CONTRATAPA
La buena película
› Por Rodrigo Fresán
UNO La mala educación es una buena película y –como suele suceder con las películas realmente buenas– arranca desconcertando y no deja de desconcertar hasta el final. Pero ahí están, al principio: títulos y música muy en plan Alfred Hitchcock. Cuerdas de vértigos y la pantalla que se desgarra para que entren y salgan los créditos con movimientos casi histéricos. Desconcierta, digo, porque yo fui a ver La mala educación –a partir de lo que había leído aquí o allá– pensando que se trataría de una comedy of manners Almodóvar style: un retrato entre sentido y sensibilizado de la vida en un pueblo crepuscular de provincias y de las noches encandilantes de la Movida madrileña de los ‘80 en la que el director de cine manchego se reinventó a sí mismo antes de ser descubierto por el mundo entero. O tal vez, ahora que lo pienso, no fue el mundo –nosotros– quien descubrió a Almodóvar. Fue Almodóvar quien una madrugada blanca e insomne –cansado de no sentirse reconocido– decidió, como lo suelen hacer los verdaderos artistas, inventar a un mundo a su imagen y semejanza. Y lo hizo. Y vio que era bueno. Y después de siete noches sin dormir, descansó. Un poquito.
DOS También sabía –también lo había leído– que en La mala educación habían curas pederastas. Y, sí, hay. Y creen en que Dios ve lo que hacen, pero no les preocupa demasiado porque “Dios está de nuestro lado”.
TRES Y era verdad. Todo lo que pensaba que estaba ahí iba apareciendo se iba armando, con esa vertiginosa lentitud líquida con que se van ensamblando las piezas de un rompepupilas en la pantalla de un cine. Pero, claro, también estaba el desconcierto que ya mencioné, la saludable incertidumbre. Y en algún momento, calculo que a principios del tercer acto (Almodóvar es de esos pocos directores de cine decididamente teatrales; sus películas están estructuradas y escritas más cerca de la carne en directo que del distante espíritu del celuloide) supe el porqué de esa música y de esos títulos. Es decir, Almodóvar me iluminó que yo supiera el porqué de esos guiños en la oscuridad del cine. Sí, claro, ahora entiendo: pensar en La mala educación como una inteligente y retorcida variación de Vértigo y Psicosis. La mala educación es un perfecto –tal vez demasiado perfecto– psycho-thriller con máscaras, muertes y una necesidad de investigar aquello que no conviene ser descubierto. Un gran homo-policial (¡Todos hombres en una de Almodóvar!) en el que, como en los Hitchcock ya mencionados, los personajes cometen el más mortal de los pecados: invocar y usurpar la memoria amnésica de los muertos. Y recordar. Y recordarlos.
CUATRO Los personajes de La mala educación son el director de cine más o menos under Enrique Goded (transparente y turbio autorretrato del propio Almodóvar, una formidable creación del actor Fele Martínez); Ignacio Angel-Juan (un Gael García Bernal quien, dicen los rumores fiables, padeció un rodaje complicado donde Almodóvar lo exprimió hasta dejarlo seco y de ahí que no apareciera por ninguno de los estrenos y/ruedas de prensa); el padre Manolo/señor Berenguer (interpretado a deux por Daniel Giménez-Cacho y Lluís Homar); y Ignacio (Francisco Boira dando vida ymuerte a un ser arrasado); La Paca (único respiro cómico jugado por Javier Cámara, el Benigno de Hable con ella). Lo que hace Almodóvar es repartir y mezclar y jugar y volver a repartir a estos personajes como si fueran naipes marcados a fuego, naipes que queman en las manos. Y así La mala educación gana y nos gana con talento y mañas de esos profesionales del poker que nunca se sabe del todo si mienten o no. Y para cuando te das cuenta de la verdad, ya es demasiado tarde.
CINCO Y ahora que lo pienso: ¡Al fin alguien se atrevió a hacer una película donde el vampiro es el sacerdote!
SEIS Contada en tres planos, en tres tiempos, en cine dentro del cine y en literatura envolviéndolo todo, si a alguna otra película de Almodóvar recuerda La mala educación es a aquella que –en perspectiva– cerró de un portazo el período early Almodóvar: recuerda a La ley del deseo. Allí, como aquí, la fuerza de la palabra escrita contaminaba con fuerza la imagen, los textos lo contagiaban todo, y “la locura del arte” de la que nos advertía Henry James era la coartada para los crímenes más horrendos. Poco ha cambiado salvo que Almodóvar cada vez mira y filma mejor. Y puesto a elegir un plano de una película desbordante de grandes momentos, me quedó con esos segundos en los que una cabeza se derrumba sobre el teclado de una máquina de escribir mecánicas y traba las letras de metal que golpean, todas al mismo tiempo, sobre el papel. Y alguien deja de escribir para siempre porque es hora del fade to black, del fundido a negro del que no se vuelve nunca.
SIETE Y, claro, hay mucho más, hay tanto para contar intentando no caer en la tentación de revelar la trama. Esa escena en que un niño casi santo le canta Moon River a un demonio con sotana; los curas jugando al fútbol; el modo en que un hombro culpable invade el cuadro y cubre el rostro de un inocente; los colores flúo de aquel Madrid combinándose con los tonos secos y sepias del pasado de provincias. Todo esto resultando en una suerte de bizarro Amarcord gótico donde Almodóvar recuerda sin ira pero, también, sin piedad alguna. ¿Escandalizará a alguien La mala educación? Seguramente. Pero –están advertidos– el que se escandalice con esta película se escandaliza porque no tiene las manos limpias ni la conciencia tranquila. El resto –los inocentes– asistirán a ella con la agradecida tranquilidad con que se contempla una obra de arte.
OCHO En un momento de La mala educación dos personajes se meten en un cine para esconderse de su propia monstruosidad, para no verse ni ver sus pecados, para distraerse mirando a otros, ahí adelante, gigantes y planos como dioses de un corrupto paraíso llamado Hollywood. A la salida, uno le dice a otro: “Siento como si todas las películas hablaran de nosotros”.
De eso trata. De eso se trata.