CONTRATAPA
Placer, no
› Por Sandra Russo
No quieren que sus chicos tengan educación sexual en el colegio como materia obligatoria. No quieren que en algo tan íntimo y tan importante como la sexualidad tenga una de las riendas el Estado. No quieren ni escuchar hablar de un proyecto que impulsa una diputada de la ciudad que tiene como asesor a un homosexual. No quieren que en la escuela se use la palabra “género”, porque sostienen que Dios nos hace hombres o mujeres, y la voluntad divina no incluye los matices. No quieren que a sus hijos se les hable de masturbación y menos todavía que no se les hable mal de la masturbación. No quieren que se atente contra esa trinchera última que en su momento fue la primera: sobre células heterosexuales y creyentes es que se edificó este magnífico organismo social en el que la gente es tan feliz.
Toman el tema de la educación sexual con una energía y un fervor considerables, lo perciben con el escándalo del abusado. Parecen decir: ah, no, con esto no, de acá no pasan. Hablan del fascismo de las minorías, como si un Gran Hermano más zorro que el que creó John de Mol estuviese planificando un mundo supervisado y tutelado en el que sólo será posible ser ninfómana, travesti, swinger, onanista, fetichista, voyeur, pedófilo, perverso poliforme.
La tasa de embarazos adolescentes no los conmueve porque las estadísticas son una coctelera. En las estadísticas se mezclan sectores que en la vida real no se cruzarán jamás en la vereda. Y las chicas de quince, catorce o dieciséis que quedan embarazadas, después de todo, son un señalador para otras chicas: eso les pasa por hacerlo. Porque eso es lo que se dice cuando no se dice nada. Eso es lo que durante siglos ha estado sugiriendo el silencio: fuera del sexo conyugal y reproductor, habrá condena.
En la mitad del primer tomo de su Historia de la Sexualidad, Michel Foucault traza una hipótesis general de su trabajo. Recuerda en ella que es recién a partir del siglo XIII, coincidentemente con el surgimiento de la sociedad “llámesela como se quiera, burguesa, capitalista o industrial”, que se pone en funcionamiento un aparato de producción de discursos sobre el sexo. A diferencia del pasado, cuando el sexo realmente estaba retenido en la esfera privada, a partir del 1700, las sociedades industriales comenzaron a formular, desde las iglesias, los consultorios médicos, los hospitales psiquiátricos y las instituciones de salud pública una parva de discursos contrapuestos cuyo objetivo, según este análisis, era dual: por un lado, saber todo del sexo ajeno, obtener información como si se tratara de una clave cifrada, arrancar cada detalle, clasificar cada rareza y entender cualquier cosa que no estuviera ubicada en la alcoba de los padres como una rareza. Y por el otro, dejando incluso que esos discursos chocaran entre sí, la empresa consistió en formular una verdad regulada sobre la sexualidad humana. Desde entonces todo ha seguido su curso. Todos creemos, siendo sujetos herederos de alguna de esas tradiciones fragmentarias, que el sexo sabe de nosotros cosas que nosotros no sabemos. Quienes participamos de una visión agnóstica del mundo, nos sentemos o no cada semana en un consultorio de Palermo para contarle a alguien que nos cobra por ello lo que hicimos, cómo lo hicimos, qué deseamos, qué fantaseamos, cuándo fingimos, qué nos repele, cuánto nos gusta o cuánto nos cuesta, heredamos la tradición según la cual nuestra sexualidad es una especie de cédula de identidad oculta: en sus vaivenes, en sus éxitos y en sus fracasos sería posible leer la más pura verdad sobre aquellos que somos. Para los que hoy se oponen a que a sus chicos se les hable de educación sexual, el sexo debe seguir su ruta de falso silencio. Porque algo es innegable: desde el siglo XVIII, sobre el sexo nunca se calla. Siempre se dice, incluso eludiéndolo.
Ahora bien, lo que ha dicho el silencio desde hace tanto, en aulas, livings, sobremesas, sacristías o cuartos coquetos de quinceañeras, es un residuo de aquella síntesis que habilitaba la sexualidad reproductora y teñía todo lo que quedara en sus arrabales con la sospecha del Mal. Heterosexualidad, abstinencia y sexo conyugal: tres puntas del triángulo tranquilizador. De alguna manera, los embarazos adolescentes y los contagios de enfermedades de transmisión sexual vinieron a confirmar y a reforzar esa amenaza. Esos desastres personales de tantos y sobre todo de tantas no hacen más que confirmar que los que sacan los pies del plato se los embarran. Para quienes siguen la ruta del falso silencio, esos desastres son ejemplificadores. ¿Cómo no oponerse a desarmar esa magnífica herramienta de propaganda?
En el debate actual todavía nadie lo ha dicho y posiblemente nadie lo diga, pero el gran tabú del que no debe decirse ni una palabra es el placer. Incluso dentro de la alcoba de los padres, nadie habla de placer. La búsqueda de placer es una empresa accesoria que puede atentar contra la empresa madre: cuando la gente busca placer hace locuras. No es la sexualidad la que se procura mantener en secreto, porque sobre ella, aun en silencio, todo el tiempo se habla. Lo que no admite lenguaje, porque es íntimo pero histórico, y porque es personal pero es político, es el placer.