Jue 03.06.2004

CONTRATAPA

Los finales del mundo

› Por Rodrigo Fresán

UNO A no confundirse: una cosa son los fines del mundo (sus hipotéticos objetivos; su destino secreto o confeso o deseado) y otra muy diferente son los finales del mundo: las muchas y muy diversas y posibles maneras en que nuestro mundo se despedirá del universo. Una cosa se sabe, algo es seguro: dentro de mucho tiempo, el sol va a apagarse (luego de una inflamable despedida en la que quemará más que nunca) y ya no existirá posibilidad alguna de vida sobre la faz de este planeta. Muerte natural, organismo agotado y a otra cosa. “Not with a bang but with a whimper”, rimó T. S. Eliot. Por lo que el hombre se las ha arreglado para producir efectos especiales cada vez más elaborados y así proponer la artificialidad de un final más espectacular. ¿Para qué agonizar en cámara lenta si lo podemos hacer de golpe; con un bang más big que ese big bang de largada allá lejos y hace tiempo?

DOS Así, la idea del fin –del final– del mundo ha ido mutando con el correr de los milenios. El concepto arranca primero como catástrofe natural que enseguida deriva en furia de los dioses para más tarde devenir en invasión extraterrestre y –casi enseguida, a mediados del siglo XX, cuando el hombre logra la capacidad para destruir la Tierra– alcanzamos la versión aparentemente definitiva y de mayor éxito, una super-producción que combina todas las posibilidades recién mencionadas y antes acontecidas: el fin del mundo tendrá lugar gracias a la acción de catástrofes naturales generadas por la acción irracional de individuos de naturaleza mesiánica que se comportan como si fueran invasores extraterrestres de su propio planeta. El concepto no es particularmente novedoso –ahí están los científicos de la Atlántida y Lemuria a los que se les fue la mano– y como lo escribió José Pablo Feinmann el pasado domingo en las páginas de este diario, se puede alcanzar siempre el mismo diagnóstico: “Brevemente dicho: el asesino de la Tierra es el hombre”. Sobre todo esto trata El día después de mañana, película recién estrenada de Roland Emmerich. Y por supuesto, ya saben, como corresponde, es inevitable: la Estatua de la Libertad la pasa muy pero muy mal en El día después de mañana.

TRES La película de Roland Emmerich se estrenó en España en una primavera de temperaturas estivales y con todos los noticieros advirtiendo que nos espera un veranito infernal como el del año pasado. Lo que significa que El día después de mañana –traducido aquí como El día de mañana para no perder tiempo– constituye una fresca visión con su absurda dialéctica pseudo-científica, sus postales de mega-tormentas, su nueva glaciación y sus copos de nieve del tamaño de naranjas. Lo que también significa que la criatura de Emmerich es muy idiota pero no por eso menos fascinante. Y enigma atendible: ¿por qué es que nos resulta tan atractivo el sentarnos en la oscuridad a ver cómo se acabó lo que se daba? Supongo que es algo inherente a la naturaleza humana: el mismo impulso que hace que un puñado de zombies se detenga en una esquina con la boca entreabierta y los ojos entornados a contemplar el paisaje del cuerpo de alguien que acaba de ser atropellado mientras se pregunta por qué será que los atropellados pierden siempre un zapato. Y hay un detalle interesante: durante la matiné que a mí me tocó el público se reía en varios momentos supuestamente dramáticos de la película. Y esas risas crecían a carcajadas ante la visión de los americanos cruzando en masa la frontera mexicana como espaldas mojada en reversa. Otra vez: ¿por qué? Otra vez, Susan Sontag tiene la respuesta cuando escribe que las películas catastrofísticas tienen el don “de permitirnos participar de la fantasía de experimentar la propia muerte e incluso más: la muerte de las ciudades e, incluso, el fin de la humanidad”. Así es como durante las dos horas y los 125.000.000 de dólares que dura y consume El día después de mañana somos más o menos felices. Somos dioses masticando pochoclo. De ahí la desilusión cuando se acaban los efectos especiales y la película deja atrás sus ganas de romper todo para ensalzar la grandeza del espíritu humano. Qué aburrido.

CUATRO El día después de mañana combina esta morbo ancestral con la preocupación por un futuro más o menos inmediato que a algunos no les preocupa en absoluto; y escribo esto y en la pantalla de mi televisor aparece un funcionario de la Casa Blanca diciendo que “todo eso del Protocolo de Kioto y de las advertencias de un calentamiento global no son sino invenciones y patrañas de naciones tercermundistas envidiosas por el desarrollo de nuestras industrias”. Y, sí, hasta puede hacerse una lectura política del asunto si pensamos que la edad dorada de las películas catastróficas producidas por el apocalíptico Irwin Allen tuvo lugar durante la contaminada presidencia de Nixon mientras que la tormenta más que perfecta de Emmerich –que amenaza y seguro que cumple con revitalizar el género– acontece durante los días más contaminantes de la Era de Bush II. En cualquier caso –y esto es lo novedoso más allá de las imposibilidades científicas de una película cuya premisa es la de acelerar a fondo acontecimientos que, por lo menos, llevarían un puñado de siglos—, El día después de mañana es paseada por el mundo por Emmerich como estandarte contra el actual gobierno petro-republicano (y hay que decirlo: resulta loable que “el malo” sea un vicepresidente muy parecido a ya saben quién) mientras que diversas asociaciones ecologistas la utilizan como virtual Caballo de Troya. La estrategia parece ser la de “Sí, la película es una tontería; pero aquí tienen todo este material donde podrán informarse acerca de lo que está ocurriendo y de lo que vendrá”. De ahí que en estos días se hayan publicado varios libros muy serios que nadie leerá y que nos advierten que –si todo sigue así– la profesión del futuro será, paradójicamente, la arqueología. Mientras tanto y hasta entonces, El día después de mañana no se priva de cierta autocrítica al estado de las cosas: en la mejor parte de la película, uno de los tornados que castigan a la ciudad de Los Angeles enfila derechito hasta ese célebre cartel donde se lee la palabra HOLLYWOOD. Y lo hace pedazos mientras el público silba y ríe y grita y se pregunta cuándo le van a dar el Oscar a la sufrida y golpeada y siempre lista para lo que venga Estatua de la Libertad. Será justicia.

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