Mié 07.07.2004

CONTRATAPA

Cagarse-de-miedo

› Por Susana Viau

La columna de El País, muy graciosa por cierto, relataba el viaje en avión que el autor hizo con su madre y la sorpresa de la anciana al advertir que él, un borracho poco dado a la emotividad, bebía jugo de tomate y lagrimeaba con una película de Meryl Streep. Después de observar esas y otras conductas anormales, la mujer que por algo le había dado el ser, sacó una conclusión de infinita clarividencia: “A ti lo que te pasa es que estás cagado de miedo”.
La frase, cargada de literalidad, contenía una verdad como una catedral: hay gente que se-caga-de-miedo. De esa reacción vaga da fe un amigo a quien muchos años atrás sorprendió la policía volanteando en puerta de fábrica. De espaldas escuchó los tiros. Apenas dos fogonazos. Los suficientes para aflojarle los esfínteres. “Y me cagué”, admite con pudor todavía hoy. Algunos logran mantener la compostura en circunstancias difíciles. Un verano, mientras atravesábamos el Despeñaperros rumbo a Málaga, mi hijo de cuatro años miró por la ventanilla del coche la ladera que bajaba a pico hacia el abismo. Estaba cagado-de-miedo pero sólo comentó: “Me estoy perdiendo los dibujitos”.
La variedad de reacciones ante el pánico es inagotable: hace unas semanas, durante una reunión familiar, la charla viró de la cumbia villera a una polémica sobre la inseguridad. La sombra del caballero de loden, barba de un día (siempre tiene barba de un día, con lo difícil que es mantenerla) y cabellera al viento –una cabellera de juez Bean, de juez del patíbulo– planeaba sobre la trifulca. Tal vez para distraer a los contendientes y evitar que la sangre de segundo y tercer grado llegara al río, una de las invitadas contó su encontronazo con el delito. Estando al volante del auto en la 9 de Julio, dijo, una cabeza adolescente se le coló por la ventanilla.
–Dame la guita –le ordenó la cabeza.
Ella preguntó.
–¿Acá?
–¿Y qué tiene? –se enojó la cabeza moviéndose de un lado a otro.
El semáforo dio luz verde y la cuasi víctima aprovechó para acelerar. Mientras, el retrovisor le devolvía el gesto de contrariedad que se dibujaba en la cara del chico. Animada por la sinceridad ajena, otra de las visitas recordó el momento en que el chorizo le exigió “la cartera” y ella rogó: “Esperá un poquito porque soy asmática”. A continuación, como una autómata, sacó el aerosol, las llaves, la billetera, volcó el resto del contenido sobre la falda y se la entregó. El ladrón la miró a los ojos, titubeó unos segundos sin comprender bien qué estaba pasando y huyó zarandeando la cartera vacía.
A la tercera también la pescaron motorizada, talón de Aquiles de la clase media en las zonas de alto standing del conurbano. Sólo que esta vez lo que se desarrolló fue un breve paseo en la grata compañía de los ladris. Como medida precautoria pasaron a la conductora al asiento de atrás. Allí, ella dio rienda suelta a su naturaleza melodramática. Lloriqueó, se persignó, se meció poseída por el pánico. Hasta que creyó haber dado con la fórmula mágica, con la llave de la empatía. “No me hagan nada –imploró–, soy ricotera. Me encantan Los Redondos. Ahí están los cd.” El que la había reemplazado al volante se dio vuelta, medio sacado por la estupidez de su cautiva: “¿Qué está hablando? A nosotros también nos gustan Los Redondos ¿y eso qué tiene que ver?”. Ella comprendió que había sido peor el remedio que la enfermedad, que lo había irritado y se desesperó: “¡No me maten! ¡Por favor, no me maten!”. El que la custodiaba, indignado y con la voz nasal que suelen adquirir los chicos en la marginalidad, la increpó: “¡Oiga, doña! ¡Qué se cree! Nosotro somo chorro, no somo asisino”. La declaración de principios no la tranquilizó. Por eso, cuando el que hacía de chofer giró y aminoró la marcha, ella abrió la puerta y se deslizó rodando hasta el pavimento. El de la voz nasal la agarró del pantalón, pero era flaquito y el jogging se le fue escurriendo de las manos. Lo escuchó gemir: “¡Qué hace, doña, qué hace!”. Ella escapó y ellos debieron bajarse y apretar otro coche, con otra mujer dentro, justamente su vecina. A la nueva presa le avisaron: “No vaya a hacer lo de la otra loca, que se tiró y casi se mata”.
Hace un par de meses, mientras almorzábamos en un restaurante de Parque Lezama un famoso escritor me habló de un cagarse-de-miedo más trascendental, más metafísico. Lo percibió camino al quirófano donde iban a extirparle un tumor y lo hizo dudar: “¿Rezo o no rezo?”. Recordó el dilema de Pascal, el buen negocio de encomendarse a Dios in extremis porque, total, si existe nos aseguramos su benevolencia y si no, nada habremos perdido. “Al final no recé porque sentí que el de Pascal era un razonamiento miserable”, contó. En un rango más bajo existe una desazón, un cagarse-de-miedo de raíz política que en tiempos pasados dio lugar a justificatorias teorías de la violencia y en épocas actuales inspira el pragmatismo del “Y si no es esto ¿qué?”; en una escala muy inferior encontramos el cagarse-de-miedo deportivo, conjurado a la que te criaste por la columna blanca y roja que elevaron los jugadores de River al entrar a la Bombonera en el partido de ida por la Copa Libertadores. Y está el pavor fílmico, que es el de Gary Cooper recorriendo en soledad las calles de un pueblo de cobardes. Cooper, o el sheriff que Cooper era en High Noon, estaba acojonado, cagadísimo-de-miedo, pero de la tentación escondida en los cotidianos dilemas de Pascal lo rescataba una pequeña dosis de vergüenza.

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