CONTRATAPA
Destinos
› Por J. M. Pasquini Durán
Presumir que las elecciones presidenciales en Estados Unidos influirán de un modo u otro en el rumbo de los asuntos mundiales es un lugar común repetido hasta el hartazgo en casi todo el planeta. Es inevitable que así sea, ya que se trata del mayor poder económico, militar y cultural de la época contemporánea.
La mayoría de los votantes norteamericanos, sin embargo, eligen sin que el resto del mundo les importe, excepto aquellos hechos que influyen en su propia seguridad o bienestar, como es el fundamentalismo terrorista desde el ataque que arrasó las torres gemelas en Manhattan. Están optando, además, entre dos personajes mediocres, millonarios, opacos, sin carisma natural ni talante de estadistas.
Más todavía: aunque es una reducción simplificadora negar las diferencias entre Bush y Kerry, sin tomar en cuenta los múltiples intereses y hasta las tradiciones partidarias que cada uno representa, la proyección simbólica de la elección parecía limitarse a tomar posición en favor o en contra del presidente que ordenó arrasar Afganistán y luego Irak invocando motivos cargados de medias verdades y mentiras directas. En este sentido, la derrota de Bush implicaría el rescate de principios humanitarios y de civilización que su gobierno aplastó con idéntico fanatismo al de los enemigos que dice perseguir.
En la percepción internacional persiste esa polarización, por o contra Bush, lo cual no es extraño, ya que se juzga la posición ante la guerra de conquista y de colonización. No obstante, las primeras encuestas en boca de urna indicaban que las preocupaciones de los votantes, tanto republicanos como demócratas, estaban mucho más matizadas con prioridades que van desde el aborto y la unión gay hasta el desempleo y los salarios. De todos modos, la elección partió a la ciudadanía, al menos en las encuestas de opinión, en dos mitades iguales, a tal punto que ningún punto de vista equidistante se atrevía hasta entrada la noche a pronosticar un ganador.
Para América latina los resultados finales serán, salvo en los matices que distinguen la diplomacia y la economía, bastante parecidos. Dicho de otro modo: a pesar de que la región sigue en el área de influencia de los Estados Unidos, su destino depende, más que nunca, de la habilidad de sus gobernantes y la voluntad de sus pueblos. Nadie regalará el futuro a los latinoamericanos. A partir de la debida aclaración, quizás en esta coyuntura para el Cono Sur, en cuyos países gobiernan tendencias políticas bastante afines, haya una oportunidad de ampliar la integración en todos los campos, no sólo en lo comercial, para dialogar con Estados Unidos y el mundo desde una posición multilateral compartida. Si bien las hipótesis acomodan las posiciones de unos y otros en diferentes y bien delimitadas zonas del tablero, la realidad es más entreverada. A modo de referencia, valga esta anotación: Bush es un conservador ligado a la extrema derecha religiosa, pero en estos países del Sur los gobernantes, ubicados en el arco del centroizquierda, prefieren negociar con el actual ocupante de la Casa Blanca, al que le atribuyen una dosis de flexibilidad en las relaciones bilaterales que no les reconocen a los demócratas.
La sociedad estadounidense ha sido acosada por el terror desde que perdió la sensación de invulnerabilidad, pero sería un error suponer que la votación sólo es directa consecuencia del miedo o el deseo de venganza. Un ejemplo: en once de los cincuenta estados la campaña estuvo conectada con la reforma constitucional para impedir la unión civil de gays, debido a la creciente influencia de valores religiosos en la organización de la convivencia cívica. Por supuesto, la lista de temas en confrontación es mucho más amplia y variada, pero eso mismo implica que la división tiene razones profundas que superan las fronteras de un buen guerrero. También la masiva concurrencia a las urnas, en un número que no se registraba desde hace cuarenta años, subraya la importancia que estas decisiones hanadquirido en la conciencia pública. Todo esto, y más, implica que esta oportunidad puede ser un mojón en la trayectoria del imperio o, si se prefiere, del imperialismo norteamericano. La historia del futuro, con la astucia que juega sus cartas, tendrá que develar si ese mojón es una señal del vigor o de la decadencia de la más grande potencia de Occidente.