parentales. La niña emitió una pregunta mayor que constituye una clave para descifrar que les pasa a estos niños y niñas que sin palabras, pero con sensibilidades, emociones y trastornos psicosomáticos se preguntan “¿quién soy yo para ellos?” Es lo que una criatura intenta descifrar, ¿qué es eso de ser un hijo o una hija?
Hata aquí sin ingresar en los cuadros en los que el abandono es el plus de la pobreza que los deja en la calle para que se arreglen como puedan, entre ellos, porque los adultos o trabajan a destajo o en esa casa no se come. Y estos chicos carecen del Gran Padrino de las tecnologías para entretenerse. Es el mismo abandono que se tramitaba hace siglos.
Hubiera sido mejor describir la cantidad de instituciones oficiales y privadas que hoy se ocupan de los niños: pero el punto reside en pensar que el abandono no remite al bebé indeseado y abandonado en un callejón, sino a niños y niñas con familia donde no hay padre y no hay madre que se aposenten en el real sentido de autoridad: establecer el reconocimiento del otro para apoyar, dar plenitud y enriquecer, circunstancias lejanas del amor intelectualizado, deficitario de la pulsión de vida y de vibración. ¿De este modo culpabilizo e introduzco una mirada persecutoria hacia los padres? No me parece. Hace tiempo que un lejano y extraño sentimiento de culpa acompaña íntimamente a estos padres de los que hablo.
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