Sáb 20.03.2004

CONTRATAPA

Dos películas, treinta años

Desde Mar del Plata

› Por José Pablo Feinmann

Y en el medio: la masacre. La Patagonia rebelde y La tregua emocionan, hoy, hasta las lágrimas o hasta (sin más) dejarnos arrasados por el dolor porque se trata, en primer término, de dos grandes películas. Ya lo eran cuando se estrenaron. Son dos de los más altos momentos del cine argentino y son dos muestras impecables de la permanencia de lo bueno. Aquí estamos, treinta años después, todos más viejos, más heridos, con muchos compañeros ausentes no sólo por la ferocidad de la represión militar sino por la ferocidad del tiempo: se muere mucha gente en treinta años, se muere de eso que se llama “muerte natural” y es particularmente obstinada; tanto, que no cesa nunca. Las dos películas están resignificadas por el pasaje de los años, que, como siempre, no han sido benévolos, fáciles. Espero no traicionar una confidencia de Sergio Renán –luego de la proyección de su film–, pero encierra una reflexión insoslayable: “Cuando yo hice La tregua –dice– creía que el hombre era más bueno de lo que ahora creo”.
Hasta nuestra fe en la condición humana se deterioró en estos años. En La tregua no aparece el Mal. No hay villanos. Acaso algunos muchachos traviesos en esa oficina que descargan sobre Walter Vidarte una broma de esas que se llaman “pesadas”. Pero es una broma, y en el final de esa broma aparecen los buenos compañeros que le aseguran mantenerlo hasta que encuentre un nuevo trabajo, que no se preocupe, que ellos están. El único villano de La tregua es el que se lleva a Laura Avellaneda (Ana María Picchio, maravillosa, para siempre) de la vida de Martín Santomé (Alterio, el poderoso protagonista de los dos films).
La Patagonia rebelde es una floración intempestiva de la primavera camporista. Se inicia bajo los vientos de cambio que acariciaban esperanzas en marzo de 1973. La Juventud Peronista hacía, junto al Ejército argentino, un operativo que se llamó (con escalofriante premonición) “Dorrego”, dado que los milicos nativos (entre quienes se encontraban personajes tan poco recomendables como el general Harguindeguy) se dedicarían, apenas un par de años después, a “dorreguizar” el país, empezando por jóvenes como los que hicieran con ellos ese “operativo”. Pero, en 1973, el operativo pretendía decir que los militares habían cambiado, estaban y querían estar del lado “del pueblo”, colaborando en la “reconstrucción nacional”. Impresiona la asimetría histórica en que se inicia y se estrena La Patagonia...: entre el esperanzador 1973 y el ya fascistizado 1974, los tiempos se habían vuelto más que sombríos. “El país era uno cuando empezamos y otro cuando quisimos estrenar”, dice Osvaldo Bayer. Por fin, Perón da el visto bueno, pero el permiso tiene patas cortas ya que el General comete una injuria contra el cine argentino: se muere y La Patagonia rebelde tiene que bajar de cartel. No lo hizo a propósito. De hecho será justo contabilizar en el “lado bueno” de Perón haber autorizado este film y su casi inmediata prohibición demuestra hasta qué punto se endurecieron las cosas luego de su muerte. Lo cual es, en rigor, otra cuestión y tan compleja que la evitaremos en estas líneas, ya que se las devoraría.
La “actualidad” del film es absoluta. La masacre como ratio última y siempre recurrente de la oligarquía argentina o de los sectores de poder que fueron ocupando su lugar y llegaría a sus límites de horror a partir de 1976. La “huelga” como herramienta más legítima de la clase obrera. Tal vez la lucidez de Bayer debió penetrar más en las discusiones políticas de ese instante trágico: 1974. La clase trabajadora lucha a partir de su unidad, de su masividad, de su organización. La visualización que Bayer hace de “El Ejército Rojo” es implacable: ese “ejército” se autonomiza de la lucha sindical libertaria y la emprende desde el grupo individual,extremo, alejado de las bases, del consenso de masas. No demoran en identificarse con el más puro bandolerismo. “Flaco favor le hacéis al socialismo”, les grita con rabia y con dolor el gallego Soto. Hacia el final se presenta la elección ideológico-organizativa fundamental. Los obreros chilenos (encabezados por Franklin Caicedo) quieren arreglar con el carnicero coronel Zavala, entregarse y recuperar sus trabajos. Soto se opone: hay que seguir luchando. El chileno gana la partida: los obreros se van con él. Permanecen solitarios los dos jefes de la rebelión: el alemán Schultz (Pepe Soriano) y Soto. Y aquí Bayer afina más que nunca su rigor ideológico. Soto dice que él no es carne para tirar a los perros. Schultz dice que los compañeros están equivocados, pero elige equivocarse con ellos a tener razón solo. Se separan. Aquí la cuestión es muy delicada. ¿Quién tiene razón? ¿Soto, al seguir solitario la lucha, corre o no el peligro de transformarse en el líder de un nuevo “Ejército Rojo”? Schultz, al elegir morir junto a sus compañeros, ¿en qué ayuda al triunfo de la causa proletaria? Difícil decirlo, pero sabrá morir manifestando que sólo hay triunfo o sólo hay derrota junto a los compañeros. La película, hoy, se “ve” mejor que nunca, tan actual como siempre lo fue. (Lacerantemente resignificada por la tragedia.) Es un gran film y –en cierta conmovedora y perfecta medida– es un gran western. Posiblemente Olivera-Bayer hayan inventado en 1974 el western antiimperialista. Es un film “vestido” hasta niveles de perfección demencial. La diseñadora del vestuario (María Julia Bertotto) y Bayer pasaron horas rastreando, lupa mediante, las fotos ajadas del gallego Soto, del alemán Schultz, los uniformes de Zavala y los suyos, los opulentos trajes de los terratenientes británicos, de los miembros de la Sociedad Rural o las pilchas deshilachadas y dignas de los peones rurales. El “dejar hacer” del gobierno radical cierra desde lo político la tragedia. Es una obsesión de Bayer lograr una autocrítica histórica del radicalismo. Difícil que lo logre. Difícil que un partido que ha muerto con la muerte del viejo bipartidismo argentino haga una autocrítica. Parte esencial de su muerte es no haberla hecho. (Apenas, para terminar, un texto memorable del coronel Zavala con el que Bayer, no sólo gran historiador sino politólogo o, sin más, filósofo político de alta envergadura, dibuja la tragedia de este país: “Podrán decir que fui un militar sanguinario, pero nunca un militar desobediente”.)
Sergio Renán es uno de los tipos más talentosos, más prolíficos de la Argentina. Pudo hacer la Lady Macbeth de Shostakovich (en el Colón y con Rostropovich haciendo sonar como casi nunca nuestra orquesta mal paga y con frecuencia justamente malhumorada o indiferente), pudo hacer La tregua, pudo interpretar al Rufián Melancólico de Arlt inolvidablemente y hasta pudo meter una pata enorme con La fiesta de todos. Este tema, aquí, no lo vamos a tratar, sobre todo porque cuando uno ve La tregua se olvida de cualquier mal paso que su creador haya dado en la vida. (Y atención: digo “mal paso” porque sería arduo demostrar que Renán dio “otro” que consolidara al de la fiesta totalitaria; más bien, todo lo demás que hizo se diferenció de “ese” episodio. Uno puede o no comprenderle a un artista un error: sólo hay que poner en juego toda su obra y hasta toda su vida. Y decidir hacia qué lado se inclina la balanza. Luego de ver, una vez más, La tregua, mi balanza se inclina hacia el lado de Renán, el lado de su talento sumatorio, el que me dio más cosas de las que me dieron muchos de sus bullangueros detractores.) El film de Renán-Bortnik es lento como un adagio para cello de Bach, se toma su tiempo, narra delicadamente. Cuenta la historia de un amor simple y extraordinario a la vez. Alguna vez fuimos felices. En algún momento se puede serlo. En algún instante el dolor nos da una “tregua”. Siempre será posible (o habrá que creerlo para seguir sencillamente adelante) abrir una puerta y encontrarse a una chica como Laura Avellaneda, con el pelo mojado por una lluvia reciente, con una toalla alrededor de su cuerpo joven, con su cara de muñeco gracioso, mirándonos, esperándonos como ella espera a Martín Santomé y decir como dice él: “Así, exactamente así, es la felicidad”. Así, exactamente así, es el cine.

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