Lun 03.01.2005

CONTRATAPA

El suicidio de Iris Chang

Por Jack Fuchs *

Hace pocos días, Iris Chang, de 36 años, periodista y escritora chinonorteamericana se suicidó en Los Gatos, California. En 1997 había publicado The Rape of Nanking (La Violación de Nanking), un holocausto olvidado.
En 1937, al invadir Nanking, los japoneses provocaron unas trescientas mil muertes, en masacres horribles, cuya descripción resulta imposible soportar. Japón, sus dirigentes, se sentían muy seguros de que nadie iba a oponerse o intervenir para evitar esos crímenes. Y así fue. A eso se agregó la violación de ochenta mil mujeres y niñas, con el agravante de que obligaron a los padres a tener relaciones con las hijas y a las madres con los hijos, delante de otros miembros de la familia. Para los japoneses, los chinos y los coreanos fueron los judíos, los gitanos y rusos del lejano Oriente. El horror de este genocidio fue inmediatamente conocido entre los extranjeros que se encontraban en Nanking, entonces capital china. Los servicios diplomáticos y comerciales informaron a sus respectivos países, al punto de que un funcionario nazi avisó a Berlín, manifestando su espanto acerca de lo que estaba ocurriendo. Los países implicados hicieron silencio y no interrumpieron sus relaciones diplomáticas o comerciales con Japón.
El libro de Chang fue best-seller en EE.UU., pero permanece casi desconocido en el resto del mundo. Lo mismo ocurre ahora con el suicidio de Chang, dado a conocer por el The New York Times, y algún otro diario, incluso japonés, pero en general, ignorado por la prensa internacional.
El recuerdo de este genocidio me lleva a pensar en otros, que también permanecieron ocultos, como el armenio, no reconocido hasta hoy por Turquía. Los japoneses tampoco pidieron disculpas (aunque no niegan del todo los hechos). La masacre de Nanking implicó más muertes que Hiroshima y Nagasaki juntas. Pero, en cambio, sí se habló abundantemente acerca de las bombas nucleares. ¿Por qué? ¿Parece más impresionante la eficacia de la técnica que en cuestión de minutos destruyó esas ciudades? ¿Parece menos dolorosa que las matanzas japonesas que apenas duraron un par de meses? ¿Se cree más tolerable que una bomba mate personas, más higiénico? Pero se trata sólo de diferencias técnicas: la impersonalidad del estallido, por un lado, y la presencia de los cuerpos en el teatro de la tortura, por otro. Ningún Estado necesita tomar lecciones de crueldad, llegado el momento, siempre aparecen los procedimientos. Me pregunto si es puro azar que Alemania, el país más desarrollado de Europa, y Japón, el más desarrollado de Oriente, hayan sido a la vez las dos fuerzas capaces de organizar una política criminal tan atroz.
Frecuentemente se habla ahora de la importancia de la memoria para que los crímenes no se repitan. Pero a veces, el énfasis que se pone en la memoria desdibuja y desplaza la realidad brutal del presente. Si es cierto que el recuerdo importa, importa mucho más el relieve de las indiferencias presentes.
El pasado no se puede cambiar, aun cuando los agentes del totalitarismo pretendan hacerlo siempre, porque la verdad histórica, tarde o temprano, se pone en juego. La memoria no previene ni limita la repetición del horror. Tristemente y con alguna melancolía reconozco que el ejercicio de la memoria, ahora tan extendido, no es mucho más que la escena de la buena conciencia, satisfecha en rituales de etiqueta o en especulaciones político-culturales.
Quizá, si el mundo hubiera reaccionado a la guerra entre Irak e Irán, a comienzos de los ’80, que costó un millón de muertos entre los dos bandos y una incalculable destrucción de bienes a costa del hambre de ambos pueblos, se hubieran podido evitar guerras posteriores en la región. Lo mismo en la década del ’30, con la invasión italiana a Etiopía, que costó 250.000 víctimas etíopes y que se produjo sin la menor respuesta civilizada de Occidente.
Todos los crímenes que precedieron al estallido de la Segunda Guerra Mundial, Guerra Civil Española, anexiones de distintos países por Alemania, la ocupación de parte de Polonia y la guerra de la URSS con Finlandia, ocurrieron también con la complicidad y la indiferencia del mundo que los hizo posibles. Y tenemos, ¿hace falta insistir?, nuestro propio ejemplo: ¿qué hicieron los sindicatos, los partidos políticos y las masas argentinas durante los primeros años, los más duros por cierto, de la dictadura?, ¿qué fue de la energía democrática, de la invocación de los derechos y de la conciencia moral de las clases medias hasta que un grupo de madres dio sus primeros pasos alrededor de Plaza de Mayo?
Creo que la pulsión de muerte busca expresarse más allá de toda intención consciente contraria, y las razones de la guerra no son más que racionalizaciones para justificar la necesidad humana de derramar sangre.
De cualquier modo, es mucho más fácil recordar el pasado que combatir la indiferencia presente. Hitler lo sabía bien –cuando señaló que el mundo no había hecho nada para evitar el genocidio armenio– y que nada haría tampoco para evitar la liquidación de los judíos y otras minorías.
En su libro, Iris Chang, ella misma nieta de sobrevivientes, dio el testimonio más acabado y sistemático de la diabólica violencia que usaron los japoneses en China, quizá haya sido la última voz que documentó dramáticamente esos episodios. Dejó una brevísima carta dirigida a su esposo. No sabemos qué dice. No sabemos qué la impulsó a quitarse la vida. Acaso Chang supiera algo de las inútiles paradojas de la reconstrucción histórica y la memoria. El caso de Chang evoca en mí las huellas del tiempo. Mientras, adolescente todavía, estuve cautivo del horror nazi, pensaba que Alemania era la suma inaudita de la crueldad; ahora, tantos años después, sé que el terror, la bestialidad y el espanto tienen formas universales.

* Intelectual, pedagogo y escritor. Sobreviviente de Auschwtiz.

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