CONTRATAPA
El entrenador como persona seleccionada
› Por Juan Sasturain
Hace unos años, Alejandro Dolina, encolumnado en una tradición de detectores de pérdidas irreparables que viene de Oscar Wilde y Mark Twain, escribió con su habitual perspicacia y obvia melancolía acerca de la decadencia en el arte de renunciar. Ayer, seguro que el Negro habrá escuchado con atención los fundamentos de Marcelo Bielsa a la hora –eran las ocho en punto de la noche– de explicar su renuncia al puesto de entrenador de la Selección. Y me animo a suponer también que se habrá sentido, como muchos, reconfortado. No por el qué –que se fuera– sino por el cómo: la manera. Porque no sólo se ha perdido el valor intrínseco del gesto mismo de renunciar –hoy nadie deja nada– sino que, incluso, no se concibe la renuncia sino como resultado de previo apriete u oportunidad de ajuste de cuentas. Más allá de que la suspicacia es la más mediocre de las formas del escepticismo argentino, algunos creemos que nada de eso pasó ni se ocultó ayer: ni resentimiento ni encendido del ventilador. No “da un paso al costado” antes de que las presiones lo tiren a la banquina; no “se aleja” porque “no se dieron los resultados”. No. Dolinianamente, un Bielsa ganador renuncia cuando siente que no puede estar a la altura de su propia exigencia. Y describe la carencia en términos vitales (falta de energía) pero formula la decisión en términos éticos: “Cuando eso pasa, no es decente insistir”. Qué palabra rara en televisión.
El irreprochable pelado Dante Panzeri decía en los sesenta –y qué diría hoy– que al fútbol argentino le faltaban tres cosas: dirigentes, decencia y wines. Pareciera que con Bielsa –en el ciclo Bielsa, que incluye su renuncia, no la deja afuera sino le sirve de moño– ha habido wines y decencia. De los dirigentes, parafraseando el tango, mejor no hay que hablar. Bielsa no habló de ellos en general, excepto para afirmar enfáticamente que nunca lo sería; pero si Grondona es el arquetipo, modelo acabado, el renunciante recortó el espacio privilegiado en que lo salvaba: “El me renovó después del Mundial: ese gesto de confianza es más importante que cualquier otra cosa”. Un caballero piensa así. Y necesita que le crean que es así.
Un caballero que en un principio vapuleado, tras matar al dragón y en el momento de encarar la segunda salida y rescatar a la princesa, se baja del caballo, explica que otro podrá hacerlo, que él ya no. ¿En qué se le fue la energía? En la pelea, claro. ¿Contra quién? Contra todo tipo de monstruos y miserables que no le llegan a los talones, se puede suponer. Pero sobre todo –o acaso únicamente– contra sí mismo, contra la demanda interior de perfección. Está “loco”, claro. El caballero lo está, tiene su código y a él se debe: ha de ser valiente, pero sobre todo noble, sincero y creíble. El mejor. Podrá dejar dudas respecto de su eficacia, pero no de su valentía ni de su honestidad. Es un papel agotador en este mundo de mierda.
Bielsa renuncia cuando siente que ha llegado a un punto de tensión máxima –intolerable para su autoexigencia– y puede salir sin sentirse defraudado de sí ni defraudar a los demás. Cae moralmente parado y entero, y desde esa plenitud puede ser amplio, incluso hasta la mentira generosa.
En fin. Renunció Bielsa y a las ocho de la noche se sentó a dar sus razones por la tele. Fue una ceremonia extraña, un programa inusual. Pocas veces el rating habrá acompañado tanto una propuesta tan poco atractiva en términos del repugnante marketing televisivo. Un hombre se empeñó durante hora y media en explicar que creía ser y le importaba ser una buena persona.