Viernes, 11 de noviembre de 2016 | Hoy
CONTRATAPA › RESPUESTA A LA CARTA DE HORACIO GONZáLEZ *
Por Vicente Battista
Estimado Horacio:
Es cierto, no nos conocemos, pero por lo que me cuenta, sospecho que usted sabe de mí bastante más de lo que yo sé de usted. Por sus palabras, por el modo en que las expresa, intuyo que le inquietan las ciencias sociales y la política. Lo mío es más simple, como alguna vez alguien dijo: tengo tanta conciencia social como un caballo, pero, sin embargo, igual que el Quijote me ocupo de resolver entuertos; lamentablemente, suelo recoger los mismos resultados que el Quijote. No obstante, confieso que me alegró recibir su carta, siempre es grato saberse recordado, júbilo que crece cuando se trata de gente que, como en su caso, vive en un país tan lejano al mío. Viajar a la Argentina es una de las tantas cosas que dejé pendientes, los azares de mi profesión muy pocas veces me obligaron a cruzar la frontera, y cuando lo hice sólo fue para llegar a México, un viaje corto: demanda poco más de mil millas. Tal vez ahora, que sólo acepto casos esporádicos, me sobre tiempo para materializar ese viaje que quedó pendiente. Según deduzco de su carta, sería como regresar a aquellos años en que acompañado únicamente por una botella de bourbon, aguardaba que alguien tocara a mi puerta con vidrios esmerilados para de inmediato ponerme en acción.
Por lo que me cuenta, en estos días su país se asemeja muchísimo al mío: ambos padecen un estado huérfano que cumple dócilmente con lo que las grandes corporaciones les exigen. Es cierto, en muchísimos casos debí enfrentarme a los sórdidos hilos de poder invisibles que dirigen una sociedad, y si bien alguna vez creí haberlos cortado, sólo fue una victoria pírrica: esos hilos persisten más fuertes que nunca. Aunque, a la hora de ser sinceros, se advierten algunas diferencias a favor de mi país y esto, créame, no lo digo movido por falsos sentimientos nacionalistas. Se me ocurre que en este momento usted intenta disimular una sonrisa sarcástica,y es justo que la construya: ¿cómo me atrevo a decir eso si cuando lea esta carta tal vez estemos gobernados por un personaje como Donald Trump? Teniendo en cuenta quién es el actual presidente de su país, bien podría borrar esa sonrisa sarcástica o, en todo caso, reemplazarla por un gesto de dolor, idéntico al que tendrá la buena gente de mi país si Trump ocupara la Casa Blanca, en definitiva, este multiempresario y el multiempresario presidente que ustedes han elegido tienen más de un punto en común.
Sin embargo, le dije que había algunas diferencias entre su país y el mío. Recuerdo a un “empresario” muy famoso que el Día de Acción de Gracias era capaz de regalar cinco mil pavos para que los cocinaran los desposeídos, y en Navidad ofrecía una comida fastuosa para todos los pobres de Little Italy: se había convertido en una suerte de héroe nacional. Muchos vecinos colocaban su foto junto a la imagen de la Virgen. The New York Times lo proclamó uno de los hombres del año, junto a Albert Einstein y a Mahatma Gandhi. Ese señor se llamaba Al Capone. Cuando a las grandes empresas y a los grandes medios les convino, lo alabaron, cuando ya no les servía: lo juzgaron. De esto se ocupó el poder judicial, cumpliendo estrictas órdenes del poder económico. Pero no lo condenaron por los muchos crímenes que había cometido sino por evadir el pago de los impuestos. En esto reside la pequeña diferencia entre su país y el mío: no veo que en el suyo juzguen por evadir impuestos a esos muchos “hombres de bien”, empresarios y funcionarios del gobierno que graciosamente depositan sus millones de dólares en los paraísos fiscales. Fuera de eso, Argentina y Estados Unidos de América abundan en semejanzas: aquí como allá hay muchos ciudadanos que, según dice usted, parecen sentirse “cómodos asistiendo al espectáculo de la pérdida de derechos”, los empresarios son quienes realmente gobiernan y, tanto a orillas del Hudson como a orillas del Río de la Plata, contamos con sindicalistas que matizan su lucha obrera criando caballos pura sangre. Me gustaría creer con usted que mi pesimismo lúcido termina por ser una forma de la esperanza, pero tengo mis dudas. Sobre todo cuando advierto que predomina un vasto número de desmemoriados que se empeñan en tropezar una y otra vez con la misma piedra. Se asemejan a esos tontos lectores del policial enigma que, pese a saber quién es el asesino, continúan leyendo una novela cuyo final conocen de sobra.
Y sí, estimado Horacio, coincido en que todo lo que yo vi, todo todo se ha agravado en su país. Recuerdo lo que le escribí a Bernice Baumgarten a propósito de “El largo adiós”, que usted confiesa tanto le gustara: “Me tenía sin cuidado que el misterio fuera bastante obvio. Lo que me importaba era la gente, este extraño y corrupto mundo en el que vivimos, y en el que toda persona que intenta ser honesta termina pareciendo sentimental o simplemente tonta”. No obstante, alienta saber que, según dice, existe muchísima gente que no se da por vencida.
En lo personal, poco tengo para contarle, luego del frustrado matrimonio con Linda Loring volví a mi despacho en el sexto piso del edificio Cahuengay me ocupé de unos pocos casos, el último fue ir tras la pista de una rubia de ojos negros. No sé qué se habrá hecho de la díscola Carmen Sternwood, tal vez se haya casado con el emprendedor Ceo de alguna empresa. Ignoro si el Bar Victor’s continúa abierto, aunque así fuera, nada tendría que ver con aquel sitio donde Terry Lennox me hizo probar el primer gimlet. A propósito, aquí le dejo la auténtica fórmula, tal como el propio Terry me la explicara aquella tarde en el Victor´s: “Lo que aquí llaman gimlet no es más que un poco de zumo de lima o de limón con ginebra, algo de azúcar y un toque de angostura. Un verdadero gimlet es mitad ginebra y mitad Rose’s Lime Juice, y nada más. Los martinis no tienen nada que hacer a su lado.” Pruébelo, Horacio, le aseguro que de verdad deja chico a cualquier martini.
Un abrazo.
* Publicada el 2 de noviembre de 2016.
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