Vie 31.12.2004

CONTRATAPA

Ser nuevo

› Por Rodrigo Fresán

UNO Entre los rasgos más inquietantes de los seres humanos –probablemente aquello que los separa de la placidez de las bestias– está la creencia automática en los almanaques. El convencimiento de que el tiempo puede ser dividido en cómodas parcelas para su consumo y, enseguida, esa idea perturbadora como pocas de que el cruce del fin de año pueda cambiar... algo. En un puñado de segundos, en un minuto apenas, se deposita la poderosa y contundente maravilla de un pensamiento tan mágico como monstruoso: “Año nuevo, vida nueva”. De verdad, piénsenlo un poco, reflexionen: ¿no les da miedo pensar siquiera en la posibilidad de que algo así sea posible?

DOS Pero, bueno, da igual. Y así se enarbolan, como pacíficos estandartes, todas esas densas promesas para el nuevo año que –en el decir sintético y magistral de Charly García– no son otras cosas que leves “promesas sobre el bidet”. Y se nublan los ojos y se sonríe beatíficamente y se ama indiscriminadamente a todo el mundo (se ama hasta a la propia familia, al producto de esa otra creencia rara y primitiva que tiene que ver con el misterio de la sangre y de los genes) y se vuelve a llenar la copa para volver a vaciarla. Porque el alcohol ayuda a la hora de sentir que lo mejor está por venir y que uno, en alguna parte, tiene todas esas piezas desarticuladas que lo ayudarán a ser una mejor persona. El problema llega a la mañana siguiente cuando, con resaca, se comprende que no se comprende el manual de instrucciones para ensamblar esa vida nueva.

TRES Según Dante, “La Vita Nuova es el principio de ese peregrinaje espiritual que concluye en el Paradiso”. Para Dante, esta renovación total que lo acerca a la gloria eterna se produce no un 31 de diciembre sino una fecha cualquiera para los demás pero trascendente para el poeta: el día en que ve por primera vez a Beatriz, “la gloriosa dueña de mi intelecto”. Es entonces cuando Dante no vuelve a empezar sino que empieza. Y promete una obra. Y cumple. Y punto. El resto, por lo general, se conforma con estrenar agenda. Y mucho cuidado con ponerse a hojear y a ojear agendas gastadas: pocos ejercicios hay más riesgosos que éste, porque ahí está nuestra biografía escrita en el telegráfico idioma de la mortalidad en trámite. Y por lo general no entendemos ni recordamos lo que allí se nos cuenta con nuestra propia letra.

CUATRO Y tal vez el problema del bautismo del imberbe Año Nuevo –que también podría ser mejor entendido, con sabiduría, como los didácticos funerales de un Año Viejo– es que nos autoriza a reformular todas aquellas buenas intenciones que dejamos pendientes durante los últimos doce meses. Así, el Año Nuevo como tregua engañosa cuando en realidad debería ser una épica declaración de guerra. La novedad y la idea de lo nuevo, se sabe, siempre funciona. Habitamos una dimensión regida más por la dictadura de lo efímero que por la democracia de lo permanente. Los warholianos quince minutos de fama han mutado a quince minutos de novedad. Eso es lo que dura la cosa y así se sucumbe una y otra vez a la infantil sensación de rebotar a un falso punto de partida. Y todo pasa cada vez más de prisa y en pocas ocasiones esa aceleración se hace más evidente que en los últimos días del año, cuando todos piden paz en el mundo y salud pero parecen estar pensando en cualquier otra cosa. Y así una perturbación como la que ocasionó el pasado 16 de diciembre en el Congreso español Pilar Manjón, madre con hijo muerto en los atentados del 11 de marzo en Madrid, se vivió como una suerte de sismo. Esa mujer llorando y acusando a los políticos de utilizar su dolor como “arma arrojadiza” produjo la maravilla de poner al descubierto, por unas horas, los engranajes de la vida antigua y de siempre, de cómo funciona mal y de cómo hemos aceptado que sea normal su mal funcionamiento. Total, siempre tendremos doce campanadas para jurar que la arreglaremos.

CINCO O quizá la pasión por la novedad y lo novedoso sea uno de los rasgos distintivos y primordiales de la naturaleza humana. En El libro de las evidencias, el escritor irlandés John Banville pone en boca de su héroe, el asesino Freddie Montgomery, lo que sigue: “Nunca me he acostumbrado a estar en esta tierra. Creo que nuestra presencia aquí es un error cósmico. Estábamos destinados a algún otro planeta lejano, al otro extremo de la galaxia...” A lo que –en una entrevista reciente– Banville agregó: “Somos un accidente biológico, el virus más poderoso y potente que se haya creado. Me fascinan los seres humanos porque hemos tenido que aceptar forzosamente que lo que somos es lo auténtico. Hemos inventado la palabra normal; no sé de qué manera unas criaturas como nosotros hemos podido idear un término así, ya que la normalidad no existe”.
Banville está en lo cierto. Y quizá nuestra adicción a la novedad –nuestro reflejo automático a la hora de sentir que se puede volver a empezar– tenga que ver con este malentendido que no es un pecado original pero sí un estigma imborrable. Prisioneros de la idea de lo normal, bacterias flotando en el azar del espacio, necesitamos pensar –por lo menos durante esa medianoche donde el nombre del año cambia y crece– que lo tenemos todo más o menos bajo control y que, por lo tanto, podemos permitirnos el lujo de cambiarlo. Pero no. Demasiados fallos a lo largo de los milenios nos impiden hacernos a la paradójica idea de que el tiempo pasa tan despacio sólo para que la vida pase tan rápido. O que el tiempo ni siquiera pasa. Tal vez el tiempo sea como uno de esos glaciares sin fecha de vencimiento. Una superficie helada sobre la que nosotros, veloces, patinamos con mayor o menor gracia. Hasta que nos caemos. Y entonces nos levantamos y nos prometemos que jamás volveremos a caer. Lo que, claro, no es cierto ni posible. Pero puestos a creer en algo, mejor creer en esto durante todo el año en lugar de dejarlo para el final que, se sabe, dura muy poco. Volver a empezar creyéndonos nuevos –en serio– no es sinónimo de ser mejores. La Historia desborda de terribles novedades propuestas por los cretinos de siempre. Así que tal vez, a la hora de los deseos, sería mejor ir pidiendo cosas menos renovables y más duraderas.
Feliz mejor año, feliz mejor vida.

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