Lun 30.08.2004

CONTRATAPA  › HISTORIAS CON GALOCHAS

Tapioca el Silenciador y la teoría del no me digas

› Por Juan Sasturain

Se sabe que los sordomudos lo son por ser –primero o sólo– sordos: como no oyen, no saben que existen los sonidos y no pueden aprender a imitar o producir lo que desconocen. Hasta que les avisan que hay (que hacer) ruido. Y les enseñan empeñosamente cómo. “Lo raro es que haya quien lo agradezca”, hubiera dicho el sarcástico Tapioca, el galocha que mejor sabía y oía de qué se trataba la cuestión.
Llamado en las crónicas tribales alternativamente el Calladísimo y/o el Silenciador, Tapioca planteó entre los galochas –esa escurridiza comunidad que en su momento ocupó las dilatadas fuentes del Orinoco– una cuestión que recogió el profesor Augusto Mercapide, único depositario de la memoria de ese pueblo exagerado: ¿qué les sucede a los que en lugar de no oír nada oyen muchísimo más que el resto? ¿Y qué pasa si esa sensibilidad extrema de uno se convierte en paradigmática y reglamentaria para la comunidad? Pasa lo peor, concluirían los reflexivos galochas.
Según cuenta Mercapide en Las cien mejores maneras de no hacer ruido, Tapioca era un galocha extremadamente sensible a los sonidos, con un umbral tan bajo que le permitía o lo condenaba a oír aquello que casi nadie podía. Cuando nació pensaron que no hablaba porque era sordo. Sin embargo, su madre descubrió lo contrario: no hablaba porque oír su propia voz lo aturdía tanto que le dolía.
Hay una anécdota ejemplar. Una noche el pequeño galochita se despertó y se puso a llorar. Advirtieron que tenía un mosquito en la mejilla y el papá supuso que lo había picado. “No –dijo la mamá que lo conocía muy bien–. Lo despertó el ruido de las patas del mosquito al posarse...”.
Los galochas siempre fueron un poco exagerados; y las mamás –se sabe– se exceden siempre cuando hablan de sus chicos. Pero está comprobado que siendo un tierno bebé, el pequeño Tapioca era capaz de oír desde la cuna la cercanía de su padre al regreso del trabajo. Bastaba con que su padre saludara a sus compañeros de trabajo en la fábrica de almohadones de plumas, a diez calles de distancia. Incluso su madre solía decir que el pequeño Tapioca oía el ruidito mínimo que hacía su padre al desplumar la cola de las gallinas: chk, chk, chk...
Según el esquema del profesor Mercapide, la vida de Tapioca se divide en tres períodos: Ruidoso o de oídas, que corresponde a su más tierna y accidentada infancia; Sonoro o de escuchas, cuando en su juventud consiguió neutralizar la recepción inconsciente, y Silente programático, cuando a los treinta años no sólo se calló definitivamente él sino que quiso acallar a todo el mundo. Pasó de ser el Calladísimo a postularse Silenciador. Es que, con los años, la actitud de Tapioca respecto de su singularidad auditiva fue cambiando: condenado de chico a taponarse las orejas y a administrar sus propias contadas y ensordecedoras palabras, pasó de la ostentación de capacidades ante los amiguitos asombrados –les reconstruía conversaciones privadas o cuchicheos femeninos a distancia– al paulatino desarrollo de una teoría que hizo, de su incomodidad particular, un dogma de salud pública.
Devenido una especie de filósofo –la gente callada suele sacar chapa de inteligente–, Tapioca pasó a elaborar la teoría del No me digas o silencio positivo. Su reclamo inicial no fue el represivo “cállense” sino el constructivo “hagan silencio”. Luego desempolvó un slogan viejo y ambiguo rápidamente compartido por los aturdidos galochas: “El silencio es salud”. La idea era seductora: no definir el silencio como “ausencia de sonido”, un vacío que debe llenarse sino como una entidad acaso frágil, pero positiva. Por eso, con Tapioca adquiere (peligroso) sentido la idea de hablar como “romper el silencio”. “El silencio (si se lo pensara en términos de color) –dice Tapioca– no es negro sino blanco”: no es que no haya nada sino que ahí está todo. Además, silencio no es sólo lo dado, elsilencio natural sino que puede y debe ser cultivado: “hacer silencio”. De ahí a postular la materialidad, segmentación y cualificación del silencio había un solo paso y Tapioca lo dio.
Así, tras retirarse con algunos discípulos a la mística “soledad sonora” de un valle distante, y crear allí un ámbito de experimentación que llamó Campo Sordo, Tapioca se dedicó a predicar por señas y teorizar por escrito contra la facilidad de taparse los oídos –hubo heréticos fundamentalistas que se perforaban el tímpano– y a favor de la autodisciplina para no oír el ruido, pero “escuchar el silencio”. Pronto descubrió que silencio absoluto era igual al ruido continuo –su ejemplo era el mar– por lo que debía segmentarse para poder ser percibido. En esa línea de razonamiento, Tapioca diseñó ejercicios de increíble concentración, como el de la campana, consistente en escuchar los intervalos sin oír los tañidos y –adelantándose a propuestas de John Cage– sugerir partituras en negativo en que los blancos eran una base de ruido continuo y las notas, silencios... Estas composiciones se interpretaban –según el profesor Mercapide en su artículo Tapioca en Campo Sordo– con un instrumento nunca descripto adecuadamente, pero conocido como silentino o flauta aspiradora, que al tocarse interrumpía el fluir del sonido en lugar de producirlo. Todo eso se ha perdido.
Porque la aventura intelectual de Tapioca el Silenciador, ya veterano, culminó abruptamente cuando mostró su costado intolerante. Tal vez porque es casi inevitable que quien siente tanto termine resentido, a las numerosas y burlonas críticas que se le hacían, el Silenciador contestó con un apotegma de doble filo: “La mejor opinión es el silencio”. Como no faltaron entre sus partidarios quienes quisieron llevar hasta las últimas consecuencias esta supuesta verdad, conminando al silencio definitivo a todo galocha potencialmente opinador, se pudrió todo.
Hay quienes dicen que Tapioca, borgeanamente, como el memorioso Funes o como aquel otro al que lo podía “matar una guitarra”, fue víctima de su desguarnecida hipersensiblidad. La leyenda refiere que, tras décadas de preservar sus frágiles tímpanos, lo mató el pitido de un gorrión que un saboteador introdujo en su choza y que le cantó imprevistamente en el hombro mientras dormía. Quedó seco. Pero hay otra versión acaso más grotesca que habla de un tumulto, cierta vez que lo acosaron un puñado de vociferantes adversarios de su doctrina. Tapioca siguió su camino haciendo caso omiso y oídos sordos como bien sabía hacer con su poder de concentración, hasta que no pudo dejar de oír a sus espaldas el clásico envite:
–Tocale el culo, que es sordo.
–¿Qué? – exclamó volviéndose el amenazado.
Era su primera palabra en casi medio siglo. Fue la última: sus debilitados tímpanos no pudieron soportarlo. Y su corazón tampoco.

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